Flaubert. Madame Bovary 1856. La
educación sentimental 1869
Tolstoi. Ana Karenina 1877
Leopoldo Alas. La Regenta 1884
Eca de Queiroz. Los Maia 1888
Thomas Mann. Los Buddenbrook 1901. La
montaña mágica 1924
Fellini. I Vitelloni 1953
Los Maia. Eca de Queiroz. La última
novela.
Cuando uno se introduce en un universo
inexplorado, un intrincado y extenso lugar del que desconoce todas
sus claves, puede sentirse como cualquier personaje de Verne,
descubriendo un mundo exótico en el que se encuentra inmerso y, por
supuesto, perdido. En plena aventura.
Acaba de pasar ante mis ojos, una
abubilla en vuelo rasante, un nuevo espécimen que añadir a las aves
que merodean por el jardín. Con los murciélagos que deleitaban la
observación de nereidas hace dos noches, ya se acercan a la docena
las especies pajariles avistables, de los que el único exótico es
el que los mira disfrutando de su cercanía. Supongo que el
murciélago quizás pertenezca a otra categoría más próxima
todavía, y bien podría ayudarme en la imprescindible orientación
que voy a necesitar navegando por estos mares, o charcos, tan
cercanos como desconocidos.
Ya están harto desfasadas las
clasificaciones de los géneros literarios, tanto que recoger la
etiqueta impropia de novela naturalista o quizás realista, es de una
falsedad ostensible cuando uno se enfrenta al circulo intimo y
aristocrático de una familia portuguesa adinerada del XIX,
entendiendo que el naturalismo o el realismo quedarán siempre fuera
de las páginas que intenten retratarla. Un mundo feliz y exclusivo
para disfrute de la cúspide de esa pirámide social donde los
niveles inferiores, innumerables y superpoblados, son
sistemáticamente ignorados por los autores de estas novelas
inclasificables a las que hoy calificaríamos sencillamente como
obras de ficción, por tanto denostadas y dirigidas a a quienes
tienen necesidad de otra vida más ficticia que la propia, que ya son
ganas.
Ausente pues el pueblo llano, la saga
familiar, el rio literario por el que van a discurrir tres o hasta
cuatro generaciones de personajes, va encajonado en el pródigo
despilfarro donde se instalan sus protagonistas desde el primer
capitulo, cuando escuchamos manifestar al administrador su certeza de
que el patrimonio familiar no peligra por mucho que dilapiden sus
señoritos. Y este secretario y amigo, quizás sea el único al que
podamos asignar un trabajo real, un empleo eficaz, proveer libras y
countos de manera incansable a sus amos. El resto, cocheros,
prostitutas, aparceros o guardias, si son citados ocasionalmente,
siempre lo serán bajo el estigma de la suciedad, brutalidad o el
etilismo.
Pero es que, el lector exigente busca
siempre la pompa, la ostentación y el placer, y sabe donde
encontrarlo. Entre cretonas, paletós, cordobanes y reposteros,
palabras cuyo significado junto al de otras decenas de ellas, he
tenido que buscar en el diccionario, para poder olvidarlo
inmediatamente. Ni tan siquiera, los lujos de mil ochocientos han
resistido su avanzada edad, y las modas, efímeras por su sustancia,
todavía menos.
Y a pesar de todo, desde hace semanas,
sigo perdido dentro de esas calles lisboetas, de esas mansiones del
centro o de las afueras señoriales donde el spleen y el dinero
portugués se unieron, como casi siempre suelen hacer, para recrear a
su manera la decadencia imperial, a base de ostras y champan, hábitos
que habían vislumbrado en Londres, en París o en Berlin, pasando
por alto los austeros y temidos vecinos de quienes tan solo sus
mujeres sirven para identificar con su gentilicio a las meretrices.
A pesar de todos los pesares, hay magia
torrencial que te absorbe haciéndote adicto a sus innumerables
paginas, rayando estas en la infinitud, intrigado y absorto en las
vicisitudes del protagonista que sirve de puente entre las distintas
generaciones y a quien sigues convencido de que sus aventuras, si las
hubiera, convertirán tu lectura en placentera. Así hasta el final,
ese que te sabe a poco, a poquísimo, sin tener claro si la escasez,
la penuria, la atribuyes a la situación vital del personaje cuando
termina el texto despidiéndose, o a que habrías seguido leyendo
gustosamente otras novecientas páginas.
Eso es la literatura, la buena, y su
inevitable comparación con sus fuentes, las del Nilo, que vas
ubicando en el mapa de las lecturas que atesora tu memoria.
Tiene elementos e incluso estructura
comunes con otras obras maestras coetáneas, anteriores unas, quizás
fuente de inspiración, y posteriores otras, quizás deudoras de
Queiroz. Y son estos nexos argumentales los que me sugieren estar
leyendo una única novela, la madre de todas, la última por tanto.
Un cóctel de sabor previsible donde no van a faltar las escenas
hacia y desde el palco del teatro, siempre reservado, siempre de
abono a cuenta del ilustre y generalmente cornudo aristócrata,
príncipes si rusos o alemanes, marqueses o condes si franceses,
italianos o portugueses. Palco desde donde ver y ser vistos, donde
exponer a la diosa de la historia, como admirada mujer florero, y
donde van a generarse las pasiones que el novelista conducirá al
lugar común de todas ellas. El pecado es lo que tiene, su castigo.
Pero, aparte de este escenario, común
junto a otros, como los escarceos de los amantes dentro del coche de
caballos, en pleno transito ciudadano, transgresión inverosímil
para los que tan difícil lo tuvimos en un Simca 1000 parado, me
sorprende la obsesiva fijación de todos los autores citados, con el
amor casto y utópico, antaño platónico, de los protagonistas
masculinos por alguna señora mayor, casada con maridos absentistas
de ellas o quizás tremendamente agotados por sus inevitables
amantes.
Estos sublimes enamoramientos que
suelen ocupar hasta dos tercios de las novelas, se satisfacen en
cuatro lineas sin llegar a manifestar atisbo de erotismo o de éxtasis
placentero por los protagonistas, nada más allá de una faldas
arrugadas, del crujido del vestido al tropezar con las botas del
galán o de las sabanas desordenadas la mañana siguiente al día de
autos.
Algo sospechoso además, el que todos
ellos persigan idéntico ideal femenino, obviando las jóvenes
bellezas que, sin duda, amenazarían con casamientos finalizadores de
la historia, con aquello de las perdices, pero que, también,
ofrecerían a los lectores, siglos después si fuera menester, la
presencia de vida real, fresca y atractiva, más allá de la omnímoda
presencia de las pelucas y polvos de arroz, inevitables en estas
figuras del siglo diecinueve, en estos estereotipos femeninos que nos
hacen sospechar el inevitable edipismo de sus autores, esa fijación
por mujeres que podrían ser sus madres, a la vez tan asequibles al
adulterio sin contrapartida, cuando no sea la suprema de ocasionar un
divorcio incivilizado e incluso algún amago de duelo por aquello del
deshonor perdido. El honor y la dignidad siempre quedaban a buen
recaudo en la billetera.
Lo auténticamente meritorio de este
genero literario es el que consiga que el infeliz lector se enamore
también sin remedio de todas sus heroínas, sean Ana Ozores,
Karenina, Emma Bovary, Madame Arnoux, Clawdia Chauchat o la María de
Los Maia. Inalcanzables modelos de un erotismo ficticio en una época
común donde el sexo, al parecer, solo podía ser de pago o
adulterino.
En el caso portugués, al menos habían
asimilado ciertos avances sociales y cierto distanciamiento de la
monarquia, desde la Ilustración a la trascendental revolución
francesa, y al menos, aparecen indicios de cambios social, igual que
a lo largo de toda la obra de Tolstoi, o en La Educación
Sentimental flaubertiana, ambientada en plena comuna parisina.
El parecido que atribuyen al Don
Quijote, puede limitarse a la presencia de un numero considerable de
personajes, admirablemente descritos, y alguno de ellos rayando el
esperpento de los quijotescos, siempre en perpetuo viaje, mientras
que los que rodean a Carlos Maia y a su abuelo, no tienen a un Sancho
glorioso a su lado, ni van a distanciarse jamás de la Baixa, o del
Cais do Sodré. Ambiente hermético donde van a ir destilando y
malgastándose los restos nostálgicos de un imperio colonial que
perteneció a tiempos pretéritos. Tanto como el tipo de historias,
adictivas todavía, propio de estas novelas de “época”, de las
que no suele ser necesario especificar época alguna, porque ya la
sabemos muy lejana, lejanisima.
Me queda leer ahora “El crimen del
padre Amaro”, anterior novela de Queiroz, y compararla con la
de Georges Bernanos, “Journal d'un curé de campagne”, un
puro vicio que me posee, aunque pretenda justificarlo haciendo ver
los diferentes planteamientos, y desenlaces, del drama de los curas
rurales de entonces, de cuando había curas rurales, y de lo que
supuestamente esperaba de ellos su feligresía, que es mas o menos lo
que los lectores esperamos de estas historias y de sus consagrados
autores.
¿Influyen los
escritores sobre el modo de vide de sus lectores, o más bien, al
revés, son los consumidores los que condicionamos las historias que
estos nos cuentan?
Dicho de otra
manera: ¿Quién puso el Bomp?
Who put the Bomp? Barry Mann 1961
Who put the bomp
In the bomp bah bomp bah bomp?
Who put the ram
In the rama lama ding dong?
In the bomp bah bomp bah bomp?
Who put the ram
In the rama lama ding dong?
Rama lama ding dong. Va a ser eso.
P.D. 1.- Murciélago, como eucalipto,
son palabras preciosas, que contienen las cinco vocales sin repetir
ninguna. Seguro que encontraré otras parecidas.
P.D. 2.- Antes terminaban las historias
de amor siendo felices y comiendo perdices. Ahora lo hacen con una
precuela del próximo divorcio, al que llaman "Despedida de soltero/a".
Irremediable.
P.D.3.- Inevitable parecido con “I
Vitelloni.” de Fellini, que nos cuenta en hora y media de excelente
cine, el drama de personajes parásitos, muy parecidos a los que
pululan por estas novelas. Además está Sordi.
P.D. 4.- “Que dificil es hacer el
amor en un Simca 1000” es una canción de Los Inhumanos, de 1988. (Inhumano).
P.D. 5.- “Mamá, la nuestra es la más
guapa”, refiere la hija a su madre, trás la exahustiva revisión
de los palcos. Esa “nuestra”, hacía referencia a la amante de su
padre, y marido de su madre, orgullosas todas. Genialidad de Tolstoi,
creo recordar.
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