La mejor novela publicada en el 15 y
posiblemente en la década, no importa en cual, según todas las
listas de los consejeros espirituales en los que, todavía, fiamos
los adictos a este vicio de vampirizar el pensamiento o la palabra
ajena, a través de sus escritos.
Reconozco que la he leído entera, a
pesar de mi reticencia inicial, y de un par de intentos de
autoflagelación repitiéndome aquello de que no es bueno perder mi
tiempo, precioso y finito, con historias que no me van a dar
dividendos ni ampliación de capital, ni enriquecer lo más mínimo
mi pensamiento.
Bien. Pudo conmigo y llegué hasta el
final, previsible por avisado, con esos spoiler que algunos autores
colocan estratégicamente para soplarte desde el principio los puntos
cumbres del relato provocando tu morbo, va a haber atracos y
asesinatos, y el final no te va a dejar mal sabor de boca “como
luego se verá”, y en el mientras te vas situando en ese entorno
tan familiar y cercano, la pequeña y decadente ciudad del medio
oeste, o del alto este, es igual, americano, donde la descripción de
los personajes , absolutamente anodinos e intrascendentes, te van a
tener arrebatadamente entretenido, casi tanto como lo han hecho con
el autor, en las innumerables horas, días y semanas transcurridas en
alguna hemeroteca local revisando la prensa de aquellos años
relatados después, y extrayendo notas, tópicos locales, políticos
o económicos, que embadurnaran de verosimilitud la crónica de un
suceso menor extendida hasta una superficie equivalente a los
billetes que componen el premio Pulitzer, mejor en billetes pequeños,
que cunden más. Si el autor ya ha recibido el prestigioso talón por
alguna obra anterior, mejor.
Hay que considerar el nuevo trabajo como
una extensión del glorioso dia de la independencia, o del que vendrá
después, de lectura obligada para medio planeta, el que cree todavía
en que la novela de no ficción consiste en convertir el mulchin y
estiércol viejo, que suele ser el bueno, en un inestimable abono
para las neuronas poco exigentes, dosificando el corta y pega, y la
perorata, en ese estilo tan brillantemente descriptivo del autor en
cuestión.
Ciertamente, me ha recordado a Capote,
y a su obra magna: “A sangre fría” desde la tercera página. Y
la comparación, tan odiosamente inevitable, ha favorecido otra vez
al maestro del crimen banal, a la tragedia local, la molesta avispa
que, insensata ella, no tuvo en cuenta la alergia de que era
portadora la familia aquella que estaba de picnic, y cuyo terrible
final dio motivo suficiente al privilegiado atleta que encabezaba el
equipo de cualquier editorial postinera, para vendernos, otra vez, el
reflejo literario de la inanidad inherente a la sociedad de allí y
de entonces. Nada por aquí y nada por allí.
Y veo mi error de jumento tropezando
dos veces en la misma piedra, al recordar aquel titulo del autor, una
de sus obras maestras, que me dejase tan perplejamente enganchado
como para no dar importancia a haber perdido el libro cuando iba por
la mitad, o mostrar signos de desinterés, es decir ingratitud, a
quien lo recuperó para mi, colocándolo después en el lugar donde
los condenados esperan que les llegue el día y la hora en que sus
paginas se convertirán en ceniza mientras las letras ascienden hacia
el cielo, el limbo de los inocentes en el mejor de los casos.
Realmente faulkeriano su estilo,
maravillosas descripciones de lugares y personajes perfectamente
olvidables, tan brillantes como intrascendentes para el lector. Este.
Por si tuviese alguna duda al respecto,
veo que el autor ha sido también premiado con el Princesa de
Asturias de las letras. Me rindo.
Siempre me vienen a la memoria las
condiciones que imponía Oscar Wilde a cualquier escritor, el tener
algo que decir y el hacerlo. Nada más.
Después he ido tomando conciencia de
que son condiciones imprescindibles pero nunca suficientes. De ser
ciertas, al menos uno de cada diez libros publicados se convertirían
en dignos de lectura y de conservación. Y resulta que no.
Hace poco leí a un escritor español,
quien añadía otra condición complementaria, perfeccionando el
aserto de Wilde y convirtiéndolo en irrefutable, y es la de hacerlo
bien. Si no está bien escrito, no hay nada que hacer, no merece la
pena perder el tiempo en intentarlo, sea escribirlo o leerlo. Pero es
que la inicial resulta fundamental, el tener algo que decir, una idea
genuina del escritor que pueda servir, o al menos alegrar, el alma de
sus lectores.
En este sentido, y suele suceder con
demasiada frecuencia, novelas como Canadá te hacen pensar si
realmente te han contado algo, y si ese algo puede tener para ti el
mínimo interés que justifique su lectura. Aun asumiendo que está
bien escrito, posiblemente excepcionalmente escrito y estructurado, a
pesar de que los traductores hayan puesto sus palos en la rueda de la
carreta, con el beneplácito de los intocables, los editores que
supongo no se han rebajado a leer la obra en castellano, o al menos a
consultar asesores expertos. Bien pensado, es algo prescindible,
después de comprobar como se vende la enésima edición, en su
versión rústica o de bolsillo, después de estar dos o tres años ocupando los lugares superiores de superventas en su versión lujo o
cartoné.
Da un poco de rabia cuando el valor
principal, y quizás único, de la novela sea esa tercera condición,
la de estar presumiblemente bien escrita, y releer párrafos sin el
menor sentido sintáctico, que convierten en ininteligibles, pasajes
de un escritor poseedor de un estilo absolutamente limpio y
transparente.
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