
Cuando subes una colina solo puede suceder
una cosa nada insólita, y es que al descender por el lado contrario vuelvas a
encontrarte en el nivel del terreno donde comenzaste, el tuyo propio.
El afán del viajero, ahora que puede
desplazarse a cualquier lugar del globo con relativa facilidad, queda en
entredicho al constatar que a partir de una determinada distancia de tu casa,
solo puedes volver a acercarte a ella. Quizás sea ese límite, por el este y el
oeste, por el norte y por el sur, el que te prueba lo insignificante de tu
ambición de viajero, por muy lejano que pretendas tu destino. Japón en este
caso.
Un lugar tan diferente que, inmediatamente,
debes olvidar cualquier intento de
compararlo con tu entorno cultural o humano. Hasta el paisaje, teñido del verde
interminable de los arces, del discretamente más oscuro del gingco, de los
cambiantes tonos pastel de los campos de arroz, junto al rumor perenne del agua
corriendo a tu lado, arroyos , a veces torrenciales, atravesando ciudades,
jardines y cualquier templo que se precie, con sus barbos multicolores
diciéndote en sus silentes bocazas que no eres más que un guiri, un gaijin
extraño y siempre bienvenido. Inevitable la añoranza del agua, y su ominosa
ausencia en tu tierra, donde tienes que ascender ochocientos o mil kilómetros
hacia el norte, para poder comprobar lo agradable que resulta su
proximidad –la vida- acariciando la
tierra , alimentándola.

Son muy religiosos, o al menos lo aparentan,
y tanto budistas como sintoístas me muestran unos ritos harto familiares,
bastante cercanos a los practicados desde mi infancia, el agua bendita a la
entrada del templo- ellos la beben, además- y su circunloquio bastante más
sofisticado que el hacer con ella en los dedos el signo de la cruz. El incienso
aromático y purificador al albedrío del feligrés que aporta su cartucho, y lo
enciende en la vasija comunitaria, las bujías , pequeñas velas que recoges del
estante, previa limosna, y enciendes junto a la hornacina, del santo de tu
devoción.
Quizás
esta sea la primera gran diferencia, aparte de la ausencia de injerencias por
parte de un clero invisible, el que las figuras de las divinidades sean
discretamente antropomorfas, pero sin rostros precisos o diferenciados, tan
solo las que representan animales, enviados celestes, muestran el detalle y el
diseño del artista que las ha forjado, garzas, monos y zorros, rodeados por
ciervos auténticos, te acompañan con insistencia a lo largo de tus visitas. Las
procesiones festivas, los matsuris en los que las carrozas, y los tronos
ostentosos, con decenas de costaleros, te hacen sentir aquello del principio,
que has dado la vuelta al planeta para volver a encontrar algo idéntico a lo
que dejaste en casa. Tan solo echo de menos algo, en este revival politeista, las monjitas. No tienen.
Más de lo mismo en la calle, estatura similar
a la nuestra, casi nuestro color, al
menos el de los que somos del sur, y un
pelo liso, oscuro y resistente, hasta el punto de que el exotismo de mi calva
fuese motivo de hilarante diversión para adolescentes, en alguna ocasión, No
habían visto nunca un calvo.

Hay algo que me sorprende y extraña, la
presencia frecuente de ancianos, la mayoría mujeres, deambulando con la columna
curvada y rígida, una anquilopoyesis feroz que
convierte la verticalidad de la columna espinal en un recuerdo lejano.
Prosiguen su camino con la mayor naturalidad, cargados con bolsas, o empujando
el carrito de la compra o el propio de su oficio. Y ahí es cuando aterrizo,
cuando extrapolo a los octogenarios y nonagenarios europeos, a los que no suelo
ver en la calle, porque no trabajan con esas edades y menos con esas
limitaciones físicas. Supongo que en Japón trabajan hasta el fin de sus días,
que no existe la jubilación tal como la entendemos, y que ese destino siempre
será mejor que el de convertirse en comida como en Soylent Green, la peli donde
Edgar G. Robinson se despedía de todos, en el cine y en la vida. Inevitable la
imposibilidad de establecer cualquier tipo de comparación, tan solo asumir la
diferencia.

Y hablando de Edgar G. Robinson, la victima
infinita de “La mujer del cuadro” aquel Fritz Lang recién aterrizado en
Hollywood, he podido ver durante el interminable y mortificante vuelo de ida
–el de vuelta fue peor, al carecer del factor sorpresa o novedad- la estupenda
película “Trumbo”, donde descubro una faceta desconocida de este actor, la de
comunista relapso, la de mecenas de la progresía y a la vez la de traidor en el
infierno. “Usted puede seguir escribiendo y firmar con otro nombre” –le espeta
a Dalton Trumbo, que había ganado el Óscar con “Vacaciones en Roma”, usando un
hombre de paja- “Usted puede hacerlo, pero yo solo tengo esta cara, este
rostro, y si dejo de actuar, dejaré de
comer”.
O algo así, que me descoloca la historia, puesto que siempre creí que
fue Elia Kazan el único en delatar todo lo delatable. Parece ser que también
Robinson, y que John Wayne estaban en el lado de los malos en la vida real,
mientras que Kirk Douglas iba de héroe, por aquello de que era Espartaco. Muy
bien la peli, estupendo personaje el de Trumbo, a pesar del maniqueísmo
habitual, y de la cargante presencia de Helen Mirren, que también sale en “Eye
in the sky”, infumable película bélica, de las guerras de ahora, y en
“Hitchcock” , donde ya la tuve que apagar, menudo tostón.
Comprendo que están
en la cresta, pero media docena de películas al año no benefician a ningún
actor, por muy bueno que sea. Al final parece que estas viendo una película
española, donde los actores suelen interpretarse a si mismos, salvo rarísimas
excepciones.

Ciertos viajes como este me recuerdan a las
motocicletas. Cuando ya tienes dinero para comprarla, la “Electra Glide”
resulta que ya no tienes edad para disfrutarla. Ahora sucede lo mismo. Dispones
del dinero para pasearte unos días por uno de los países más ricos, y caros,
del mundo, pero adicionalmente necesitas una energía y un entrenamiento que ya
está bastante lejos del que disfrutabas a los veinte años, cuando levantarte al
amanecer, las cinco de la mañana en Tokyo, y patear la ciudad a lo largo de
catorce horas te hubiese servido exclusivamente para lamentarte de que la
jornada hubiese sido tan corta. Ahora descubres que la mochila es un invento
genial e imprescindible si quieres disponer de libertad en los dos brazos, y
descubres que aunque la batería se te agota en las primeras horas de la tarde,
una vez recargada te dura cada día un rato más, entrenamiento físico que hace
despreciable el gimnasio, cuando puedes mover las piernas y el corazón durante
etapas que habrías considerado insalvables, quince días atrás. Aún así, la
querencia de la hora de cenar y el agotamiento que conduce a la cama
inconscientemente, te hacen añorar esa edad en la que los limites físicos
quedarían conjurados sobradamente por el deseo, por las ganas de seguir
adelante. Supongo que no se puede tener todo. Y no me quejo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Opinar es una manera de ejercer la libertad.