martes, 1 de febrero de 2011

ME QUITARON DEL TABACO

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ME QUITARON DEL TABACO
(POR MI BIEN).


Se veía venir desde el principio. Desde los anuncios con que la S.I. (Santa Inquisición para los profanos) amenazaba a los usuarios de esta yerba diabólica.
El resto ha sido cuestión de tiempo. Los chamanes de la ciencia médica confirmaron que no solo era malo para la salud del alma sino que también lo era para la del cuerpo, y lo avisaron incansablemente tanto en la tribuna del conferenciante como en la intimidad de la consulta, cuando la neoplasia pulmonar era ya una consecuencia manifiesta.
Luego los gobiernos, esquizoides entre el bien privado del que mueve el negocio y el publico de la salud colectiva, dicotomía habitual, se vieron obligados a desaconsejar esta práctica, habitual en las estrellas de la pantalla, e incluso a advertir en su continente que el veneno del contenido era veneno efectivamente.
La prohibición, de momento parcial, estaba cantada.

Lo que jamás pude imaginar era que esta me afectaría de forma tan drástica, tan traumática y que no llevase aparejada al menos un discreto preámbulo en el que se hiciera una llamada a mi voluntad de dejarlo, e incluso al esfuerzo personal que una vez satisfecho, me hiciese sentir orgulloso de mi capacidad de vencer a tan funesto hábito, amen de los evidentes beneficios para mi salud desde el momento ese que separa el antes del después.
Nada de paños calientes, sortilegios ni pamplinas. Me lo han quitado de golpe, y sospecho que para siempre.



Se acabó para mi el fumar en el trabajo o en el bar, y lo que es peor se acabó el hacerlo como yo lo hacia, gratis, sin pisar jamás un estanco para otra cosa que no fuese comprar sellos de correo, sin llevar nunca cerillas o encendedor en el bolsillo. ¿Fuego? Algo perteneciente al neolítico, sin duda. Sin preocuparme nunca por el repugnante color amarillo de las uñas, y las yemas, virginales ellas, de los dedos. Sin necesidad de permanecer fiel a una marca, a un olor determinado.
Los he fumado de todos, desde la infancia; y hasta podría reconocer por el aroma a una docena de ellos. Desde la Picadura Selecta (alias caldogallina por el escudo de la bandera que, también, orlaba el paquete) hasta el Celtas; pasando por los Peninsulares y el inefable Bisonte, descubierto en las aulas de la capital donde los profesores me iniciaron en esta loable costumbre de fumar el humo del cigarro ajeno, siempre gratis.
Luego vinieron los de importación, el tabaco americano, virginiano en su mayoría, con las marcas que anunciaban los cowboys, y señoritas de muy buen ver, y los cubanos de Vuelta Abajo decían, lo que siempre me sumía en la confusión del que no entiende que esas dos palabras, ni juntas ni separadas, puedan definir un lugar, y sin embargo le parece correcto que lo hagan los centenares de nombres tan exóticos como improbables, que identifican a nuestros pueblos de la España profunda y no tan profunda.
Hasta recuerdo el aroma del más sofisticado de todos ellos, el Craven A. que siempre asociaré a los tiempos del hipismo virtual, el único al que tuvimos alcance, y a ser precursor del último, y el más apreciado de ellos, el de la marihuana, que más que un aroma ya pertenece al género de las fragancias. Y siempre gratis, ya digo.
Y ahora, de golpe, la nada. Se acabaron los tiempos de llegar a casa con la chaqueta maloliente y obligada al destierro nocturno extramuros, por si las miasmas se marchaban con el céfiro, o con el mistral, igual daba.
Los tiempos en que las vías respiratorias altas, fuera de la temporada gripal, aquejaban cierta tosecilla injustificada y una discreta pero evidente producción de pelotillas nasales que entretenían el tedio vespertino frente a la pantalla.
No solo se me acaban tantas cosas que formaban parte inseparable de mi vida, sino que temo que se me van a acabar muchas más.



Sin ir mas lejos, este finde no me he atrevido a ir a uno de los sitios donde mas disfruto, el club de Jazz. Donde el humo no era tal, era parte de la consumición, del gintonic, complemento extra y sin cargo adicional, sin el que la música no sonará igual, seguro, si es que los músicos pueden seguir haciéndolo, tocar sin un cigarrillo en los dedos o en la comisura, y sin el filtro visual, que esos millones de partículas reverberando entre la luz de los focos, creaban entre ellos y nosotros, entre los sacerdotes y los feligreses del blues. No he querido saberlo. La cobardía no me ha dejado. Me asusta tan solo, imaginarme un local que nunca más volverá a estar tan lleno, donde no cabe nadie más, aparentemente, y en el que bajo la nube negra siempre había un huequecito insospechado con opción a cinco centímetros de barra. Solo imaginarme las manos ociosas de los aficionados y las de las chicas cuya pose, cuyo look nunca volverá ser el mismo. Pensar en el vaivén de los que entran y los que salen entre canción y canción, a fumar en la calle, a hacer el cigarrón dirán dentro de nada, los que abominaban del botellón. En el nerviosismo de los que quieren y no pueden, y en lo patético que me resulta verlos/las hacerlo con guantes en medio de la calle. Solo pensarlo me da nauseas. Quizás sea el síndrome de abstinencia y yo sin saberlo. Pero no he ido este finde. Por si las moscas.



Y hay otras consideraciones de mucho mayor calado.(chiste fácil).
Pienso en que habría sido de nosotros, los fumadores pasivos, sin el valor añadido, valor de trueque, de un paquete de cigarrillos. De lo que llegó a suponer en los campos de prisioneros, en los gulags, en los barracones donde el lote personal de la Cruz Roja, siempre incluía este producto y de cómo terminaba convirtiéndose en media docena de cuartillas, o en una pastilla de jabón. Incluso he llegado a canjearlo rutinariamente por una hogaza de pan, de centeno pero pan.
Sin contar con la época de Weimar cuando el tabaco, liado y sin liar, se convirtió en la única moneda no depreciable con la que pudimos contar en Alemania. Claro que eso fue cuando la gran depresión, y hoy las monedas son mas robustas, de momento.
Ya estoy resignado a la nueva situación. Es fácil resignarse ante los hechos consumados.
Pero me quedan otros matices que no quiero omitir.

El primero, y sin que sirva de precedente, el felicitar a las autoridades que han tenido el valor de hacer algo tan extraño en ellas como es pensar en el bien común y de actuar en consecuencia. Y no es fácil, ni frecuente. Esperemos que tampoco sea algo excepcional, y sigan la senda de los sabios que en el mundo han sido.
Y el último es, lo sorprendente que me resulta la aceptación popular de una medida como esta que, sin ser crucial para la vida o la hacienda de la mayoría, no deja de ser una tocada mas de pelotas, otra, a los ciudadanos de un país que históricamente le montaron motín a Esquilache por mucho menos, por una ordenanza sobre como llevar la ropa tras las rebajas de Zara.
Y como permanecen inanes ante esta o ante la marginación primero, y la prohibición después, de algo tan sustancial como la fiesta nacional, como las corridas de toros que, por otra parte, sin el pestilente puro en la boca de los proxenetas o de los oligarcas, nunca volverá a ser lo mismo.
Me admiro de tanta santidad colectiva, de que Job se haya reencarnado en todos y cada uno de nosotros y estemos dispuestos a cargar con estas minucias, que lo son, además de con la ruina que se nos viene encima; sin hacer otra cosa que preocuparnos, simuladamente, por la del lejano vecino de allende los mares o los desiertos.
Me admiro y me preocupo. La paz del rebaño es solo la otra cara del miedo, la de los lobos que están al acecho.
Y no estoy solo. Como dice Rábago,”El Roto”, en una de sus viñetas:

“Lo que parecía paz social era solo la manifestación del pánico colectivo”.

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1 comentario:

  1. Otro bueno. Me gusta.
    ¿yo también colaboré en tu adicción?. Seguro que sí
    Y gratis

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