sábado, 15 de julio de 2017

CANADÁ .-


Canadá” de Richard Ford.-

La mejor novela publicada en el 15 y posiblemente en la década, no importa en cual, según todas las listas de los consejeros espirituales en los que, todavía, fiamos los adictos a este vicio de vampirizar el pensamiento o la palabra ajena, a través de sus escritos.
Reconozco que la he leído entera, a pesar de mi reticencia inicial, y de un par de intentos de autoflagelación repitiéndome aquello de que no es bueno perder mi tiempo, precioso y finito, con historias que no me van a dar dividendos ni ampliación de capital, ni enriquecer lo más mínimo mi pensamiento.

Bien. Pudo conmigo y llegué hasta el final, previsible por avisado, con esos spoiler que algunos autores colocan estratégicamente para soplarte desde el principio los puntos cumbres del relato provocando tu morbo, va a haber atracos y asesinatos, y el final no te va a dejar mal sabor de boca “como luego se verá”, y en el mientras te vas situando en ese entorno tan familiar y cercano, la pequeña y decadente ciudad del medio oeste, o del alto este, es igual, americano, donde la descripción de los personajes , absolutamente anodinos e intrascendentes, te van a tener arrebatadamente entretenido, casi tanto como lo han hecho con el autor, en las innumerables horas, días y semanas transcurridas en alguna hemeroteca local revisando la prensa de aquellos años relatados después, y extrayendo notas, tópicos locales, políticos o económicos, que embadurnaran de verosimilitud la crónica de un suceso menor extendida hasta una superficie equivalente a los billetes que componen el premio Pulitzer, mejor en billetes pequeños, que cunden más. Si el autor ya ha recibido el prestigioso talón por alguna obra anterior, mejor. 

Hay que considerar el nuevo trabajo como una extensión del glorioso dia de la independencia, o del que vendrá después, de lectura obligada para medio planeta, el que cree todavía en que la novela de no ficción consiste en convertir el mulchin y estiércol viejo, que suele ser el bueno, en un inestimable abono para las neuronas poco exigentes, dosificando el corta y pega, y la perorata, en ese estilo tan brillantemente descriptivo del autor en cuestión.
Ciertamente, me ha recordado a Capote, y a su obra magna: “A sangre fría” desde la tercera página. Y la comparación, tan odiosamente inevitable, ha favorecido otra vez al maestro del crimen banal, a la tragedia local, la molesta avispa que, insensata ella, no tuvo en cuenta la alergia de que era portadora la familia aquella que estaba de picnic, y cuyo terrible final dio motivo suficiente al privilegiado atleta que encabezaba el equipo de cualquier editorial postinera, para vendernos, otra vez, el reflejo literario de la inanidad inherente a la sociedad de allí y de entonces. Nada por aquí y nada por allí.

Y veo mi error de jumento tropezando dos veces en la misma piedra, al recordar aquel titulo del autor, una de sus obras maestras, que me dejase tan perplejamente enganchado como para no dar importancia a haber perdido el libro cuando iba por la mitad, o mostrar signos de desinterés, es decir ingratitud, a quien lo recuperó para mi, colocándolo después en el lugar donde los condenados esperan que les llegue el día y la hora en que sus paginas se convertirán en ceniza mientras las letras ascienden hacia el cielo, el limbo de los inocentes en el mejor de los casos.

Realmente faulkeriano su estilo, maravillosas descripciones de lugares y personajes perfectamente olvidables, tan brillantes como intrascendentes para el lector. Este.
Por si tuviese alguna duda al respecto, veo que el autor ha sido también premiado con el Princesa de Asturias de las letras. Me rindo.

Siempre me vienen a la memoria las condiciones que imponía Oscar Wilde a cualquier escritor, el tener algo que decir y el hacerlo. Nada más.
Después he ido tomando conciencia de que son condiciones imprescindibles pero nunca suficientes. De ser ciertas, al menos uno de cada diez libros publicados se convertirían en dignos de lectura y de conservación. Y resulta que no.
Hace poco leí a un escritor español, quien añadía otra condición complementaria, perfeccionando el aserto de Wilde y convirtiéndolo en irrefutable, y es la de hacerlo bien. Si no está bien escrito, no hay nada que hacer, no merece la pena perder el tiempo en intentarlo, sea escribirlo o leerlo. Pero es que la inicial resulta fundamental, el tener algo que decir, una idea genuina del escritor que pueda servir, o al menos alegrar, el alma de sus lectores.

En este sentido, y suele suceder con demasiada frecuencia, novelas como Canadá te hacen pensar si realmente te han contado algo, y si ese algo puede tener para ti el mínimo interés que justifique su lectura. Aun asumiendo que está bien escrito, posiblemente excepcionalmente escrito y estructurado, a pesar de que los traductores hayan puesto sus palos en la rueda de la carreta, con el beneplácito de los intocables, los editores que supongo no se han rebajado a leer la obra en castellano, o al menos a consultar asesores expertos. Bien pensado, es algo prescindible, después de comprobar como se vende la enésima edición, en su versión rústica o de bolsillo, después de estar dos o tres años ocupando los lugares superiores de superventas en su versión lujo o cartoné. 

Da un poco de rabia cuando el valor principal, y quizás único, de la novela sea esa tercera condición, la de estar presumiblemente bien escrita, y releer párrafos sin el menor sentido sintáctico, que convierten en ininteligibles, pasajes de un escritor poseedor de un estilo absolutamente limpio y transparente. 
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