
Y es precisamente esa imagen, ese paisaje enmarcado en el
portal de John Ford, en el que vemos alejarse al tío Ethan, o en el rostro
inmaculado de aquella joven cuya sonrisa te hizo soñar con el horizonte que
presumiste existía oculto tras los árboles, intuido al fondo del valle que se
iniciaba tras las rocas que cerraban el sueño.
Es esa diapositiva, a la que ya no puedes despojar de sus
manchas, partículas de polvo, o de la degradación de sus colores originales,
sin correr el riesgo de que se pierda para siempre, de que su ropaje
impresionista vaya acentuándose hasta limitarse a representar tonos ocres y
azulados tras la niebla, un Turner inacabado en un viaje de vuelta hacia el
lugar de la pared en que ahora las sombras parecen mas estáticas, más
siniestras y fantasmagóricas que nunca.

El libre albedrío según Calderón, la incapacidad humana para
discernir entre apariencia y realidad según Platón, nada nuevo aparentemente. Pero
si continuamos vivos es porque seguimos empujando la piedra cuesta arriba, y la
esperanza de seguir haciéndolo, de poder hacerlo, es la que nos sugiere
continuamente ideas para intentar una escapatoria, seguir creyendo que podremos
conseguirla, y poder conjurar la evanescencia con que nuestra memoria ha
guardado aquella imagen nítida de entonces y que ahora solo parece un fantasma
pixelado de difícil reconstrucción.
Aceptamos, que nuestros ojos no son los mismos de entonces y
que difícilmente lo será el panorama perdido, el Shangri-La de nuestras
fantasías adolescentes; pero no nos
rendimos, como no lo hace el Sísifo de Camus, ni nadie que pretenda seguir vivo.
Y si bien las fuerzas, el deposito de combustible ya no está lleno, no podemos pretender tampoco subirnos en el
tren de largo recorrido – Long train runnin, me encanta la canción de The
Doobie Brothers - tampoco cerraremos el mapa.
Supongo que las soluciones no figuran en manual alguno. Y
que probablemente no exista una guía de supervivencia para estúpidos, "Survival
for dummies", por lo que será valido e impagable cualquier intento individual al
respecto.

Afortunadamente, y no por desgracia, las penas son de los
hombres, las vaquitas son ajenas, como bien cantaba Yupanqui.
Y como no me rindo, repito para intentar convencerme de
ello, llevo tiempo buscando una solución, a mi alcance, para este tremendo
problema.
Comencé, intentando seleccionar ciertas secuencias, extraídas de la cinemateca universal en las que pude
imaginar el intento del autor de encontrar el talismán que yo buscaba, la piedra
filosofal que podía convertir la proyección de una película sobre una pantalla
rectangular en la imagen perseguida por tantos. Ya en Soylent Green - traducida como “Hasta que el destino nos
alcance”, demostrando que no solo nos alienamos con las imágenes, también con
las palabras - vemos a Edward G. Robinson entrar en la sala donde pasaría sus
últimos minutos contemplando el paisaje ante el que desaparecen todos los
temores, y el suyo, el de su final, era absoluto. Pero no nos permiten entrar
con él, y solo intuimos que existe el santo grial que andamos persiguiendo y
que su búsqueda es, en cierto modo, si no universal, al menos compartida.
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