viernes, 6 de agosto de 2010

Jornadas místicas y gastronómicas en La Provenza, o casi...(1)


----------------------------------------------------------------------------------------------------------------1ª Etapa. L´aire du tour de France


« Le cassoulet Toulousaine »


Decir que una autopista es un lugar habitado resulta algo extraño, por más que circulemos a millares, siempre que lo hagamos encerrados en nuestra canoa y en los tramos veloces de la corriente, cuando no ha lugar a otra cosa que nos distraiga sin grave riesgo, de las rocas junto a la orilla, del ruido de los rápidos en la lejanía, o incluso del barco que nos precede. A pesar de ello, estamos ahí, en gerundio, centenares de perseidas – este es el tiempo común nuestro y suyo, el corazón estival- orientados hacia un destino tan fugaz como el sendero que a él nos conduce.

“¿Adonde vas, amigo?” Es el epitafio espigado por Claudio Magris en una tumba del Piamonte.
Puedes entenderlo como un saludo, o como una despedida con sus mejores deseos. También como la pregunta retórica que encierra todas las respuestas. La madre de todas las dudas que afligen – o enriquecen- al hombre desde el primer latido de su corazón.
Te lo cuestionas, inevitablemente. Pero ello no aminora la velocidad, ni cambia la dirección del viajero.
Acabas de superar el desvio hacia Lourdes, a la derecha, lugar de peregrinaje de los fieles de una extraña religión, milenaria ella, que lleva su fe hacia la conveniencia del necesario milagro.
La Lourdes actual, por las fotos entrevistas de refilón, se ha convertido en una franquicia vaticana a la que la arquitectura neoclásica-gótico-barroca solo presta la imponente imagen del rico nuevo, a la que tan acostumbrados estamos los españolitos durante los últimos tiempos, y a la que su inefable mercancía coloca en el centro de los peregrinos que no han optado por ninguno de los otros dos caminos, el del librito o el de las estrellas, ya que los tres conducen a Roma al fin y al cabo.
Este, vecino, tiene una singularidad, que si no es exclusiva, es curiosamente base de las creencias de toda la fe de la historia, la de todos los pueblos del mundo. La del poder sobrenatural de hacer milagros, mayormente de hacerme un milagro a mí. Es decir, a dios rogando y…
Está además trufado – vamos entrando en materia – con la compasión ajena y con la bondad desmesurada del que pide que la tómbola otorgue el premio mayor a su necesitado acompañante, con el que acude cargado a cuestas desde el fondo del valle. Con la idea de que la caridad es la más perfecta de las actividades humanas – preguntadlo a cualquier ONG, y veréis - y que la justicia es un término obsoleto y anticuado, personalizado por una muñeca tuerta que se hace la ciega, y de la que además ya se ocupan unos señores que, amablemente cada cuatro años nos prometen tal menester.
Esta es una situación de un anacronismo, y de una presencia ostentosa. La renuncia a la lucha por la justicia, por el mínimo común denominador de las condiciones del contrato social, por la moral pública, por el futuro de nuestra sociedad al fin y al cabo. Y junto a esa renuncia, la aceptación entusiasta del bien particular de cada uno, del familiar o del vecino, siempre basado en la ventaja personal del que “conoce” al concejal o el que “tiene mano” con el poder celestial para cambiar el curso de la vida y de la muerte. Casi nada.
Cierto es que al final solo se trata de elegir el eslogan, el cartel que mejor se adapte a nuestros gustos – y para gustos los colores, dicen en mi pueblo - y que resulta difícil, y harto inconveniente, anatemizar a cualquiera de ellos. “Igualdad, justicia y libertad” Bien, me apunto. Que “Piedad, plegaria y caridad”. También, excelente, y bastante más cómodo que el primero. No lo descartaremos.

Pero me temo que esta es una excursión “gourmande” y de cocina es de lo que estamos tratando, aunque alguno se haya distraído con algún asunto más superficial.
Tras la parada imperativa, después de cuatro larguísimas horas de conducción, recibimos el primer consejo civilizado “No conduzca más de dos horas seguidas”. Eso es justo lo que yo pensaba. Y el descanso debe ser en un lugar fresco y cómodo, de duración aproximada de una comida. Así que en el menú del restaurant – o algo vagamente parecido – elijo la “Cassoulete toulosaine” a sabiendas de que es un remedo de nuestra fabada, pero con el valor añadido de saldar con ella una deuda pendiente, puesto que a pesar de ser la estrella local del Languedoc Roussillon, siempre la he marginado a la hora de la comanda. Supongo que la sonoridad del nombre también debe influir en la valoración de un plato clásico, y este la tiene. Intentad pronunciarlo y veréis como se os llena la boca. Como si antes de empezar ya hubiésemos realizado la mitad del placentero menester.
El guiso de legumbres, que es lo que es, por más que lo llamen “pot a feu” lo presentan en un pocillo de barro donde el caldo harinoso y moderadamente espeso de los porotos – esa sí que es una palabra sonora, y argentina- deja asomar en la superficie la parte de iceberg que corresponde a un magnifico trozo de codillo, rodeado por otros pedazos de hielo cárnico de menor tamaño que emergen ocasionalmente, se trata de la salchicha, elemento diferencial del cassoulet.
Las alubias, son de tamaño mediano, de dureza imperceptible al paladar, y bien ligadas con el resto del caldo. Sal y especias en su punto. Vamos que entran bien.
Y no es hasta prácticamente el final, la antepenúltima cucharada – y esto es un pequeño hándicap, tener que usar cuchillo y tenedor para deshuesar el magro y fragmentar el embutido, antes de proceder al manejo de la cuchara – cuando percibo un sabor familiar que persiste en la boca un buen rato después del bocado – retrogusto lo llaman los expertos en la cosa de la tontería – un sabor ajeno al puchero, y por ello situado en la memoria en el área de las cosas que no están donde debieran. No es que sea agradable, que no lo es, pero tampoco algo que haga incomestible el producto. Algún ingrediente extraño que, sin impedirme rebañar el fondo de la fuente generosa, me deja un rato largo meditando sobre su origen.
Al fin y al cabo estoy en la cuna de excelentes detectives, y ni Maigret – el de pato, magnifico- ni el comisario Poulet – otro pájaro de cuidado – dejarían reposar sus espiritus sin antes apremiarme a resolver el enigma.
Estaba yo seriamente deduciendo el asunto, entre los efluvios que ya comenzaban a tomar en mi garganta el camino contra natura, moviendo mecánicamente la cucharilla dentro de la taza del café, esperando la cuenta en la barra, e intentando recordar el extraño ingrediente en cuestión.
Pensé acercarme a la cocina y hacer la estúpida pregunta sobre los ingredientes del plato regional, y ante la perspectiva de que el cocinero me remitiese a la receta que despachaban en la tienda de regalos , o lo que es peor, ante el probable descubrimiento de que allí no había cocinero, ni cocina, ni nada, como en las películas futuristas de los años cincuenta que luego resultaron ser no solo proféticas, sino demasiado bien informadas sobre los desastres del devenir, me surgió la respuesta, genialmente como es habitual en la cosa esta detectivesca. Literal.
No, mejor dicho, Litoral. LI-TO-RAL. Claro está.
-¿Quois donc?- me pregunta el camarero.
-Nada. Cosas mías- Contesto en el lenguaje de las latas que sin duda atesoran en el almacén, y que después de las de jamón de York y de las de carne de vacuno, de raza Hertford, por más señas, guardo en el recuerdo en la zona esa del desamparo.
No estuvo mal el descubrimiento, para ser el primer día. Aunque luego me esperarían otras experiencias que ningún gastrónomo en ciernes se atrevería a confesar. Jamás.

Notas.-

1.- No despachan alcohol – ni siquiera cerveza – en ningún área de servicio francesa. Ni tampoco en las playas y aledaños. Y es que debe existir algún tipo de diferencia, positiva, entre decir “No bebas” y, directamente, no vender bebida.

2.- Rara, muy rara vez he observado que se superen los límites de velocidad en las autopistas, 130 Km/hora. Ni que los conductores parezcan estresados por muy denso o lento que parezca el tráfico. No he visto un solo vehículo de policía en 1.500 km. Igual es que no hacen ni falta.

3.- No es un plato veraniego. Por más que el pelo de la dehesa me incite a ello.

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