jueves, 12 de agosto de 2010

Jornadas místicas y gastronómicas en La Provenza, o casi...(2)


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2ª Etapa.- Toulouse.

Cena elegante en un local de primor.

Local recomendado por los expertos de la Guía Erasmus, que suelen conocer mejores sitios que las otras que llevo, Frommer y Lonely Planet, que curiosamente coinciden en los mismos lugares, y por eso suelen estar llenos, entre otras coincidencias sospechosas. Como casi todas.

Lo cierto es que huimos de los que están vacios, a veces con el dueño o el cocinero sentados en una mesa, intentando esquinar el mal fario, a veces con le expresión abatida de los camareros que presagian una despensa tan inane como las mesas. Y por contra, insistimos con aquellos rebosantes de comensales en los que el dialogo con el encargado, comienza con la habitual e impertinente pregunta sobre si tenemos reserva, y termina con aquello tan elegante e hipócrita de “Desolé monsieur”, que bien ufanos se les nota de su negocio. Nada de desolación.

Elegimos un menú gourmande a pesar de ignorar, incluso días después, el significado exacto de eso, de gourmande, que aplican por aquí lo mismo a una ensalada o a un café, y que por tanto dejamos fuera de toda lógica que no sea la del turista inexperto, aquello que en el fondo no nos gustaría ser, pero que al parecer es a lo que estamos condenados.

Al entrar ya el Maître, head waiter de los ingleses y mesonero en nuestra lengua, nos dio a elegir entre ¿Dessús o Dessous?

Y ahí sí que acertamos. Porque con el día record de “la caló” que llevábamos, el dedo índice de mi mano derecha indicó inmediatamente, como el capuchino del calendario zaragozano, el salón inferior que, como suele ser habitual en estos lares, era una antigua bodega donde los vinos podían madurar fresquitos y sin otra molestia que la apertura de barrica, cruel para ellos y feliz para otros. Qué le vamos a hacer.

Del resto de la velada, poco puedo aportar. Era tal la oscuridad del lugar que, a pesar de acercar la maqueada carta a las velas recubiertas a veces de un espeso cristal rojo – rojo Burdeos, por supuesto- resultó difícil discernir los titulares - alguno hasta de tres lineas - que íbamos a solicitar a la cocina para nuestra placentera refección.

Tengo que referir los comentarios familiares que, si no fueron excesivamente admiratorios, al menos dieron por válidos la mayoría de los platos, que por cierto, presentaban una uniformidad , a la que la moda no es inocente, y que consiste en una gran bandeja rectangular de porcelana blanca en la que se integra una pequeña porción del producto que figura como primer actor en el guión, rodeado por varios cubiletes de salsas y guarniciones multicolores, supongo, y multisabores, en una función coral de aupar la labor de la primadonna.

Bastante empeño puse en acertar los pequeños bocados y no perderlos en el oscuro y proceloso trayecto hacia la boca, sin descuidar la salvaguarda de la integridad en la indumentaria para que esta no acumule excesivas marcas, muescas oscuras sobre fondo blanco, en un viaje que acaba de comenzar.

El vino extraordinario. Lo pedí por su procedencia, “Chateauneuf du Pape” DOC de la renombrada región de destino, y por su precio; ya que suele ser axiomática la relación entre este y su calidad, y al menos así fue en esta ocasión.

Cenamos razonablemente bien. Y si digo que los postres eran blanditos, generosos y tirando a dulces, no miento, aunque soy consciente que el lector siempre espera algo más en una crónica de viajes, pero es lo que hay, y lo que puedo recordar a la luz de la vela, sin tropezar.

Tres pinceladas de valor añadido.

En el baño, la tapa del inodoro era un espejo absolutamente impoluto. Por primera vez en mi vida he experimentado el horror de intentar acertar en el centro con el chorrito sin distraerme con lo otro. Bizarro, dirían los cronistas de ahora.

La segunda es algo más cutre, si cabe, pero definitorio del mundo este que nos ha tocado.

Cuando vi en la carta que disponían de tres marcas de cerveza a “presión”, Kronenberg, 1664 y Heineken; pareciome un lugar privilegiado. Pero observé al camarero, en el viaje de ida hacia el cuarto de los espejos, como, bajo el nivel visual de la barra del bar, abría una lata de Kronenberg y vertía el contenido en una copa, moviendo un poco con un cuchillo la superficie, para aumentar la “presión” del inexistente grifo. Doblemente bizarro.

La última fue la mejor. Al adaptarnos al nuevo horario gastronómico, terminamos la cena con tiempo suficiente para marcarnos una extraordinaria sesión de cine de verano. La cual merecerá un capítulo especial.

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