domingo, 19 de junio de 2011

UN FINDE EN CAI.- (2).


Vidas paralelas en el Puerto de Santa María.-



Era uno de esos sencillos deseos, tan fácil de realizar y tan libre de pecado, que lo he ido postergando una y otra vez, situándolo siempre en la cola de las prioridades, aunque sin olvidar la deuda que, como alcalde de Villa del Rio, tenía conmigo. Atravesar la bahía en el vaporcito. Desde Cádiz al Puerto, o a Rota, y viceversa; experimentando el transporte marítimo, antes de que desaparezca por completo, y a la vez identificándome con todas esos relatos innumerables con tintes de vuelo gallináceo, como Pla asociaba al viajar en autobús, y con pátina romántica, sugerida por las novelas costumbristas, propia del color del cielo sobre el horizonte marino y las brisas de la primera hora y la última del día, cuando comienza y termina la aventura cotidiana, aderezada por el graznido de esos cuervos blancos llamados gaviotas y el aroma inconfundible e inseparable del puerto pesquero.
En el Cantábrico los llaman golondrinas, a pesar de que estas naves vuelen mas bien poco, y al ras. Por eso no me extrañó que el barco no fuese propiamente un vapor; catamarán de plástico a la ida y barquito de madera en las penúltimas a la vuelta, que me hizo recordar al heroico Tram Steamer de Álvaro Mutis y su auto desguace intentando escalar por última vez el rio tropical, al que había dedicado su existencia. Por cierto que en Cádiz tenían otro Mutis, Celestino, pero este era botánico.
De momento sigue cumpliendo. Y después del reconocimiento oficial como bien de interés cultural, espero que siga haciéndolo por muchos años más. Dejando al lado esos condicionantes incómodos y prescindibles relativos al confort, la eficiencia, o... la seguridad.
Tengamos fe, confiemos en los responsables de nuestro bienestar, y disfrutemos mientras tanto.
El viajero, como el vaporcito, reniega de su condición, de su falsa apariencia, e intenta pasar desapercibido, huyendo de los tópicos de cada lugar, que es la única forma de apartarse, algo, de los turistas de su calaña. Por eso cambio a primera persona y me sumerjo en las calles secundarias, si es que alguna merece tal categoría. Pueblo blanco, cuadriculado, desierto durante la hora del mediodía y que transmite a la vuelta de cada esquina, la sensación de decadencia, del pasado esplendor que los beneficios de su colaboración en la construcción de un nuevo mundo, -es una forma de verlo- junto a los efluvios que ese néctar llamado manzanilla, dejaron en sus calles y en sus gentes.
Y como en todas partes ahora, casas en semi ruina con el cartel fatídico, casa señoriales, que lo fueron, con el cartón medio roto y semi borrado por el sol, con el numero de un teléfono móvil, dando a entender que no es pieza apetecida por agencia inmobiliaria alguna, o que el vendedor vive fuera, y posiblemente lejos, y ha lanzado un mensaje desesperado en la última botella que quedaba en la bodega.
Solo que tiene una placa de mármol junto a la puerta de entrada, lápida que supongo también entregarán con la casa, y que hace referencia al niño que allí nació, y que con el tiempo se convirtió en D. Pedro Muñoz Seca (y Pérez Fernández, como firmaba todas sus comedias, en una época en que los apellidos no pasaban de dos y por tanto siempre creí, que eran de otro señor, de un colaborador, y creí bien). La miro con curiosidad, como el que acaba de realizar un descubrimiento modesto, pero apreciable, y con la simpatía que el recuerdo de Don Mendo me inspira. Agradecido y un tanto apesadumbrado por este bien de indudable interés cultural, aunque evidentemente no esté catalogado como tal, a punto de derrumbe.

Sigo paseando, con el obligado via crucis en las estaciones de la caña y la tapa, el catavinos y la tapa, y otra vez la caña y la tapa, por el calor, maravillándome que cuando pido una manzanilla, me dan a elegir entre cinco, y cuando pido una botella me la niegan. Las copas de una en una, y todas fresquitas.
En una de estas me topo con la iglesia principal, con sus cigüeñas en celo en los tejados – pienso como me engañaban cuando decían que estaban haciendo el gazpacho, la trola de Paris quedaba pequeña a su lado- y con un interior que confirmaba la existencia de tiempos mejores y la evidencia del poderío y del buen gusto de sus promotores. Más que nada me resultaba familiar su estilo, propio de la época final de la reconquista cuando hubo que construir tantos templos y tan deprisa que una vez conseguido el modelo idóneo solo era cuestión de repetir la fórmula. De Castilla la Vieja abajo, todos. Gótico tardío, obras inconclusas, y restos recuperados de alguna desamortización. (De la próxima, que está al caer, ya hablaremos más despacio).
Estaba yo cumpliendo con el rito del visitante molesto, durante la misa mayor, y aunque me descubrí la cabeza al entrar, intentando ocultar el panamá arrugado en mi mano, como he visto que hacen en las películas, di una vuelta discreta intentando valorar el asunto artístico, y no pude menos que escuchar el sermón, el responso o la homilía, como la llaman desde el concilio –uno sufre el concilio, como al cometa Halley, una sola vez en su vida, y no tiene sentido de hablar de este o aquel- sin poder dejar de seguir el discurso que me pareció fantasmagórico. Tocaba el tiempo de pentecostés, y oía frases entrecortadas sobre “ella” y sobre el espíritu, bajo aquel lienzo enorme y oscuro que coronaba el retablo y donde solo se distinguían lucecitas que bajaban del cielo sobre unas siluetas inmóviles. Miraba yo de reojo, para molestar lo menos posible a los fieles y al orador en su casulla festiva, continuando el paseo, y aun aceptando la evidente dificultad fonética que sufría aquel hombre, el esfuerzo que debió suponerle aprobar la asignatura de oratoria, me vi siguiendo su plática y me asombré de la magnífica, contemporánea a la vez que intemporal, traslación de los valores ocultos, de la sabiduría que una religión milenaria ha disfrazado tan eficientemente a lo largo de los años que la conozco. Coherente y sensato, hablando desde la tierra para los que están en ella, y confortando con sus palabras a más de cuatro de los que allí estaban sentados, y a un servidor, que se alejaba con la vergüenza del que no ha dejado una propina, es decir de haberlo felicitado. Solo que el escenario y el público me desaconsejaron esa opción. Además que quedaban estaciones, cruces sin visitar. Pero a pesar del aspecto de cantárida verde (o quizás roja, no me atreví a mirarlo de frente) del orador, reconozco que el mensaje era estupendo. Y es que las apariencias me siguen engañando.
También es verdad que el paseo, forzado en tierra extraña, después del café y el pastel, aceptables, me hace ver las cosas con el agrio estado de ánimo propio del que está añorando su siesta cotidiana y llora por su ausencia. Pero es que cuando veo el monumento a Rafael Alberti, cerca de la calle o plaza, no recuerdo, de Rafael Alberti, junto a la casa natal y fundación del ínclito, me doy cuenta del paralelismo, de la coincidencia, de cómo en un mismo pueblo nacen, con pocos años de diferencia, dos literatos ilustres, dos lumbreras de las letras hispanas, y como, y de qué manera, el paralelismo se queda en la nada. Uno aclamado por el público y denostado por la crítica, comete la osadía de cultivar uno de los valores más entrañables de nuestra cultura escrita, el humor. Y digo comete porque no se priva de la ironía e incluso el abierto sarcasmo a la hora de tratar la realidad política de los años que le tocaron. Comete el error de minusvalorar la falta de sutileza y la ausencia de complicidad de los destinatarios de sus puyas, y termina ejecutado a manos de unos fanáticos, en un lugar innombrable, Paracuellos. Este es el vencedor, o pertenece al bando de los vencedores según la memoria histórica de los que pretenden tener la patente.
El otro cultiva la poesía, y la cultiva con primor, aunque hace de ella un oficio y luego un pretexto para medrar en el bando de los perdedores, según la otra memoria histórica.. Paradojas. Premios sin fin, incluyendo el máximo, el Lenin de poesía, y un lugar para siempre en el olimpo de los consagrados, aunque después de penar un largo exilio que creo que es la peor condena que en vida puede sufrir nadie. Casi llega a los cien años, el perdedor, sesenta de los cuales recibiendo los desagravios correspondientes a su estatus, y si en ellos logró hacer algo coherente, y simpático, a mi entender, fue el renunciar al Príncipe de Asturias. –aunque el despropósito carroñero de los promotores, quedase en evidencia, otra vez-
Los dos nacieron en calles cercanas, fueron posiblemente al mismo colegio, de jesuitas, e incluso podrían haber coincidido en alguna checa de Madrid, que no es sinónimo de bar de copas o de señoritas, aunque en roles bastante distintos.
Y esta es la lección que la memoria y la historia, que son dos cosas distintas y, generalmente, mal avenidas, me sugieren.
Otra cosa es que la simpatía personal se incline siempre por los más débiles, por los que perdieron todo, y olvidándome de del color del dedo que aprieta el gatillo, me cieguen los ojos el color de la vida que se escapa tras el disparo. E incluso intente olvidar las crónicas más fidedignas, según pasan los años y van apareciendo documentos ocultos y testimonios silenciados, como los que nos descubre Trapiello en cada batalla de su cruzada por aquello tan confuso que seguimos llamando la verdad.
Por eso cuando escucho algo sobre leyes de memoria histórica o muerte digna, me tiro de los pelos – de los que me quedan el bigote- y pienso si un título más o menos estúpido corresponde por lo general a una idea banal o más bien al adjetivo preciso para los receptores de la misma -moi meme- presuntamente idiotas.
Que la memoria no puede ser histórica, ni la historia basarse solo en la memoria, oiga. Que la memoria cuanto mas cercana, es menos histórica, como bien sabemos lo que vamos cambiando la propia según las necesidades que nos impone la supervivencia. Y que la muerte no es digna, jamás, para el que no quiere morirse, y mire usted, deje de llamar a los que gritan pidiendo “democracia ya”, pacíficos no violentos. O son una cosa o la otra, pero tanta insistencia es dañina y, probablemente, malintencionada.
Ahora bien, si lo único que pretenden nuestros legisladores de todo a cien, con la facilidad del que tiene mayoría absoluta para refrendar todas sus ocurrencias, es añadir capítulos a los libros de leyes, con la firme convicción de que nadie va a cumplirlas, por la sencilla razón de que no hay quien les obligue a ello, y porque el ejemplo de los propios legisladores y sus cuates es bastante preclaro en ese sentido. Si lo único que pretenden es que parezca que pretenden algo, creo que actúan en consecuencia. A lo mejor es de lo que se trata, solo que sigo sin comprenderlo. Como tantas otras cosas.



P.D.- Ojo a los ojos de Paloma Valdés. No se han vuelto a ver.

P.D.- El"Vaporcito" se hundio ayer 30 de Agosto, al chocar con una roca junto al muelle de Cadiz. 80 pasajeros, todos, rescatados sin daño, y la sensación de que la nostalgia es necesariamente cosa del pasado. Y pensar que dudaba yo sobre su seguridad, el 19 de junio. Tonto de mi.
Descanse en paz.

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