miércoles, 12 de julio de 2017

LECTIO INTERRUPTUS.- O RICOMINCIAMO (Según Pappalardo).




Como podría ser de otra manera- siempre lo es- y no fue, los libros quedan apilados en los meses fríos, durante los cuales el trabajo intenso y la escasa luminosidad de las cortas horas diurnas nos sitúan en la necesidad de envidiar e imitar en lo posible a la marmota Phil, guardando reposo-también mental- y atesorando energía para malgastarla a partir del momento en que la criatura tenga que anunciar el fin del invierno. Momento que coincide ineluctablemente con el comienzo del verano, aunque sigan culpando al periódico fenómeno del Niño los no creyentes, y al calentamiento global los fervorosos del cambio climático, el hecho de que las estaciones han quedado reducidos a dos, obviamente las más crudas y crueles, el invierno y el verano.



Y ello es ahora -voy retrasado- cuando la hojarasca y los restos de la poda apilados en el patio, esperan el fuego de San Juan, la purificación de los detritus domésticos de los últimos seis meses en su versión tradicional, haciendolo mansamente acumulados, cubiertos de hierba y ramas todavía frescas, para otorgar a la luminaria su humareda complementaria que la hará visible e incluso olible, por parte de los servicios antiincendios que no permiten semejante riesgo sin estar asociado a la barbacoa de rigor o a la tradición medieval de ahuyentar los demonios con el medio que ellos creen de su exclusiva propiedad, el fuego.



Los libros participan inevitablemente en el evento, saben que fueron fabricados para ese fin, entre otros, y que los inquisidores, los nacionalsocialistas, y los directores espirituales, siempre han tenido a bien, exterminarlos en la pira, por un quítame allá titulo, autor o estilo inconvenientes, sin olvidar el necesario aclaramiento de las estanterías- Billy- para liberarlas de esos indeseables ocupas que han ido colonizando imperceptible e incansablemente los lugares donde su obstinada presencia los hace reos de hoguera.



Afortunadamente, el hecho de espigar entre las semillas de centeno, con o sin cornezuelo, que se han colado en el trigal, me hace enfrentarme a libros que he ido acumulando, objetos de deseo lector, que van ubicándose en la interminable lista de espera donde guardan cola rigurosa, llegando a perderse como los últimos campesinos de las hileras que mostraba Einsenstein en los paisajes rusos, trasladadas después por Malraux a la Sierra de Teruel, serpientes zigzagueantes que se pierden en el punto de fuga de la imagen, y que te vienen a recordar aquello de que el tiempo será todo lo infinito que quieran los físicos, pero la vida es corta, según se mira desde dentro, y el deber del lector es el de mantener viva la llama que no arde, la del conocimiento.



Así que vuelvo a extraer algunos cuya próxima obsolescencia los coloca en riesgo de caducidad inminente, y otros cuya deuda contraída los hace acreedores de un interés compuesto que me va a llevar a la cárcel –la del juego de la Oca- vebigratia la saga del señor de la magdalena en el jardín de su tía, o la interminable y circular ruta, con un riñón en el bolsillo, del epígono irlandés de nuestro Quijote. Novelitas al fin y al cabo, de relectura tan aconsejable como sea de largo el tiempo transcurrido desde la anterior. Al fin y al cabo ahora soy otro lector totalmente diferente de aquel que acarició sus hojas con una edad no apta para su completo aprovechamiento.



Comienzo la temporada con títulos que se han consagrado durante los últimos años como lo mejor de lo publicado, a criterio de los críticos -error- para comprobar que mis sospechas sobre su relación pecaminosa con las editoriales suelen ser absolutamente ciertas, concretamente las referidas al noveno mandamiento, adúlteros irremisos, por más que me jurasen amor eterno e imparcialidad en sus falaces comentarios sobre literatura ajena, que la propia queda reducida a esos sueltos en la paginas culturales y a las reseñas de las fajas y solapas con las que terminan embaucando a ciertos incautos, como un servidor.



Y conste que el espanto de los que figuran en las listas de superventas ya me hace dar un rodeo cuando tengo que soportarlos en los estantes del súper, o de las librerías convertidas en supermercado de libros, donde te pasas horas dando vueltas, buscando ideas, conocimiento, cultura o incluso arte, y solo encuentras columnas de tochos de papel, candidatos a las hogueras de San Juan, y vendedores amables que solo saben decir “no”, en cinco idiomas, sonriendo, después de estar un rato hurgando en la pantalla del PIC, la que les confirma que no hay ediciones recientes, ni honestas, de este o de aquel. (Cliente este, raro y molesto, de los que te dan trabajo y no compran nada, y te dejan sin despedirse y sin facilitarte los datos, su filiación completa, cuenta bancaria y número de la taquilla del campamento militar inclusive, para que le tengamos informado de los próximos lanzamientos, cosa que tampoco está dispuesto a creer, por la mueca sardónica que esboza en su rostro, antes de perderse en la lejanía, quizás para siempre. Snif).

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