viernes, 29 de abril de 2011
DIAS DE VINO Y ROSAS 2.-
Aquello que derrochaba John Cheever y que Capote –envidioso- nunca pudo conseguir. Humanidad.
Picasso dijo del Retrato de Gertrude Stein: “Todo el mundo piensa que ella no es en absoluto como su retrato, pero no importa, al final conseguirá parecerse”.
Los personajes familiares y decadentes, de la clase media americana de los cincuenta, presagiaban el horizonte vital que asoma cada mañana a nuestra mirada. Y ahora no somos espectadores, únicamente.
Son cuentos sobre la rosa cuando, en su madurez, adquiere la mayor intensidad en el color de sus pétalos, extiende violentamente su aroma individual, atrae insectos hacia sus estambres cargados de futuro, y a la vez inicia el camino hacia la podredumbre, hacia el ocaso de la belleza a punto de marchitar, dejando el recuerdo de su nombre en los poetas, recuerdos de su olor y de la gama cromática que va desde el blanco hasta el morado, color final que nos sugiere un fragmento común de los cuentos, sin el que estos no existirían, el último. La ausencia de los seres queridos.
No nos habla especialmente de flores, aunque también. Su fuerte es el descubrimiento inevitable y reiterado de las minas antipersonas que jalonan el desarrollo y por tanto el florecimiento de nuestras vidas como individuos y, lo mas importante, como parte de una familia que se va al traste, que desaparece cuando nuestro pie apoya en un lugar tan erróneo como predestinado a ser pisado.
Melodrama desesperado para el lector, ( la publicación occidental mas leída en la Unión Soviética, en tiempos de, como propaganda de la degeneración moral del país odiado), y a la vez compendio de historias en la que todos nos vemos reflejados; todos salvo aquellos a los que el espejo devuelve una única imagen, la suya.
En los cuentos de John Cheever resulta difícil no encontrar el dolor del vecino, del compañero, del amigo que, estando ocasionalmente a tu altura, siendo pares en el hormiguero del mundo feliz, nos descubre pavorosamente su caída, el descenso a un plano desde donde resulta imposible la vuelta atrás.
Como en el protagonista de “El nadador”, vemos el alejamiento paulatino de algunos, con los que compartimos tiempos esplendidos, hasta saberlos rotos, como la rosa prematuramente agotada por el oidio, justo antes de la ultima etapa prevista de esplendor.
He vivido al menos tres casos cercanos, demasiado cercanos, y en primera persona, y fuera del esbozo de comentario literario para el que no estoy cualificado, me producen un desasosiego, una impotencia aumentada por la desesperación del que siente no poder hacer nada, ni tan siquiera el intento de devolver infructuosamente el pajarillo caído al alero del tejado, de donde nunca debió caer. Ni tan siquiera preguntar por su estado a aquellos más cercanos a los que tan solo su mención, los va a lastimar.
Terriblemente cruel, obscenamente doloroso, contemplar a Burt Lancaster ante las ruinas de lo que antes fue su hogar, ante los fantasmas de su familia, y saber que no es un relato de ficción, que es el nuestro de cada día. Que luego llegará el invierno como una goma de borrar y dejará la página limpia y lista para la próxima primavera, cuando en realidad estamos todavía en una incipiente primavera, terminando abril, cuando las rosas acaban de comenzar su temporada.
Por eso me veo en el retrato de Gertrude Stein, y en el comentario de Picasso. También John Cheever escribió nuestra historia hace sesenta años, solo que al ser eterna, únicamente nos reconocemos en ella cuando nos llega la hora.
Tan prodigioso el parecido como el de la modelo y su retrato. Podéis comprobarlo.
martes, 26 de abril de 2011
DÍAS DE VINO Y ROSAS 1.-
El gorrión cayó del nido, prematuramente, y me dio la tarde.
Vuelve uno a casa con la satisfacción del deber cumplido, de haber aprovechado la jornada de asueto con los objetivos placenteros ampliamente conseguidos – los que están a mi alcance- después de haber rozado el éxtasis en aquellos apartados fundamentales en la hoja de ruta: amigos, merienda al aire libre, y naturaleza en su versión absoluta, la dehesa, el prado, y el arroyo que mece los oídos con su murmullo amoroso. Algo como un must, coronado por sensaciones y hallazgos intrascendentes-o sea imprescindibles- que justifican sobradamente la larga travesía del desierto anual, del calendario asesino, que lo es.
Incluso he cantado una copla en trío, y no he apreciado protestas en el auditorio, si bien la hora ya venia cargada de mezclas y volúmenes inapropiados de ciertas bebidas que suelen volver los oídos más condescendientes, con cualquiera.
Lo cierto es que regresaba yo tan feliz por los ratos disfrutados, alimento de los dioses, que no me apenaba en absoluto el que la función hubiese terminado; quizás bajo el efecto residual de algún brebaje inusual. Ciertamente, tuve que bañar el brazo de gitano en single malt para que este expresase toda su capacidad gastronómica, lo que en tiempos en que la nata no es nata ni el azúcar es azúcar, no fueron ganas de dar la nota ni de fomentar adicción alguna, tan solo de tomar un postre rico, rico. Eso fue unas horas antes.
Al salir al patio, por mor de la cobertura telefónica, todo hay que explicarlo si pretendemos realismo, encuentro revoloteando en un rincón, un pollo de pardal, apurando las pocas fuerzas que le quedan desde su caída del alero, posiblemente al mediodía, en la hora cuando el calor húmedo hace insoportable la espera en el nido e invita a la imprudente percepción de que las alas –ya- están preparadas para volar.
Lo recojo del suelo y a la vez que intento reconfortarlo en la seguridad de mi mano, trato de explicarle que no tiene motivos para preocuparse ya que, inmediatamente, lo voy a devolver a un punto cercano a su hogar, donde su madre, o quizás el instinto, lo van a reincorporar al nicho amoroso, hasta permitirle una nueva oportunidad. Mentiras piadosas.
Ciertamente cumplo con mi promesa, solo que a la mañana siguiente lo encuentro en la misma losa donde lo encontré, pero esta vez con las patas hacia arriba en una posición harto ominosa.
Y es que olvido, o mas bien quiero hacerlo, que solo es un pajarillo y que, salvo excepciones, el retorno al hogar es imposible y que, además, las oportunidades para iniciar con éxito el primer vuelo, se reducen a un solo intento, no hay más.
Confundo las aves con los mamíferos, y a estos con el ser humano, como si la mera taxonomía del libro de ciencias naturales nos hermanase con ellos. Craso error.
O quizás no.
Intentamos asemejar parte de nuestros instintos humanos, y la piedad o la compasión lo son, y extenderlos al mundo animal, cuando ni entre nosotros llega a suponer algo más que un borrador de buenas intenciones.
Piedad es virtud, compasión es sentimiento, aunque ambos son sustantivos, y permanecen a una escala donde lo puramente individual deja de serlo cuando salen a la luz. Así comienza la confusión entre querer y poder, entre dar y aparentar o finalmente entre justicia y caridad.
En un mundo donde es habitual, o debería serlo, la segunda oportunidad. Donde el tropiezo y la caída al suelo deberían ir seguidos de la mano amiga que nos ayuda a levantarnos. A la vez que la lección aprendida nos evita su repetición.
Y es que toda vida no es otra cosa que aprendizaje.
Lástima que el gorrión no pasase del primer capitulo.
P.D.-
Y no llevo como Bloom un riñón, para comerlo, en el bolsillo; pero la samfaina del bar estaba horrible. Olvidaron dos cosas, primero lavar bien las vísceras -callos- y después tirarla, antes de servirla. Malo.
Si no fuese por esos pequeños, estúpidos y asquerosos instantes que tiene el día; no podríamos reconfortarnos con la inmensidad de momentos maravillosos que lo completan. El balance es positivo, siempre.
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martes, 19 de abril de 2011
sábado, 16 de abril de 2011
NI CÓNCAVOS NI CONVEXOS.-
No diré nada, por obvio, sobre la utilización que de ellos se hace en la mayoría de los casos, higiene para unos/as y embellecimiento para otras/os.
Pero resulta curioso el componente mágico que atesora el azogue en los cristales. El terror que debió producir a los primitivos que se contemplaban en ellos por primera vez, o el poético que los narradores atribuyen a los espíritus atrapados al otro lado de la realidad, de esta.
Ayer me contaba Jiri Menzel en “Yo serví al Rey de Inglaterra” la historia, posiblemente verídica, de los centenares de espejos, arrojados a la basura en aquellas zonas de Checoeslovaquia (palabra para el recuerdo) que fueron ocupadas por Alemania, y más propiamente por alemanes, durante los años del último Reich. Al ser conscientes los nuevos inquilinos de que los nazis seguían reflejándose , inevitablemente en los espejos, tiempo después de haberse ausentado, de haberse exiliado a los cuarteles de infierno (purgatorio más bien).
Por supuesto que es una figura poética, ya digo, aunque no está demás sospechar su veracidad, quizás motivada por la necesidad de saldar una cuenta pendiente, con ese gesto tan inofensivo como es el de romper un cristal. Como si castigando al portador de la imagen, al mensajero, con la pena merecida por el pecador - al que su reflejo no hace más que poner en evidencia- quedase saldada la cuenta , por parte de alguien que, lo único positivo que suele hacer, es dar de comer, con cierta frecuencia, al cristalero.
Tan animal como el avestruz que esconde la cabeza en el agujero- ¿Realmente lo hace, o no es más que otra leyenda urbana?- o como la bestia herida que exacerbando su violencia contra todo lo que encuentra delante, intenta conjurar el peligro vital con esa natural e instintiva reacción fisiológica.
Me ha vuelto a suceder últimamente, el que encuentre extrañas reacciones, al menos así lo entiendo, entre la gente que me rodea. Y es que ese fenómeno ondulante, tan antiguo como las siete plagas, llamado crisis por los propagandistas de turno, está hiriendo y adelgazando a ojos vista a los inocentes animalillos de este parque temático en que nos encontramos, pero también está poniendo en dificultades a las bestezuelas que emponzoñaron las fuentes con sus heces y con sus inmundas pezuñas y quebraron los arboles del bosque para placer y deleite de sus cornamentas.
Son solo símiles genéricos sobre alimañas, no quisiera extrapolarlos a personas concretas.
Con cierta frecuencia estoy observando la actitud , nada inédita por lo demás, de aquellos que desde hace años, muchos, están habituados a hacerse con el dinero de los demás dentro de la más lata legalidad, cosa que en nuestro medio ha alcanzado niveles tan poco virtuosos, que hacen incompatibles la proximidad del sustantivo legalidad con el adjetivo lato, sinónimo de espacioso y holgado. Aquellos que se evaden con absoluta impunidad de pagar los impuestos que pertenecen a los demás, y que se benefician implacablemente de todo tipo de ayudas que están destinadas a otros, en principio.
Conozco a tantos, y desde hace tanto tiempo, que no me extrañaría que sean una de las causas, si no la principal, del callejón en que nos encontramos.
Pero lo que me asombra, y me deja estupefacto, es verlos a ellos gritando, repitiendo a voces, la misma salmodia: ¡Al ladrón, al ladrón!
Buscando culpables en todos los que muestren algún signo externo de presunta maldad, en todos aquellos susceptibles de ser linchados por la turba, cancelando de esa manera la deuda intangible de los quintacolumnistas del desfalco patrio, de los gánsteres emboscados que gozan de la inmunidad del anonimato y que son, millones entre la media docena de justos, causantes no solo de la ruina de un país sino de la imposibilidad de salir de ella a medio plazo.
Y es que, harto de escuchar su canto monótono, su acusación eximente, no puedo menos que hacerles ver, y lo hago cuando me dejan, lo importante que puede ser un buen espejo en estas situaciones. Les aconsejo mirarse en ellos e, indefectiblemente observo la actitud del espejicida, guardan silencio, más o menos breve, y cambian de tema, de disco, o bien directamente desaparecen de mi vista, no sin antes lanzarme una mirada realmente explosiva, de esas que llegarían a romper hasta el cristal trilaminado y puede que hasta blindado, de cualquiera de sus vehículos de “gama alta”, que reflejan, expulsan al exterior , inmundo y pedestre, cualquier atisbo de responsabilidad en la miseria ajena.
Para eso, para la catarsis del tiesto roto, ya tenemos unos muñecos de guiñol que cada cuatro años, u ocho si las plagas van lentas, son golpeados por el muñeco bueno, el Gorgorito de los títeres de mi infancia, hasta desaparecer entre las bambalinas, y ser remplazados por otro que, generosamente remunerado por semejante oficio, el de demonio mitológico, reiniciará el ciclo que para algunos no ha sido tal, manteniendo estables sus ingresos dentro de la ley del más fuerte que en este caso es la del más hábil, la del más listo, del que no hace otra cosa diferente que los animales en la selva, depredador de los frágiles e indefensos en un sistema que, evidentemente, no está diseñado para proteger a los débiles, sino a los que están quemando el bosque ajeno para comprar madera barata.
Quizás estemos viviendo realmente en el monte, y solo soñamos ficticiamente con otra realidad que no es la nuestra.
Tan solo espero que, quizás sean tan listos que, estén tomando conciencia, a pesar de lo abultado de sus carteras, del nivel de pobreza general en que están dejando a esa población, fuente de su rapiña, y del peligro de hacer desaparecer al huésped, que es nombre que reciben las víctimas de los parásitos.
No quiero otorgarles, porque no la merecen, la presunción de que su estimable nivel como trileros les permita también ser conscientes de que existe algo además, algo superior, algo imprescindible, además de ellos mismos y de sus víctimas cotidianas, algo que se llama colectivo, sociedad, país o nación y sin cuya existencia más o menos confortable, estos dermatofitos no pueden existir. Pero sí, el conocimiento heredado de que sin pelos no hay liendres.
Y los veo como se alteran ante la presencia de una cabellera rala como la mía, de las que el peluquero considera como el regalo de su jornada - hasta tres minutos he llegado a cronometrar en el corte a navaja, y bajando tiempos, inevitablemente- y que esconde debajo tal cantidad de impertinencias y de indignación ante los beneficiarios individuales y concretos del fraude y del expolio colectivo, que no me extraña verlos huir espantados ante el espejo que inevitablemente ofrezco cada vez que escucho el grito de marras:!Al ladrón!.
Desconozco si esta actitud incomoda y quijotesca reproducida miles de veces en todos y cada uno de los foros y tertulias, en el ámbito vecinal y laboral, que día a día intentan arreglar infructuosamente el país, nos llevaría a otra cosa diferente de ganarnos la enemistad de los susodichos, beneficio nada desdeñable, o a terminar jugando a bastos, otra vez.
Por eso no puedo promocionarlo como solución; ni invitar a nadie a que llame al auténtico ladrón por su nombre.
Pero no me diréis que, el permanecer callados e impasibles ante semejante estirpe nos va a hacer mejores, o nos va a permitir salir del hoyo.
Me temo que ese no es el camino.
Y es que, lapidar figuradamente a determinados políticos puede ser justo y hasta necesario, pero equivale solo a romper el espejo en que nos estamos mirando. Compraremos otro nuevo dentro de unos días y, la imagen que nos devuelva no va a cambiar, si no lo hacemos nosotros.
viernes, 15 de abril de 2011
viernes, 8 de abril de 2011
NI FINANCIERA, NI LABORAL.-
Dicen los sabios que es la mejor librería del mundo. O al menos la mas bonita. Puedo corroborar lo segundo, limitando la elección entre las que conozco. Que tampoco son tantas.
Los expertos en arte discreparán conmigo si digo que el modernismo, y la mayoría de sus ramificaciones, no son otra cosa que la actualización del barroco, a los años de barra libre que precedieron a la gran depresión, aunque tendrán que demostrarlo con argumentos de peso.
Yo, tan solo tengo que sumergirme , tras la vidriera de la entrada, en esta joya del plateresco, o quizás rococó, conservada milagrosamente para que los librófilos – jamás he leído un biblio, lo siento- seamos conscientes de la incompatibilidad entre continente y contenido, tanto por el exceso de lo primero, como por el defecto de lo segundo. Librería Lello & Irmao en Oporto. Un nombre casi cinematográfico, que se te queda grabado.
La experiencia de encontrarte dentro de un joyero, elaborado con seda, nácar y marfil, y rodeado por robustas paredes de maderas nobles.( Desconozco cuales son las innobles, aunque el otro día tenían a la venta en el Corte Inglés unas cajas con “leña natural” , lo que confirma mi ignorancia en la cosa maderera, y la posibilidad de que exista otra leña “artificial”).
Lo cierto es que esas maderas oscuras, torneadas en volutas inverosímiles y cubiertas con el barniz mas extraordinario de todos, el generado por los millares de manos que las acariciaron durante un siglo, son la mitad de la naranja que se completa con las cristaleras, con el emplomado de los colores que tan sabiamente han combinado los portugueses entre los azules del cielo y del atlántico, que son los nuestros tambien.
Tanta belleza te asusta, te aleja de la disposición relajada del que consiente, del que está abierto a la experiencia sensorial, y por ello permanece cohibido desde los primeros segundos – Síndrome de Stendhal- solo piensas en salir de allí cuanto antes, en escapar con la idea, con la intención grabada en la consciencia de la necesidad de volver, de regresar las veces que hagan falta hasta que la familiaridad con ese entorno mágico, te permita valorarlo, y disfrutarlo.
Quizás la primera visita debería ser anunciada a los neófitos, solo como una vacuna, mas o menos dolorosa, que evitara los peligros del primer contacto, para una enfermedad ante la que no estas inmunizado. Supongo que nadie que lea estas líneas, y no haya sufrido la experiencia, comprenderá lo que intento explicar con palabras. Insuficientes.
No pude mirar ni un solo libro, ni tan siquiera los elegantes álbumes con formato A3 o superior y cubiertos con laminas imantadas, para la mirada, de papel couché. Tan solo recuerdo el cafelito servido en un rincón oportuno, donde el aroma, la familiaridad de los objetos familiares, la taza y la cucharilla, así como la amabilidad de la chica que lo dispensaba, sirvieron de árnica para mi alma en momentos tan terribles.
Luego las fotos. Reviso las instantáneas tomadas en ángulos imposibles, encuadres inviables ante formas y dimensiones totalmente incompatibles con las dos dimensiones, con las proporciones habituales hasta entonces, y compruebo que son las mismas que ya conocía antes de la visita, las que me impulsaron hacia esa experiencia, y las elimino una por una. No quiero más pesadillas que las que me proporcionan las cenas inadecuadas. Casi todas. Borro las fotos, menos una, la lucerna central que corona la cúpula, algo que me recuerda a otro templo, la Opera Garnier y la obra maestra de Chagall. Solo que en cristal. Vidrio, plomo y colores, dibujando una imagen que expresa por si sola, toda la fuerza creadora de la riqueza que había conseguido convertir en edad de oro a los amaneceres del nuevo siglo, y que a la vez anunciaba una nueva sociedad basada en el valor mas prodigioso del ser humano, el trabajo.
De pronto la bombonera empalagosa me ha advertido de que esconde algo mas que el reflejo de una moda arquitectónica de discutible acierto, de que probablemente guardó y distribuyó la riqueza cultural, el rio de conocimiento que, antes de desembocar en el Tajo, adonde todos iremos, y con él al mar, sirvió de alimento espiritual a los ciudadanos de Oporto. Supongo.
Pero lo mejor es su insistencia. El mensaje desnudo de la imágen cenital queda cubierto para las mentes que necesiten de vestuario, con el mensaje lapidario: “Decus in labore”. Cuantas veces he meditado sobre esa frase tan anacrónica. “Honor en el trabajo”.
Primero. a los trabajadores se distribuyó en sectores, primario, secundario y terciario, iniciandose el alejamiento de cada circulo desde el inicial del atalante y su martillo, del esfuerzo físico y del sudor, inevitables hasta la hegemonía del sector terciario o de servicios, en el que la cintura, y otras articulaciones del cuerpo humano podían permanecer vírgenes a lo largo de toda la vida laboral.
Para aclarar la situación comenzó a hablarse de trabajadores de “cuello blanco” aquellos que podían permitirse el regresar a sus casas con la ropa tan limpia como cuando salieron de ellas, algo impensable hasta entonces.
No obstante, se mantuvo un circulo extra, un circulo de poder en el que cierta aristocrácia laboral, asumía las funciones eternas de los que nunca, jamás a lo largo de la historia tuvieron otro trabajo que no fuese el de hacer trabajar a los demás.
Inevitable o no, esta situación no solo se mantiene hasta hoy, sino que se ve magnificada por una nube celestial que cual corifeos del circulo superior, intentan, y consiguen, alejar su trayectoria vital de todo aquello que huela, que se asemeje, o que pueda relacionarse con el trabajo.
Esta nube, es tolerada en tiempos de bonanza como insectos que, aunque diezman la cosecha, en cierto modo ayudan a polinizarla y compiten con otras especies igualmente dañinas, pero es nube que puede llegar a oscurecer el cielo, a crecer de tal modo que la luz del sol se convierta en un simple recuerdo y a impedir la reproducción e incluso la supervivencia de la clase mas necesaria e imprescindible de todas, la de los trabajadores de los tres sectores clásicos, agricultura, industria y servicios, sin los cuales la sociedad no tiene la menor posibilidad de subsistir.
Pero, clasificaciones aparte, e incluso olvidando el sentido original de la palabra, el cambio mas negativo es la demonizacion y la condena del espíritu del trabajo. El que llevemos décadas huyendo de la posibilidad de usar nuestros brazos, nuestras piernas o nuestras mentes para ponerlas al servicio de los demás. El que consideremos una victoria personal, y un triunfo social el alcanzar un nivel de vida alto, y por tanto “digno” sin haber tenido que practicar esa actividad odiosa, al parecer, a la que llamaban trabajo.
Comprendo que en un país en el que se acercan a los cinco millones, las personas sin posibilidad alguna de trabajo, a los que eufemísticamente se denomina “parados”, sea una incongruencia denunciar el hecho de que es la perdida de la virtud, del orgullo del trabajador y la emulación hasta el infinito, y más allá, de los parásitos improductivos, la que ha conducido paradójicamente a la imposibilidad de ofertar un puesto laboral al que puede quiere y necesita ejercerlo.
Pero es que no hay que ser un economista avanzado, ni un tratadista en sociología, para llegar a la conclusión de los polvos y los lodos. De la existencia de una espiral interminable de vividores que han llegado a estrangular el funcionamiento normal de un país, el que genera riqueza de forma tradicional, que sin duda no tiene nada que ver con el esquema de vivir, y bien, vendiendo el voto, al cacique que lo paga con dinero de un tercero que luego cobrará con intereses a aquellos, cada vez menos, que trabajando y contribuyendo con algo más que su voto, han permitido la generación de esta nube infernal y la persistencia de este juego nefasto.
Honor en el trabajo. Antes lo denominaba anacrónico. Ahora seria motivo de un chiste fácil, en una sociedad. en la que ser trabajador es lo mismo que ser un "pringao"; aquel que no puede ser otra cosa.
Solo que la historia, la realidad, es tozuda, y aunque la religión que identificaba el paraíso con la dictadura del proletariado haya pasado a mejor vida, no podemos olvidar que sin los que trabajan, sin nosotros, no hay futuro posible.
Quizás sea solo la nostalgia del que continua creyendo en los clásicos, pero me sigue pareciendo un lema magnífico. Decus in labore. --------------------------------------------------------------------
martes, 5 de abril de 2011
CAPRICHOS DE GOYA (XVII).-
sábado, 2 de abril de 2011
REFLEJOS EN UN OJO MORADO.-
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