Parece ser que, al menos para los
creyentes en el mundo científico, las estrellas no son lo que
parecen, son tan solo la luz que viaja en el espacio regalándonos el
recuerdo de aquellas extintas hace millones de años. Para hacerlo
todavía más sorprendente, nos quedamos sin conocer la fecha del
futuro y definitivo apagón de cada una de ellas. En todo caso,
algunos eones después de que la humanidad se haya marchado.
Hay otro tipo de estrellas, para los
creyentes en el mundo artístico que, además de tener mucho en común
con las celestiales, como su evolución dentro de la cuarta
dimensión, nos producen cierto tipo de prudente y reverente temor
al acercarnos a ellas, a su brillo majestuoso. Es el caso de Ingmar
Bergman, director teatral sueco que llevó sus obras y sus actores al
estudio de cine para iluminar desde allí, durante medio siglo el
panorama cinematográfico. Continuó haciéndolo después de
desaparecer, a través de guiones y obras de teatro inéditos,
gracias a la maestría en la dirección, heredada por su actriz
favorita, Liv Ullmann. Su luz sigue brillando, cegadoramente , y como
la de las estrellas del firmamento, podemos precisar el momento de su
origen pero nos resulta imposible, e inconcebible, poner una fecha a
la duración del destello.
Cineasta auspiciado por otros
directores, Víctor Sjostrom –inefable protagonista de “Fresas
salvajes” y Alf Sjober; inspirado por los dramaturgos Ibsen y
Strindberg, iluminado por la cámara de Steven Nyvist, y vestido con
las máscaras de actores como Gunnar Bjornstrand, Max Von Sydow,
Ingrid Thulin, Bibi Andersson, Harriet Anderson y Erland Josephson.
Nombres exóticos convertidos en rostros familiares de nuestro
universo cercano.
La impronta religiosa de todos sus
motivos, absolutamente humanos, inequívocamente marcados por la
metafísica luterana que impregnaría su infancia de hijo de pastor
protestante, se inmiscuye como base teatral en películas de temática
similar y de estética y planteamiento dramático comunes. El hombre,
su relación con otros semejantes cercanos, y la muerte. La desdicha
y los escasos medios de que disponemos para afrontarla.
El séptimo sello, 1957, y su partida
de ajedrez del caballero contra la muerte, establecen que hay algo
peor que el diablo y que el pecado, alguien que gana todas las
partidas.
Simultáneamente llegaron sus “Fresas
Salvajes” y con ella la consagración del director, a la vez que el
comienzo de la orientación de su obra hacia un público exigente y
adulto, ansioso de disfrutar historias que transmitiesen, al
espectador la necesidad de una reflexión sobre las vicisitudes de
los protagonistas y su extensión inevitable sobre las propias. Obra
cumbre sobre la mirada atrás de un anciano y su balance del pasado.
Esperanzadora y optimista meditación, magistral lección del
profesor al recomendarnos no marchar sin dar antes las gracias y
pedir disculpas por nuestros errores.
Después, sus películas no cesan de
ganar en intensidad dramática y en calidad visual. Los primeros
planos y los silencios generosamente intercalados en todas sus
historias crean una marca de fábrica que hace germinar innumerables
e insensatos imitadores. Obras de enorme densidad emocional, con
evidentes sobreactuaciones de actores prodigiosos. El rostro, El
silencio, Los comulgantes, Persona, La vergüenza, Pasión, Gritos y
Susurros, Secretos de un Matrimonio, o Cara a Cara, son títulos tan
aparentemente secos e impasibles como las historias que encierran,
tan lentos en su exposición como generosos en la psicología de sus
personajes.
Desgraciadamente limitadas a circuitos
especiales, a disposición de un público que se hace adicto a ellas,
o que las rechaza por aquello de que “el mensaje” no quedaba
suficientemente explicito o, quizás, no sienta necesidad de mensaje
alguno.
Inevitable compararlo con Faulkner, dos
genios que “solo” se atreven a contarnos aquello que mejor
conocen, su entorno cercano y sus recuerdos personales, que son la
arcilla que todo artista modela a lo largo de su vida. En ambos casos
gozan de un territorio propio creado por ellos. Sin embargo la isla
de Fárö no pertenece a ningún universo ficticio, es real, donde
vive y trabaja hasta su final Ingmar Bergman, y desde donde sigue
brillando su luz.
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El testimonio de Jaime (Ahora Jaume,
léase Yauma).-
Hubo un tiempo, de cuyas hogueras
todavía quedan rescoldos, en los que la película continuaba un rato
largo después de que se encendiesen las luces de la sala. Comenzaba
el debate propio del cine forum. Algún experto documentado se erigía
en moderador e iniciábamos una discreta, a veces apasionada,
tormenta de ideas sobre la película que habíamos visto, la
exquisitez de la fotografía o de los actores, o en ciertos casos
como el que relato, sobre el significado del guión, sobre el
mensaje que el director, Bergman, había intentado transmitirnos
infructuosamente.
La película era “La vergüenza”
“Skammen”, de 1968, y la reunión, en la sala de actos del
colegio mayor, un ensayo a las asambleas preconstitucionales que nos
entrenaban para pergeñar ideas propias y defenderlas a cualquier
precio, algo que pocos años después ya no haría falta, ni
defenderlas, ni mucho menos tener ideas propias.
El argumento era bastante deprimente,
en el sentido clásico de la tragedia, creo recordar, y su
comprensión presuntamente fácil dentro de la dramaturgia propia del
teatro filmado en blanco y negro. Los subtítulos todavía no habían
hecho acto de presencia en el cine comercial y los diálogos eran tan
parcos que nos pareció ciertamente normal su desaparición en los
minutos finales, mientras la barca se mueve lentamente entre la
bruma, con algún plano intercalado de los personajes supervivientes
a una guerra abstracta. Solo la contumacia del director al omitir
cualquier ruido ambiental, los remos, el fulgor lejano de
explosiones, también silentes, hasta la música incidental propia de
cualquier fin de fiesta. El silencio absoluto, que ya había dado
título a otra película suya en el 63.
No pudimos encontrar mejor motivo para
elevar aquel epílogo al corolario argumental que rubricaba la
intencionalidad del mensaje. Intencionalidad sobre la que disponíamos
de varias interpretaciones, razonadas, discrepantes, y justificadas
durante largos minutos, hasta el paroxismo y más allá, por aquellos
que veíamos clara la advertencia apocalíptica bergmaniana.
Estábamos a punto de concluir el
mitín, del que saldríamos como casi siempre con ideas divergentes
sobre la cuestión, pero reforzadas las propias dentro de la cabeza
de cada ponente, cuando apareció Jaime.
Perdón, Yauma, que era físicamente
parecido al Woody Allen de aquellos años, si bien algo más bajito y
quizás con gafas más discretas. Pertenecía al grupo de estudiantes
de telecomunicaciones, quienes habían asumido por principios de
lógica difusa, la responsabilidad técnica de la sala de
proyecciones. Era pues el proyeccionista que nos había servido el
espectáculo.
Tímidamente se acercó desde atrás y
tras varios intentos por hacerse oír en medio de las últimas
parrafadas estentóreas, pudimos escuchar su versión. Definitiva.
-Quería pediros disculpas, me temo que
sin querer, he dado con el codo a la palanca del sonido, y os he
dejado sin oír los cinco o diez últimos minutos. Si os parece,
rebobino y os los vuelvo a poner.
No hizo falta, ni de aceptar sus
disculpas, ni de comprobar la veracidad del mensaje que habíamos
inventado.
Marchamos cabizbajos, y aleccionados
sobre la incapacidad del ser humano para interpretar sensaciones que
escapan a sus sentidos. Ver más allá que tus ojos u oír cosas que
no escuchan tus oídos. Dejarte guiar por una mente que fía en la
intuición, en la agudeza y arte de ingenio -exclusiva de Gracián-
aquello que solo puede sostenerse con datos fidedignos.
Enseñanzas que, como podéis
comprobar, tampoco nos han servido de nada.
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