Han tenido que abrirse las puertas del cielo, de la nube
digital, para poder entrever la gloria celestial y recobrar el tiempo perdido, el
de profesar la fe en el cine de un autor
como Yasujiro Ozu.
Un solo título tuvo la culpa, Tokio Monogatari, que figuraba en algo tan ingenuamente
respetado para el cinéfilo, como es la lista de las diez mejores películas de
todos los tiempos. La canónica, elaborada
por los críticos de Cahiers, que no tuvieron en consideración la recaudación en
las salas, los intereses de la industria, ni siquiera la posibilidad remota de
que nosotros, sus feligreses, pudiésemos contemplarlas.
Así quedó “Cuentos de Tokio” como tantas otras dando vueltas
en la memoria evanescente hasta aparecer un buen día, como maná celestial, en
la filmoteca casera. A partir de ahí, el
flechazo, la historia de amor por un estilo, por un género apto para todas las
edades, el melodrama encerrado en todas y cada una de las películas de Yasujiro,
y las andanzas compartidas entre sus personajes y el espectador quien,
indefectiblemente, termina convertido en uno de ellos.
Periódicamente algún amigo me hace ver que ha descubierto un
director desconocido, Ozu, y se ha sentido en la necesidad imperiosa y urgente
de ver todo lo su cine. Me surge siempre la sonrisa interior, doble en este
caso, por compartir esa felicidad, esos noventa minutos repetidos tantas veces
como uno pueda, y por el inmenso número de películas que ha firmado el maestro,
desde las postrimerías del cine mudo hasta los albores del technicolor.
Reconozco que durante un tiempo, decidí colocarlo en el
altar con otros tres santos de mi devoción, Renoir, Ford y Buñuel, pero lo
cierto es que Yasujiro sigue en la tablilla central, con grave riesgo de que el
templo termine a su nombre. Excelsa candidatura.
Ni el blanco y negro, gris sucio antes de las
remasterizaciones, ni las extrañas ropas que visten los actores y actrices, tan
ajenas en las tradicionales niponas, e incluso en
sus amagos de incipiente occidentalización, ni tan siquiera la austeridad evidente en producciones, destinadas a rellenar las horas y las tardes en los cines del Japón de postguerra. Con tan solo media docena de actores, casi siempre los mismos, y en idénticos papeles. La cámara fija, en interiores cuadriculados, hogares con paredes de papel de bambú, puertas correderas y escaleras que solo tienen su función primigenia en el medio de donde surge el cine de Yasuhiro, el teatro.
Ninguna de esas aparentes limitaciones nos impide zambullirnos placenteramente en un escenario obsoleto de fotonovela exótica. Los insertos neorrealistas que muestran la desnudez del suburbio, cuando todas las ciudades eran un gigantesco suburbio, los cables eléctricos, el humo del tren que se aleja, marcan con absoluta precisión los tiempos de los cuadros, las escenas y los actos de la función, que de todo ello tiene el teatro filmado.
sus amagos de incipiente occidentalización, ni tan siquiera la austeridad evidente en producciones, destinadas a rellenar las horas y las tardes en los cines del Japón de postguerra. Con tan solo media docena de actores, casi siempre los mismos, y en idénticos papeles. La cámara fija, en interiores cuadriculados, hogares con paredes de papel de bambú, puertas correderas y escaleras que solo tienen su función primigenia en el medio de donde surge el cine de Yasuhiro, el teatro.
Ninguna de esas aparentes limitaciones nos impide zambullirnos placenteramente en un escenario obsoleto de fotonovela exótica. Los insertos neorrealistas que muestran la desnudez del suburbio, cuando todas las ciudades eran un gigantesco suburbio, los cables eléctricos, el humo del tren que se aleja, marcan con absoluta precisión los tiempos de los cuadros, las escenas y los actos de la función, que de todo ello tiene el teatro filmado.
La austeridad de la puesta en escena, y la aparente pobreza
de sus exteriores, no hacen otra cosa que resaltar magistralmente las historias
cotidianas de sus personajes.
La madre perfecta, omnipresente en su ausencia,
las hijas y sus vicisitudes preconyugales, tan de Jane Austen ellas, que te
hacen sucumbir en las redes de ese género imperecedero, el drama sentimental. Perfectamente
acompañadas por sus parejas futuras, frustradas o pretéritas, mientras los
parientes, vecinos, y sobre todo los amigos del padre, cierran el circulo de
afecto y solidaridad de esa institución intemporal llamada familia.
Constelación humana que gira alrededor de un astro muy
especial, de un personaje afable, humilde hasta la modestia, parco en palabras
y de sonrisa tan exuberante como perenne , tan natural como sincera, el padre.
Interpretado por Chishu Ryu, quien personifica con un frugal aditamento, bigote y
taza de sake, la fusión entre oriente y occidente, a la vez que muestra
el poder que la economía de gestos tiene a la hora de crear un personaje que se
nos vuelve tan entrañable como su familia, como su mundo, como el cine de Yasujiro
Ozu que define perfectamente el significado de esas dos palabras, cine de
culto. Imposible no rendir culto, no volverse feligrés apasionado de sus
películas.
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