Dicen que lo más doloroso de recordar es
aquello que se ha perdido. Y seguramente dicen bien, sin
tener en cuenta otro aforismo que insiste en que hay
excepciones que confirman reglas.
No encuentro otra razón aparte de su excepcionalidad, que justifique mi
flechazo inesperado ante el Hikawa Maru, este amor a primera vista desde
alguien de tierra adentro, alguien para el cual el mar, y sus barcos, deberían
ser exclusivamente personajes irreales y ficticios, al pertenecer a ese mundo
de fantasía propio de las lecturas infantiles, la saga de Emilio Salgari y sus
piratas malayos, y otras historias leídas y releídas en el inicio perpetuo de
la madurez, eso que llamamos adolescencia, el ballenero de Moby Dick, o el
vapor que sube y baja el Rio Congo, descubriéndonos el horror que se esconde en
el corazón de las tinieblas.
Ficciones literarias, y como tales, absolutamente prescindibles para
cualquier poblador de la España profunda, quién no podrá sino corroborar la
respuesta que da el falso Martin Guerre a su invocado parecer sobre España,
donde presuntamente había guerreado antes de aparecer como impostor en el lugar
donde sería juzgado, y ejecutado : « Seca ». Ciudadano in
pectore de esta España que combate la ausencia de lluvias con rogativas a la
patrona, y para quien los lagos son siempre pantanos, es decir artificiales, y
una bañera llena es seguramente el lugar más peligroso del mundo.
Por eso su sorpresa ante la aparición en un muelle de Yokohama, tras cruzar
el parque Yamashita, en el lado opuesto a donde instintivamente se dirige la
mirada, el skyline, el perfil futurista horizontal de una urbe moderna, donde
la arquitectura se convierte en un síntoma del progreso.
Allí, varado en un muelle propio, amarrado con cadenas de tamaño ciclópeo
estaba, esperándome sin duda, el Hikawa Maru.
Difícil describir este bellísimo barco
, « La Reina del Pacífico Norte », para alguien que lo más cerca que ha
estado de uno, ha sido ante aquellos que con la navaja, recortaba y esculpía
desde la corteza del pino, y que tan desastrosamente imitaban a los
destructores y portaaviones que aparecían en los tebeos de « Hazañas
Bélicas » dibujados por Boixcar.
Quizás fuese la inesperada confirmación de que ese mundo marino, fingido
hasta entonces, había existido realmente, y aparecía ante mí como el ángel con
la espada flamígera, diciéndome : « Lo creas o no, esto es lo que
hay ».
Como un niño, deslumbrado ante la popa encadenada, y su nombre y apellido
« Yokohama » fantásticos, recorriendo el muelle de popa a proa y de
proa a popa, ante el modelo que tantas veces habría sin duda inspirado a los
dibujantes de los héroes infantiles, desde Roberto Alcázar hasta Tintín,
pasando por los detectives Blake y Mortimer, y comprobando que él estaba allí, mirándome
y dejándose acariciar agradecido, como el perro abandonado que busca dueño a
quien servir.
Supongo que la emoción suscitada por una obra maestra suele ser individual
y por tanto indescriptible, algo sentimental considerando además su historial
de superviviente de rutas transoceánicas de nunca jamás.
Leo al pie de su costado, el cartel que intenta algo tan absurdo como
intentar compendiar en tres o cuatro líneas, fechas, lugar de nacimiento,
carrera e incluso, alguna anécdota estúpida, de esas que se colocan para llamar
la atención de los pusilánimes, como que Charlie Chaplin o la familia imperial
habían sido pasajeros habituales.
Construido allí al lado, en 1930, con técnicas de seguridad muy estrictas y
sobredimensionadas para la época, cuando la sombra del Titanic y la pretensión
de crear barcos insumergibles, obligó a incorporar el concepto de
« compartimientos estancos » bajo la línea de flotación (algo
incomprensible para quién, desde el secano, los estancos eran otra cosa) ya
sugerido en el memorándum que presentase Joseph Conrad, en su ingeniosa
demostración de la resistencia a los desastres de las latas de té pequeñas,
dentro de otra más grande. Compartimientos estancos pues, y chapas de acero
protectoras del enemigo invisible, iceberg o arrecifes, y que servirían después
para salvar el barco este, al menos en las tres ocasiones en que las minas
estallaron en sus costados.
Barco de pasaje y de carga, 350 viajes entre Yokohama u Osaka, y Seattle,
centenares de miles de pasajeros, y solo en sus comienzos.
Barco hospital durante la segunda guerra mundial, después barco escoba para
recoger, decenas de miles de soldados, los restos del ejército imperial, para
reiniciar en la postguerra sus singladuras comerciales, hasta el advenimiento
imparable de la aviación civil. Más tarde hotel y restaurante, albergue
juvenil, bar de copas y ahora museo flotante.
Hoy, declarado Propiedad de Interés Histórico o algo así, permanece anclado
en el puerto que lo vio nacer hace casi un siglo, después de haber sido útil
para salvar miles de vidas y de haber dado satisfacción, y arruinado a
sucesivos propietarios, a los que ha sobrevivido para hablarnos sobre el
pathos, el destino , y el romanticismo aventurero que seguimos atribuyendo a
los hombres del mar.
Acepté como algo inevitable la imposibilidad de visitarlo por dentro, al
ser un museo de temporada estival. El haber descubierto, más tarde, que le han
retirado las hélices, supongo que para convertirlo en un barco que no pueda
escapar a través de la niebla, me pareció una crueldad injustificable.
Siento no disponer de otra vida, para regresar y recorrer su cubierta y
asomarme al mar desde ella, aunque supongo que no dejaría de ser doloroso, al
ser consciente de que La reina del Pacifico Norte, es solamente un animal que
ha sido castrado y disecado, aunque siga presumiendo de hermosura intemporal.
Espero que esta buena gente siga considerándola, al menos, como algo más
que un pecio flotante.
Sic transit gloria mundi, dicen.
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