viernes, 19 de febrero de 2016

LA ALFOMBRA ROJA. (OCULTANDO EL DESGASTE DEL PAVIMENTO)




La vida como una naranja.- (basado en  hechos reales).

Todo el tiempo aprendiendo, creciendo, madurando. Descubriendo que el fruto de la naranja, oculto bajo su piel, no es blanco, ni áspero y seco, ni ligeramente amargo, como apreciamos bajo la cáscara, esa corteza tan parecida a la humana, en algunas variedades al menos, y edades de ellas, naranjas y humanos. Pero después encuentras algo detrás, o debajo, y ese algo te hace ver el verdadero valor de la fruta, a la vez que te enseña a no prestar excesiva importancia al primer aspecto de las cosas y de las personas.
Y si hermoso y reconfortante resulta el aprendizaje continuo, el atrapar esos pequeños tesoros que la vida esconde tras cada paso del explorador, no lo es menos el sentarte en a descansar en algún lugar idóneo –mejor que sea idóneo- del camino, a recuperar fuerzas, o quizás a aceptar que ya tu energía no puede seguir el ritmo de los entusiastas pioneros-eso creemos todos- a esa edad en la que las ganas compiten, y vecen al cansancio, ante la promesa de días tan largos como repletos de descubrimientos tan maravillosos como el de los misterios de la naranja. A la vez que repones fuerzas durante el reposo,  resulta imposible escapar a la meditación, a la valoración de todos esos hallazgos que has acumulado en tu experiencia, y definitivamente, a comparar aquellos similares para darles un significado, un nivel superior en el conocimiento, así  aprendes que la clementina y la salustiana son absolutamente diferentes, que la sanguina y la guachi no tienen nada que ver y, sobre todo, que el zumo puede existir con o sin pulpa en su nueva presentación natural, hoy tetrabrik, mañana quizás en el grifo.

La auténtica riqueza de la que puede presumir el ser humano es esa, la de descubrir niveles nuevos, y superiores del conocimiento, añadiendo capas, como una cebolla invertida, a todo lo que has visto, has escuchado, y has comprendido. En cada ocasión, en cada peldaño que subes gracias al ascensor de la experiencia, encuentras motivos para desterrar, olvidar, incluso despreciar todas tus convicciones, las que habías formado y asimilado en el nivel anterior.
Hace poco leí a algún intelecto de ideas tan brillantes como irrebatibles, aquello de que a partir de, digamos los setenta años, debes tener claras tus ideas, porque estas son las que te van a acompañar hasta el fin de tus días. El oráculo en cuestión podía decirlo con la absoluta propiedad de quien ha rebasado ampliamente los ochenta, y del viejo el consejo dijo otro. Pero me temo que ni siquiera esa perogrullada culta, llegue a tener el valor de la certidumbre.
En mi humilde opinión, basada en otra más que humilde experiencia, cada conocimiento que se añade a la olla podrida que llevo sobre los hombros, no hace más que aportar olores, y sabores nuevos al guiso que encierra el puchero. Y es que cada vez que se modifica el conjunto,  la nueva mezcla, obliga a la refundación de las ideas, a los conceptos inamovibles, y de las conclusiones que parecían fundamentadas y seguramente eternas, en la osadía de la hormiga exploradora a la que tantas lunas y primaveras han enseñado cosas que solo pueden creer los que han visto naves en llamas, más allá de Orión, es decir la nada.
El absurdo de aceptar la inutilidad del conocimiento, la debilidad de la defensa aportada por la experiencia, y la sensación de que, al fin, es el instinto animal, el temor al dolor, justificadísimo, y la elevación a la cumbre de los dones que nos puede ofrecer la vida, a esos pequeños placeres que encontramos cada hora, cada minuto que pasa, toda la sabiduría de la que ahora, en este instante evanescente, puedo disponer. 

Al final me veo con la espalda apoyada en la pared, asegurando al menos, conjurando la mitad de los peligros, comprobando con una mano que la cartera-cada dia más magra ella- sigue en el bolsillo, mientras con la otra mano sujeto el vaso de licor vital, sea tinto, jugo de naranja o sea antiguo, como traducían en la película de ayer el whisky que luce el old antes de su marca. (My house in Umbria).

Y es aquí en esta tergiversación de las palabras, y consecuentemente de las ideas, donde debería haber comenzado el discurso. Ya no hablamos de “comer” la naranja, sino de si queremos su jugo con o sin pulpa, y eso es lo que hay; el progreso y la asunción de que en bagatelas como esa, no tiene la menor importancia el perder nuestro tiempo.
Pero es que, antesdeayer vi “La chica danesa” peli de prestigio, a caballo entre el cine culto europeo y el masivo de recaudaciones millonarias y candidaturas al mayor premio ecuménico de la cultura mundial, el Oscar, quedando el Nobel en segundo, o quizás tercer lugar, después de los Grammy y puede que también de la Copa de Europa.
El caso es que me pareció un bombón belga, de esos dulcísimos que deshacen en la boca, justo antes del licor de hierbas o el limoncello, y después de un arroz con leche comme il faut, de los que jamás encontrareis donde las estrellas Michelin. Todo dulce, empalagoso antes durante y después de lo que debería haber sido la representación del drama humano, trágico, del cambio de sexo, entendido como la lucha del hombre contra la naturaleza, con la ayuda compasiva o interesada de los coristas necesarios para justificar el espectáculo, junto a la psicopatía autodestructiva de quien está dispuesto a apostar, y perder, la vida, para corregir el error de la naturaleza, el sexo en la persona errónea.
Este drama no es algo nuevo, aunque los medios científicos y el apoyo social hayan despenalizado el asunto, roto el tabú, arrancado la piel blanca que esconde los gajos de la naranja, y facilitado que el desafío no termine inexorablemente con la vida del transexual.
Poco más habría que contar, película dentro del género “caca, culo, pis” en tanto el sexo como protagonista absoluto, siga siendo su reclamo, y con un  actor excepcional de esos como aquel que cuando aparecía sentado a una silla, “Él era la silla”.

Solo que… al final, cuando ya me iba, feliz de no tener que mirar más el reloj, cada quince minutos, aburrido de aquella historia totalmente previsible desde su comienzo, leo el párrafo de despedida..
-Fulanito de tal se convirtió en pionero –sic, pionero- del movimiento transgénero.
Y salgo de mi asombro- sí, salgo- al parecer no solo existe un movimiento, social supongo, transgénero, algo que un servidor ignoraba, salvo que el concepto de movimiento equivaliese al de aquel inmóvil que duró cuarenta años en nuestro país, oficialmente, y que sigue estático y presente en nuestros días, o bien que signifique un movimiento de masas al que uno pueda libremente adherirse y abandonar. Ya no sé qué pensar. La peli es probablemente franco-alemana-belga-inglesa y ... norteamericana, por tanto la traducción debe ser correcta, escrita en la pantalla, nada de subtítulos flotantes, y seguramente quisieron decir movimiento transgénero cuando dijeron aquello de movimiento transgénero. Y yo con estos pelos.
¿Tan loco está el mundo? Tan loco como las hormigas de mi hormiguero de no cesan de revolverme las ideas hasta el punto de hacerme temer por el guiso que llevo en puchero, lo que queda de él.  The remains of the day.

Hoy leo en la prensa la queja de los masones españoles, que acusan a los medios de marginarlos, mucho más que a los gais y a otros colectivos cuya consideración y malditismo se ha convertido en integración  social. Los masones, por dios, y hasta las monjitas de clausura, recientemente en la palestra, han sido puestas en la picota por ser cuatro de cada cinco, mano de obra alegal, o sea sin papeles, sin temor a persecución mientras estén dispuestas a servir a sus superioras.  Y gracias pueden dar de que todavía no las han llamado con la peor de los insultos “extracomunitarias”, eso es lo que son.
Aquí hay materia para una película o una docena, y es lástima que ese género cinematográfico, que junto al de submarinos  están en horas bajas, no renazca, salvo excepciones como la  Ida, del año pasado, y siga también encerrado en la categoría de “caca culo pedo pis” como si las monjitas no tuviesen otra cosa que hacer que pecar. De los títulos que recuerdo, unos quince o veinte, apenas se salva Audrey, que en gloria esté, en la película de Zinnemann, el resto  de vergüenza.

Así que tanto caminar, tanto aprender, tanto meditar, para comprobar que no me sirve de nada, para temer mañana algo peor, y para seguir refugiado en los placeres de la vida virtual, releyendo a Machado-Mairena, Camus y Baricco, los tres a la vez, mientras espero que deje de llover.
 (basado en un hecho real) es la etiqueta de moda. Nada más real que la vida del espectador y su generosa credulidad con pretextos injustificables y falsos, como ese del hecho real.
Llevo tres, la de la prima danesa, la del renacido-puag, ni la comento, le van a dar un Oscar por babear- y la de la gran apuesta que, al menos es un discreto documental sobre la miseria que nos persigue. Aunque no desespero de que sigan apareciendo hechos reales entre las que me quedan por ver. Mal asunto si tienen que recurrir a calzadores semejantes para vendernos alpargatas de tan escasa calidad.

The lady in the van, se anuncia discretamente como basada en hechos casi reales. Al parecer les queda casi verguenza.


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