Patrimonio de la Humanidad, dicen, y
últimamente con la coletilla de inmaterial. Inmediatamente me surge
el apóstrofe, la pregunta que me hago ante tamaña desmesura.
¿Realmente han preguntado sobre el asunto a la Humanidad? ¿Ha
aceptado esa buena señora la titularidad del bien en cuestión?.
Por lo poco que conozco esa
abstracción, en la que intentamos condensar la vida humana sobre la
tierra, desde nos sabemos tampoco cuando, sospecho que son fuegos de
artificio en honor de San Dimas (el buen ladrón), o reminiscencias
de las justas poéticas, de los juegos florales provincianos que
obstinadamente se niegan a desaparecer en una época que, obviamente,
ha dejado de ser la suya.
Aceptemoslos, no discutamos si no
queremos hacernos, o que nos hagan, daño. Y menos por bagatelas que
serán puestas en evidencia a la menor. Vale chicos, esto, eso y
aquello son, o pronto lo serán: “Patrimonio de la humanidad”,
siempre y cuando tenga algo que ver con vuestro, nuestro, ombligo,
hasta la pelusa si es necesario, este dentro de la categoría
intangible o evanescente, para inventar etiquetas, perdón, tags. En
el mientras, naturalmente, a la Humanidad que le den.

No estoy contando, sino inventando, no
hay temor de destriparla. Virtudes como la de su duración, ochenta
minutos son más que suficientes, pinceladas de claroscuro, ausencias
sublimes que ahorran tedio al espectador, y encuadres iterativos
donde los personajes ocupan el lugar que les otorga la historia de la
humanidad, fragmentos humanos dentro de cualquier rinconcito del
paisaje. Más que suficiente la puesta en escena, el resto,
inabarcable, corresponde añadirlo al espectador. Y en esas estamos.

Lo hace Polonia, lo veo entre los
fotogramas, los planos semiestáticos de esta película, un país que
ha sido victima entre las victimas, y que podría encabezar del
ranking, en este caso cruel y estúpido de países europeos que más
han sufrido en el ultimo siglo.
Lo hicieron antes, desde el principio,
los alemanes, reconociendo lo innegable, y asumiendo ya en
Wir Wunderkinder 1958, Nosotros los
Niños Prodigio, de Kurt Hoffmann, que este arrepentimiento precoz
podía ser tan falso como imprescindible para la sociedad alemana de
posguerra, cuando los mismos perros, con idénticos collares,
continuaban dirigiendo el barco.
Infatigablemente el cine alemán, con
el intervalo de los felices sesenta, el cine de gansters “Krimi”,
ha vuelto una y otra vez a las causas y a las consecuencias de aquel
desastre, insistiendo en que ni todos fuimos tan malos, ni los buenos
tuvieron muchas oportunidades, hasta la penúltima y reciente
miniserie “Hijos del III Reich”, pasando por la extraordinaria
“Heimat” Edgar Reitz, de los años ochenta, todos han insistido
en usar la pantalla como muro de las lamentaciones sobre el lado
oscuro del alma de una nación. Incluso siguen penando en “La vida
de los otros”, pidiendo disculpas por lo que, evidentemente, estuvo
mal hecho por un Estado, y deben responsabilizarse todos. Admirable
madurez.

Curiosamente, hasta el Nobel de
literatura de este año, abunda en la redención de los pecados.
Patrick Modiano, monotemático en toda su obra, no hace otra cosa que
denunciar, con la ironía propia de quien sabe y puede utilizarla, la
mala sangre francesa para con los ascendientes judíos de Modiano y
para muchos otros franceses, de hecho la ocupación no fue otra cosa
que la emulación gala de la guerra civil que acababa de terminar al
otro lado de los Pirineos, y el que la fundación Nobel haya optado
por insistir en este tema , no es tanto por darme la razón, que
también, como en seguir la tendencia, lo mas cómodo, que lo de
crearla ya es otra cosa.
No, de ninguna manera. Aquí no hubo
nada de eso, nada de nada, como dice la monjita de la película, y no
hay que pedir disculpas a nadie, ni estar doloridos, sufrientes por
culpabilidades apócrifas, y así nos va.
De hecho, por lo que yo observo, no hay
examen de conciencia, ni contrición, ni hubo rey que abandonase su
país para nunca más volver, no hubo guerra civil (todas lo son,
como nos recuerdan los polacos), no hubo dictadura, a semejanza de la
primera posguerra alemana, y mucho menos nada por lo que haya que
arrepentirse, para intentar evitar lo mismo que el resto de países
europeos, que el horror, cuando lo hubo, no vuelva a repetirse, el
propósito de la enmienda. No es nuestro caso y en todo caso las
victimas, una de cada diez españoles incluyendo cárcel y exilio, lo
fueron por ser exclusivamente de izquierdas o derechas, como bien nos
han convencido, jamás por ser lo que realmente fueron todas,
republicanas.

Si es que hasta los portugueses nos
llevan ventaja, que el “Tren de noche a Lisboa” Bille August, del
año pasado, ya se sumaba al evento este de la humanidad compungida.
Que a modernos no nos gana nadie, y
aunque ya no esté Berlanga, que es el quien más se ha aproximado al
mea culpa generacional, cualquier día nos sorprenden otro Santiago
Segura u otro Almodovar en uno de sus novísimos registros de
posmodernidad, poniendo en claro alguno de esos episodios cubiertos
de total oscuridad en nuestra historia. Para que luego digáis que no
soy optimista.

Lástima que, después, Saura y su
epígono Gutiérrez Aragón se empeñasen durante décadas en
mostrarnos unas imágenes tan abstractas y expresionistas sobre la
realidad española que, ni con un terapeuta mental, y el
correspondiente e incomodo diván, pudimos desentrañar las ambiguas
denuncias que, supongo, pretendían exponer. De no ser porque en
alguna ocasión los radicales del Frente Atlético, o similares,
tirasen huevos podridos, bajo las marquesinas de los cines donde las
proyectaban, jamás hubiésemos imaginado que eran películas
progresistas.
Esperando estamos, ya digo, que alguien
nos lo explique tan sencilla y certeramente como Pawlikowski en Ida,
incluso que alguien, yo mismo, tenga que volver a iniciar el folio
con un encabezamiento así:
¿Tu quoque España?.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Opinar es una manera de ejercer la libertad.