Anoche soñé que volvía a Manderley. Estaba ante la verja de
hierro. Pero no podía entrar. Entonces, me imbuyó un poder sobrenatural, y
atravesé la verja. El sendero serpenteaba y se retorcía y vi. que había
cambiado, la naturaleza recuperaba otra vez su lugar invadiéndolo con sus
tenaces dedos. El sendero se retorcía más y más. Y al final estaba Manderley.
Sus muros seguían perfectos. La luz de la luna, engañosa me hizo ver luz en las
ventanas. Pero una nube tapó la luna como una mano sombría. La ilusión se fue
con ella. Era un caparazón abandonado sin susurros del pasado. No podemos
volver a Manderley. Pero yo vuelvo en sueños...
Siempre que regreso de vacaciones, por reducidas que sean,
me encuentro retornando a Manderley. Recreando en primera persona, como en la
peli de Hitchcock, la historia desgraciada de la mansión y de los malos ratos
que hizo pasar a la protagonista, que nunca se llamó Rebeca, a pesar de lo cual
no olvido nunca una rebequita cuando salgo por las tardes, a sabiendas de que
el frescor nocturno la va a hacer necesaria casi todo el año.
Vuelves a tu entorno una y otra vez, y sueñas ese regreso en
cada vida que empiezas una y otra vez, interminablemente, en ese renacer
infinito en que la imaginación transforma la eternidad. Algo tan cierto y
efímero como la propia memoria, inaccesible a las vidas anteriores y a las
sucesivas y, seguramente, tan ficticia como ellas.
Pero esa Manderley sigue presente en cada uno, ese castillo
a veces tenebroso, a veces luminoso, iluminado por el reflejo de los setos y
las flores de su jardín, simboliza el proyecto en que has embarcado tus días,
esperanzado en que tu esfuerzo lo haga
brillar hasta el extremo de satisfacer la admiración ajena y el ego propio, que
suelen ir aparejados. Y si no consigues marcar en su historia el instante sublime, el punto de mayor gloria
en su trayectoria, al menos si el mantener su prestigio como lugar donde sus
propietarios, lo somos todos, han sido felices en alguna ocasión, al extremo de
recordarla como el lugar al que la memoria, los sueños, gustan regresar.
Sucede que en la película, y en la novela, como en la vida,
ese hogar ancestral puede tener incrustado un espíritu maligno, al que no
descubres hasta que es demasiado tarde para conjurarlo sin que previamente te
haya hecho daño. Y ello en el caso de que dispongas de una conjura, de un
exorcismo adecuado, que estos últimamente no los encuentras en las buenas
ferreterías, ni en las tiendas de bricolaje.
Te haces la ilusión de que en la próxima vida, la próxima e
inexistente ocasión, no te dejaras embaucar otra vez, y así vas tirando hasta
que termina tu argumento.
Esa ama de llaves malvada, esa Sra. Denvers, te hace la vida
imposible una y otra vez, te arruina cualquier posibilidad de que el trabajo
progrese adecuadamente, y te saca a relucir vicios y defectos morales que jamás
soñaste poseer.

La malvada gobernanta, no solo simboliza los vicios y
pasiones de los crápulas que controlan las llaves y el peculio de todo el país, sino que intentan
ocultar sus deseos impuros, y relaciones pecaminosas, realizadas y registradas una
y otra vez a la vista de todos, y por si fuese poco están dispuestos a quemar
la mansión con ellos dentro si fuese menester. No sería la primera vez. Y
tampoco lo sería únicamente en la ficción.

Es de suponer que, hasta la pobre chica de la película, a
pesar del final feliz, no va a ser en
absoluto feliz el resto de sus días, después de lo mal que han hecho pasar a la
criatura los noventa minutos precedentes. Noventa minutos, noventa días que
afortunadamente estamos dentro de la otra sala oscura, o los noventa años que
nos van a hacer malvivir para
demostrarnos que la autentica Rebeca, la ex, tampoco hizo bien quitándose de en
medio de aquella manera.
- Sra. Denvers.
Quiero que se deshaga de todo esto.
- Son las cosas de la Sra. de Winter.
- Ahora soy yo la Sra. de Winter.
- Son las cosas de la Sra. de Winter.
- Ahora soy yo la Sra. de Winter.
¡JÁ!
P.D.- Ciertamente hay otros mundos, otras posibilidades, que
están también dentro de este. Lecciones que, sin obviar las de la experiencia,
hasta el cine y la buena literatura
-Daphne de Maurier en este caso- nos ofrecen de vez en cuando.
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