Retrato de familia.-
Lisbeth y Britta, o Carl Larsson, el pintor hogareño.
Ya la estudiada colocación de los componentes de dos, o
tres, generaciones – no hay retrato de familia sin padres – ante el sádico que
te pide mantener los ojos abiertos para cegarte a continuación con el fogonazo,
predispone ante la contemplación del resultado, predisponen en contrario,
naturalmente a los que no salen en la
foto, aunque tambien alguno de ellos tenga que lamentar a lo largo de su vida,
el desagrado de contemplar el nudo desviado de la corbata, o el aspecto de
tonta - totalmente irreal- que aparentaba la tía Eduvigis – todas las tías se
llaman Eduvigis, por definición, o así debieran llamarse- con su sonrisa,
ficticia y forzada.
Las llaman documentos gráficos, o valiosísimos reflejos
sociológicos de una epoca. Y realmente quedan a disposición exclusiva de esos
arqueólogos modernos a los que llamamos sociólogos. A disposición de ellos y de
algún biznieto con síndrome de Diógenes que, a fuerza de guardarlo todo, guarda
la copia evanescente – los fijadores químicos siempre fueron el talón de
Aquiles de los fotógrafos chapuceros.- y rara vez perduran para la imaginería
colectiva, aparte de los retratos de determinados linajes mayestáticos, o de
sagas titulares de circos y espectáculos ambulantes.
En el terreno de la imagen artística, de la pintura, son
pocos los autores que han considerado atractivo o inspirador, el retratar a una
familia ajena.
Porque después de la pose, de la composición propia del
estudio, es el hecho de que sean extraños los personajes a quien los va a contemplar,
tanto como a quien los fija en el papel o en la tela, y por tanto van a quedar
relegados estos paisajes con figuras al ostracismo particular, al muro del zaguán,
frente o al lado del corazón de Jesús, que viene a ser lo mismo.
Eso, hasta que encuentro en un chamarilero, un par de oleos
sugestivos, un señor con una niña sobre sus hombros, y en el otro, una dama con
otra pequeña junto a su falda.
Me los llevo, y los ubico en lugar preferente del salón,
entre un póster de Woody Allen y la copia de un retrato de Marilyn junto a Tony
(Geraldine que no Daphne).
Obviamente son parte de una composición, un díptico quizás – y aunque, como abajo firmante figure un tal Barón, parece evidente que es fruto de un copista en serie para surtir las demandas de turistas desinformados, o aspirantes a colgar un par de oleos en su casa, un servidor.
Obviamente son parte de una composición, un díptico quizás – y aunque, como abajo firmante figure un tal Barón, parece evidente que es fruto de un copista en serie para surtir las demandas de turistas desinformados, o aspirantes a colgar un par de oleos en su casa, un servidor.
Y es que, aparte de lo alejado de su indumentaria, o del
color de sus cabellos -son suecos de finales del ochocientos- y a pesar de la
elección cuasi fosforescente que el artesano ha elegido para remedar el azul,
que adorna débilmente uno de los muebles del fondo del comedor familiar, y de que
periódicamente, me tientan con la posibilidad de arreglarlo personalmente, para evitarme
futuros sobresaltos, (que me los prohibirán dentro de poco, y hay que ser previsor
) a pesar de ello, y considerando que mi capacidad artística, está fuera de toda duda, es decir llamémosla propiamente,
incapacidad, me hace temer la posibilidad de elegir algún azul todavía más nefasto
que el de la paleta del copista, a la vez que me hace recordar los arreglos que
Mr. Bean realiza en aquella obra maestra a la que inevitablemente llega a
sustituir por un… póster. Sufro pues,
pero me contengo.
Y ahí siguen, la pareja, el cuarteto familiar que, desde el
primer momento, me están sugiriendo algo inconfesable para el que repudia los
retratos ajenos, ya que en cierto modo debo aceptar que son mi retrato
familiar.
Carl Larsson casi no hizo otra cosa en su extensa carrera,
sus hijos y sus acuarelas, Eso y la fortuna que otorga la gloria, y que permite
al artista trascender desde Escandinavia a Paris, y desde allí a todo el mundo.
Y pasan años, pasa uno más bien y los años permanecen,
porque el tiempo es otra cosa, y tardo en descubrir, por azar, un cuaderno de
ayuda para el acuarelista principiante, donde figuran los trazos, los colores,
y el nombre del autor verdadero, hasta entonces ignoto, de quien no hizo otra
cosa que intentar fijar el momento, detener cada instante en la vida de sus hijos,
de conservar esas sensaciones placenteras e inigualables de ver crecer los
niños junto a ti. Y como tuvo muchos, instantes e hijos, su resultado es uno de
los conjuntos más apacibles y reconfortantes, que uno pueda contemplar en
pinacoteca alguna.
En este caso el Swedish Nacional Museum of Fine Arts de
Stockholm, se convierte en una obligación a cumplimentar en un futuro cercano,
antes que la del camino de, y por supuesto, después de la crisis, una vez
superada esta. (La de los cincuenta, que se me está alargando un poco. A la
otra que le den).
De momento, he disfrutado de un anticipo, la vida sin
anticipos ni es vida ni es nada, con el monográfico del Petit Palais parisino.
El poder contemplar las acuarelas originales, el
extraordinario dibujante que está detrás de cada una, la textura de los
vestidos, las hojas de los árboles, bajo la luz del corto e intenso verano con
Mónica (esa es de Bergman), y sobre todo el comprobar, más que sospechar, que entre
los espectadores, en el último dia de la exposición, estaban en cierto modo,
rostros nórdicos, de abuelitas suecas, de chicas, y de varones que no podían
ocultar su procedencia, sin olvidarme de aquellos que sin poseer ADN cercano a
los modelos originales, estábamos convencidos de haber sido retratados por el
pintor.
La sensación es realmente especial. Te sientes flotar en una
dimensión indefinible y compartes, en cierto modo el éxtasis que los creyentes
verdaderos llegan a sentir. Los verdaderos me refiero, porque a los simuladores
se les pilla enseguida, como al trilero que ejercía a la orilla del Sena, con
un ojo en el cubilete y el otro avizor ante la proximidad de los gendarmes.
Verdaderamente resulta placentero el enfrentarte a la obra
de pintores que eligen motivos modestos, su propio entorno familiar, y medios
tan humildes como la acuarela en formatos discretos, que hacen ostentación de
su fe en la pintura figurativa, y que te hacen evocar la mañana del dia de
reyes cuando tenias los años en que los reyes eran solo eso, los que traían
regalos, la caja de lápices de colores Alpino, que tanto tiempo después la
nostalgia convierte en la puerta mágica
de lo que podría haber hecho con ella Carl Larsson, aunque obviamente entonces,
solo nos sirviese para sacarles punta una y otra vez hasta que…
P.D.- Lisbeth y Britta es el nombre de sus hijas. Aunque
algunos herejes lo usen para denominar así a la jarra con filtro para el agua
del grifo, creyendo que de ese modo se convierte en bebible. Allá ellos.
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