miércoles, 19 de abril de 2017

UN MANDERLEY IGNÍFUGO.-




 
Anoche soñé que volvía a Manderley. Estaba ante la verja de hierro. Pero no podía entrar. Entonces, me imbuyó un poder sobrenatural, y atravesé la verja. El sendero serpenteaba y se retorcía y vi. que había cambiado, la naturaleza recuperaba otra vez su lugar invadiéndolo con sus tenaces dedos. El sendero se retorcía más y más. Y al final estaba Manderley. Sus muros seguían perfectos. La luz de la luna, engañosa me hizo ver luz en las ventanas. Pero una nube tapó la luna como una mano sombría. La ilusión se fue con ella. Era un caparazón abandonado sin susurros del pasado. No podemos volver a Manderley. Pero yo vuelvo en sueños...

Siempre que regreso de vacaciones, por reducidas que sean, me encuentro retornando a Manderley. Recreando en primera persona, como en la peli de Hitchcock, la historia desgraciada de la mansión y de los malos ratos que hizo pasar a la protagonista, que nunca se llamó Rebeca, a pesar de lo cual no olvido nunca una rebequita cuando salgo por las tardes, a sabiendas de que el frescor nocturno la va a hacer necesaria casi todo el año.
Vuelves a tu entorno una y otra vez, y sueñas ese regreso en cada vida que empiezas una y otra vez, interminablemente, en ese renacer infinito en que la imaginación transforma la eternidad. Algo tan cierto y efímero como la propia memoria, inaccesible a las vidas anteriores y a las sucesivas y, seguramente, tan ficticia como ellas.

 
Pero esa Manderley sigue presente en cada uno, ese castillo a veces tenebroso, a veces luminoso, iluminado por el reflejo de los setos y las flores de su jardín, simboliza el proyecto en que has embarcado tus días, esperanzado en  que tu esfuerzo lo haga brillar hasta el extremo de satisfacer la admiración ajena y el ego propio, que suelen ir aparejados. Y si no consigues marcar en su historia  el instante sublime, el punto de mayor gloria en su trayectoria, al menos si el mantener su prestigio como lugar donde sus propietarios, lo somos todos, han sido felices en alguna ocasión, al extremo de recordarla como el lugar al que la memoria, los sueños, gustan regresar.

Sucede que en la película, y en la novela, como en la vida, ese hogar ancestral puede tener incrustado un espíritu maligno, al que no descubres hasta que es demasiado tarde para conjurarlo sin que previamente te haya hecho daño. Y ello en el caso de que dispongas de una conjura, de un exorcismo adecuado, que estos últimamente no los encuentras en las buenas ferreterías, ni en las tiendas de bricolaje.
Te haces la ilusión de que en la próxima vida, la próxima e inexistente ocasión, no te dejaras embaucar otra vez, y así vas tirando hasta que termina tu argumento.

Esa ama de llaves malvada, esa Sra. Denvers, te hace la vida imposible una y otra vez, te arruina cualquier posibilidad de que el trabajo progrese adecuadamente, y te saca a relucir vicios y defectos morales que jamás soñaste poseer.

El centro de trabajo, la administración pública, el barrio y la ciudad donde resides, es tu castillo de Manderley, rodeado de muros de normas desfasadas y de portillos por donde los chantajistas y adúlteros de  película, los corruptos y los malos gestores, santificados todos por la legitimación de las urnas, o el consejo de la tribu, por las buenas o malas costumbres convertidas en salvoconducto, y por la inacción de quienes ven en el primero y más inútil de los siete velos sociales, el de lo políticamente correcto, la regla fundamental del juego, la de mantener las apariencias mientras ello sea posible, mejor  si es para siempre.

La malvada gobernanta, no solo simboliza los vicios y pasiones de los crápulas que controlan las llaves y  el peculio de todo el país, sino que intentan ocultar sus deseos impuros, y relaciones pecaminosas, realizadas y registradas una y otra vez a la vista de todos, y por si fuese poco están dispuestos a quemar la mansión con ellos dentro si fuese menester. No sería la primera vez. Y tampoco lo sería únicamente en la ficción.

Lo único que me sigue pareciendo admirable, es la capacidad del espectador para valorar la excelencia en la actuación del malo, el oscar mejor merecido de la historia, el de Judith Anderson, y el seguir lapidando-mentalmente, claro- a los responsables del incendio, a los que hacen inhabitable Manderley tras cada regreso, como si todas tus vidas posibles estuvieran encerradas en esta que nos ha tocado, y solo podamos lamentarnos de manera interminable. Y solamente eso.

Es de suponer que, hasta la pobre chica de la película, a pesar del final feliz,  no va a ser en absoluto feliz el resto de sus días, después de lo mal que han hecho pasar a la criatura los noventa minutos precedentes. Noventa minutos, noventa días que afortunadamente estamos dentro de la otra sala oscura, o los noventa años que nos van a hacer malvivir  para demostrarnos que la autentica Rebeca, la ex, tampoco hizo bien quitándose de en medio de aquella manera.

    - Sra. Denvers. Quiero que se deshaga de todo esto.
- Son las cosas de la Sra. de Winter.
- Ahora soy yo la Sra. de Winter
.

¡JÁ!


P.D.- Ciertamente hay otros mundos, otras posibilidades, que están también dentro de este. Lecciones que, sin obviar las de la experiencia, hasta el cine y la buena literatura  -Daphne de Maurier en este caso- nos ofrecen de vez en cuando.

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