Como podría ser de otra manera-
siempre lo es- y no fue, los libros quedan apilados en los meses fríos,
durante los cuales el trabajo intenso y la escasa luminosidad de las
cortas horas diurnas nos sitúan en la necesidad de envidiar e imitar
en lo posible a la marmota Phil, guardando reposo-también mental- y
atesorando energía para malgastarla a partir del momento en que
la criatura tenga que anunciar el fin del invierno. Momento que coincide
ineluctablemente con el comienzo del verano, aunque sigan culpando al
periódico fenómeno del Niño los no creyentes, y al calentamiento
global los fervorosos del cambio climático, el hecho de que las
estaciones han quedado reducidos a dos, obviamente las más crudas y
crueles, el invierno y el verano.
Y ello es ahora -voy retrasado- cuando
la hojarasca y los restos de la poda apilados en el patio, esperan el
fuego de San Juan, la purificación de los detritus domésticos de
los últimos seis meses en su versión tradicional, haciendolo
mansamente acumulados, cubiertos de hierba y ramas todavía frescas,
para otorgar a la luminaria su humareda complementaria que la hará
visible e incluso olible, por parte de los servicios antiincendios
que no permiten semejante riesgo sin estar asociado a la barbacoa de
rigor o a la tradición medieval de ahuyentar los demonios con el
medio que ellos creen de su exclusiva propiedad, el fuego.
Los libros participan inevitablemente
en el evento, saben que fueron fabricados para ese fin, entre otros,
y que los inquisidores, los nacionalsocialistas, y los directores
espirituales, siempre han tenido a bien, exterminarlos en la pira,
por un quítame allá titulo, autor o estilo inconvenientes, sin
olvidar el necesario aclaramiento de las estanterías- Billy- para
liberarlas de esos indeseables ocupas que han ido colonizando
imperceptible e incansablemente los lugares donde su obstinada
presencia los hace reos de hoguera.
Afortunadamente, el hecho de espigar
entre las semillas de centeno, con o sin cornezuelo, que se han
colado en el trigal, me hace enfrentarme a libros que he ido
acumulando, objetos de deseo lector, que van ubicándose en la
interminable lista de espera donde guardan cola rigurosa, llegando a
perderse como los últimos campesinos de las hileras que mostraba
Einsenstein en los paisajes rusos, trasladadas después por Malraux a
la Sierra de Teruel, serpientes zigzagueantes que se pierden en el
punto de fuga de la imagen, y que te vienen a recordar aquello de
que el tiempo será todo lo infinito que quieran los físicos, pero
la vida es corta, según se mira desde dentro, y el deber del lector
es el de mantener viva la llama que no arde, la del conocimiento.
Así que vuelvo a extraer algunos cuya
próxima obsolescencia los coloca en riesgo de caducidad inminente, y
otros cuya deuda contraída los hace acreedores de un interés
compuesto que me va a llevar a la cárcel –la del juego de la Oca-
vebigratia la saga del señor de la magdalena en el jardín de su
tía, o la interminable y circular ruta, con un riñón en el
bolsillo, del epígono irlandés de nuestro Quijote. Novelitas al fin
y al cabo, de relectura tan aconsejable como sea de largo el tiempo
transcurrido desde la anterior. Al fin y al cabo ahora soy otro
lector totalmente diferente de aquel que acarició sus hojas con una
edad no apta para su completo aprovechamiento.
Comienzo la temporada con títulos que
se han consagrado durante los últimos años como lo mejor de lo
publicado, a criterio de los críticos -error- para comprobar que mis
sospechas sobre su relación pecaminosa con las editoriales suelen
ser absolutamente ciertas, concretamente las referidas al noveno
mandamiento, adúlteros irremisos, por más que me jurasen amor
eterno e imparcialidad en sus falaces comentarios sobre literatura
ajena, que la propia queda reducida a esos sueltos en la paginas
culturales y a las reseñas de las fajas y solapas con las que
terminan embaucando a ciertos incautos, como un servidor.
Y conste que el espanto de los que
figuran en las listas de superventas ya me hace dar un rodeo cuando
tengo que soportarlos en los estantes del súper, o de las librerías
convertidas en supermercado de libros, donde te pasas horas dando
vueltas, buscando ideas, conocimiento, cultura o incluso arte, y solo
encuentras columnas de tochos de papel, candidatos a las hogueras de
San Juan, y vendedores amables que solo saben decir “no”, en
cinco idiomas, sonriendo, después de estar un rato hurgando en la
pantalla del PIC, la que les confirma que no hay ediciones recientes,
ni honestas, de este o de aquel. (Cliente este, raro y molesto, de
los que te dan trabajo y no compran nada, y te dejan sin despedirse y
sin facilitarte los datos, su filiación completa, cuenta bancaria y
número de la taquilla del campamento militar inclusive, para que le
tengamos informado de los próximos lanzamientos, cosa que tampoco
está dispuesto a creer, por la mueca sardónica que esboza en su
rostro, antes de perderse en la lejanía, quizás para siempre. Snif).
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