Supongo que es uno de esos derechos laborales,- el unir
festividades con fines de semana- que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir y
que si lo ejercemos, es gracias a la lucha obrera de los últimos cincuenta o cien
años, según sea el interés del narrador en cuestión.
También sospecho que estos intervalos consumistas y
sincopados han surgido alrededor del desarrollo económico del país y que, según
han venido los tiempos, tanto se han reproducido como hongos en un otoño húmedo
y templado, como están iniciando su remisión temporal cuando las cosas vienen
mal dadas, como es nuestro caso.
Lo del esfuerzo, la lucha,
la sangre y la cárcel, me suenan a fantasía propia de capilla conventual,
cubierta de exvotos y de reliquias óseas de los santos de esta religión, la
misma que insiste en que hubo una transición, que tampoco he vivido, - al
parecer soy de los pocos que no lo han hecho - aunque la mayoría hable de ella
como del paso del Rubicón, o las quemas de las naves por los chicos de Cortés.
En todo caso no puedo negar que algunos muchos hayan penado por sus ideas
altruistas en este valle de lágrimas, y otros, bastante numerosos, se hayan beneficiado de dicho sufrimiento. Es cosa
natural.
De ahí que ponga en cuarentena el dogma sobre los derechos laborales
en un país donde el trabajo es una utopía, y donde el descanso semanal de este
puente decembrino – realmente ha durado casi una semana- haya sido penoso y obligatorio para aquellos que no estamos en
absoluto cansados, temiendo además que no pase de ser otro esperpento, para disfrute
o castigo de una población ciertamente estupefacta y desorientada.
Lo he sufrido, el puente, y no he podido evitar pensar en ello, asociarlo a ciertas ideas que vienen a ser nuevos chaparrones sobre las viejas
goteras de mi tejado. Me sigo mojando, y lo sigo contando.
Alfredo Landa, hasta entonces el cómico que representaba la
represión celtibera del varón en la España preconstitucional –insisto en el
detalle, solo para los creyentes- decide incorporarse a un papel donde la tragedia,
más bien la tragicomedia, margina el rol del payaso que llegó a dar nombre a un
género propio, el landismo. Si bien el encomiable intento previo en ese empeño personal,
“La niña de luto” de Summers, es otro de esos clásicos de nuestro cine del que,
todavía desconozco las razones para su inexplicable olvido.
Bardem le consigue el papel ideal para su segundo asalto en
“El Puente”, desgraciadamente usurpando el título de la obra maestra de Bernard
Vicky, cosa poco halagüeña, para comenzar un discurso.
El personaje landista, el del obrero que niega su
solidaridad a los compañeros en crisis y que ante la posibilidad de convertirse
en esquirol – el peor de los pecados para la religión aquella- decide tomarse
el puente sobre su Montesa Impala – Mi adorada Honoria “la Pop”, Snif- y
atravesar media España hasta llegar al paraíso costasoleño donde las suecas, el
walhalla del landismo- presumiblemente lo estarían esperando.
Y es este viaje el protagonista real de la película,
película on the road, en la carretera, y viaje iniciático, como el del
personaje de "El guardián entre el centeno”, el cuento de Salinger donde
el adolescente rompe la cáscara del huevo donde ha estado encerrado para
comenzar a volar en un mundo ciertamente inhóspito. Algo así sucede con el
bueno de Alfredo, a lomos de su monocilindríca, motor de dos tiempos, y
provisto de su slip-bañador estampado en piel de leopardo.
El genuino macho a la búsqueda del paraíso terrenal, a través de la realidad de una meseta desértica donde los verdes civiles, las procesiones religiosas,- que por aquello de la autocensura solían reconvertirse en desfiles fúnebres, entierros donde no faltasen los elementos de humor negro tan esenciales en la iconografía de nuestros artistas- y las fiestas patronales en las que el elemento central es la novillada, o similar, más la fuga y posterior detención por la guardia civil, del aspirante al matador que no quiere convertirse en víctima, constituyen el horizonte espacial del atribulado viajero.
El genuino macho a la búsqueda del paraíso terrenal, a través de la realidad de una meseta desértica donde los verdes civiles, las procesiones religiosas,- que por aquello de la autocensura solían reconvertirse en desfiles fúnebres, entierros donde no faltasen los elementos de humor negro tan esenciales en la iconografía de nuestros artistas- y las fiestas patronales en las que el elemento central es la novillada, o similar, más la fuga y posterior detención por la guardia civil, del aspirante al matador que no quiere convertirse en víctima, constituyen el horizonte espacial del atribulado viajero.
Viaje circular en el que, una vez has vuelto al punto de
partida, te das cuenta de que ya no eres el mismo. Convertido en otra persona,
te has iniciado en la búsqueda del santo grial,
llamado justicia, o al menos, para los modestos, coherencia.
La exageración en los contrastes, en la puesta en escena de
la insolidaridad más cruel, elemento básico en la sociedad de los sesenta,- como
en la de ahora- llega a restar credibilidad al fresco social `pretendido por
Bardem. Su afán docente, educador de la conciencia del espectador, penúltimo
intento de conseguir conversos para un credo que ha renunciado incluso a su
nombre, comunismo, lo echa a perder.
No obstante, creo que el cine español ha sido injusto con el
filme en cuestión y también con Bardem, una de las dos palmeras del desierto junto a Berlanga, a
las que habría que añadir quizás a Picazo, inolvidable Tula, Tulita; y sin duda
al pelirrojo, a Fernán Gómez.
Nostalgia de Landa, de su motocicleta y de la España de
aquellos años, la que quieren vendernos como emporio de resistencia activa,
caldero efervescente de mártires frente
a la dictadura, para justificar sin duda los beneficios recogidos por aquellos presuntos
luchadores que, entre otras cosas, santificaron la sucesión milagrosa entre
jefes de estado, totalmente ajenos a los deseos y necesidades del país, con el salvoconducto del testamento personal camuflado a modo de democrático
referéndum , herencia antinatural que convierte en perenne el
“Vivan las caenas” de hace doscientos, o cuatrocientos años. Vaya usted a
saber.
Y mientras el fraude se perpetua, y los epígonos de Bardem
añaden el apellido “plural” a su nueva agrupación, la fiesta, el puente, sigue
vivo.
Ahora, el puente más bien parece la fiesta del fin del mundo, aquella
del paso al año mil o al dos mil, en la que hay que apurar todo el placer que
nos quede en los bolsillos, antes del Armagedón.
Ignorando, los de siempre, que las fechas, incluso las históricas que presumiblemente cambian a un país entero, pasando de algo llamado dictadura a algo mal llamado democracia, las fijan en el calendario, a posteriori por supuesto, para intentar convencernos de lo contrario de lo que estamos contemplando.
Ignorando, los de siempre, que las fechas, incluso las históricas que presumiblemente cambian a un país entero, pasando de algo llamado dictadura a algo mal llamado democracia, las fijan en el calendario, a posteriori por supuesto, para intentar convencernos de lo contrario de lo que estamos contemplando.
El paisaje que Alfredo Landa recorría
en calzoncillos, y que resulta idéntico al de hoy, derechos laborales incluidos.
Un largo, larguísimo puente que no nos ha transformado en personas diferentes. Cincuenta
años, medio siglo, el tiempo que antes incluía dos generaciones, empleado en
volver a idéntico lugar, sin siquiera cuestionarnos si el error está en el
mapa, en la señorita del GPS que sigue recalculando el recorrido, o simplemente
en el conductor, en cada uno de nosotros.
Por más que el quinto de cerveza medio caliente de la venta
junto a la gasolinera, se haya convertido en la infinita gama de gin tonics que
hoy puedes elegir combinando las veinte ginebras con las treinta tónicas de la
carta en el resort de cada cruce de
carreteras. Como entonces, para el que pueda pagarlo.
Y como entonces el paisanaje sigue siendo idéntico, y el contraste entre el país virtual y democrático donde impera la ley emanada de la voluntad popular, y la realidad de los sufridos landistas, solo sirve como motivo de reflexión y de títulos para otro par de películas, “El viaje a ninguna parte” que venía a ser una versión coral de la de Bardem, y “Dios mío, como he caído tan bajo”, esta de Laura Antonelli antes de fallecer tras el último de sus innumerables procedimientos de cirugía plástica.
Y como entonces el paisanaje sigue siendo idéntico, y el contraste entre el país virtual y democrático donde impera la ley emanada de la voluntad popular, y la realidad de los sufridos landistas, solo sirve como motivo de reflexión y de títulos para otro par de películas, “El viaje a ninguna parte” que venía a ser una versión coral de la de Bardem, y “Dios mío, como he caído tan bajo”, esta de Laura Antonelli antes de fallecer tras el último de sus innumerables procedimientos de cirugía plástica.
¿Otra metáfora?
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