Ayer fui al museo.-
Ponían la película: ” Grandes pintores andaluces en la
fundación X” (De Zurbarán a Picasso).
Y ya son ganas de provocar. Parece ser que no tuvieron
bastante con la disputa sobre la propiedad del Guadiana, el sí es mío si es
tuyo, que no llegó a más porque los auténticos titulares seguían estando en
Madrid – en el mismo partido- además que en Andalucía y Extremadura. Una
ocasión perdida para tener entretenido al personal que, en cuanto le tocan la
pelusa del ombligo, son capaces de morir o matar.
Y es que tenía entendido que Zurbarán era natural de
Fuente de Cantos, y que el malaguismo de Picasso no duró más allá de su primera
comunión, pero un hábil, y ya habitual, pisotón en la parte do más daño hacía,
reconvino mi actitud contestataria, y enmudeciome de impertinencias para el
resto de la visita.
Visita obligada por la meteorología, y por otras razones que
expondré a continuación, y que son la razón de mi desdicha.
Y es que son estas lluvias primaverales las que reúnen las condiciones
óptimas para ejercer el tradicional plan renove.
Uno suele castigar al paraguas con los aguavientos otoñales
y el transporte cotidiano durante todo el invierno, por si plugiese al cielo, y
la verdad que, en llegando los primeros días de marzo en los que las nubes
dejan paso a esa luz intermitente, entre chubasco y chaparrón, todo el mundo se
ve obligado a cargar con su paraguas, a pesar de tomar consciencia de la
dificultad que entraña su portabilidad a la hora de entrar en determinados
locales.
Antes, el plan recambio anual lo hacía en el cine,
preferente en tiempos de la sesión continua, permitiéndome salir en el momento adecuado, en
solitario, y con el portero ausente, dándome ocasión a elegir la mejor pieza
del paragüero, e incluso probarla antes de salir con ella, ya que no hay nada
más frustrante que correr riesgos por algo que no los merece.
Después, los minicines, y sus habituales, gente de
chubasquero y plegables, ya me ensombrecieron el horizonte, teniendo que
centrar el recambio anual en las visitas a museos, de medio o de cierto pelo,
porque los grandes asignan una etiqueta resguardo a cada pieza que entregas,
imposibilitando su anual renacimiento.
Exposición por tanto,
en sus primeras jornadas, en dia lluvioso y primaveral, de los que
animan al personal a abandonar su cubículo invernal, y a cubrirse con sus
mejores galas y paraguas a tono. Ese es, o era, el momento ideal, hasta no hace
tanto.
Los paraguas, numerosos, entre los que pude elegir, pertenecían
todos a la categoría ínfima, chinos, de los de usar y tirar, pero que solo han
ejercido la primera parte de su función, y sus dueños han olvidado la última y
fundamental, tirar, antes de llevar y depositarlos en la zona idónea del museo,
del banco, del negociado, del edificio de múltiples usos, cementerio de
funcionarios, hasta de los templos dominicales, donde nunca he ejercido el
ritual, más que nada porque los practicantes son igualmente prudentes y siempre
hay un par de pobres – de los de solemnidad- en la puerta, mirando de reojo.
Al final, he tenido que volver a recoger el mío, el mediorroto
de hace varias temporadas, con dos varillas sueltas y el velcro descosido de su
cintura. Un atentico desastre.
He comentado el asunto con otros compañeros de patio, y me
refieren situaciones idénticas en sus quehaceres. Desde hace unos años, media docena,
no tienen ocasión para ejercer sus dotes especuladoras, sus enriquecimientos
súbitos, basados tanto en la inocencia de sus víctimas, la ignorancia en lo que
puede suceder a sus ahorros-paraguas cuando están vigilados por otros, a la vez
que en la complicidad de los guardianes del bien común, de los porteros a los
que una discreta propina los hace alejarse de la vigilancia y acercarse al ambigú,
para invertirla de inmediato en preferentes
del líquido elemento, de los comisionistas de rigor que, ahora, me cuentan,
andan mesándose los cabellos, cuidándose las espaldas, y hasta temerosos de la
justicia divina –de la humana todavía no- ante la frecuencia con que otros síndicos
de la logia del tanto por ciento, son llevados a los juzgados –pocos, a los
tribunales- y hasta expuestos a la peor de las torturas, la de ser expuestos en
los noticiarios con nombres y apellidos, cosa que disgusta sobre manera a sus crías
adolescentes y a las ex, que no hacen más que repetirles aquello de ya me lo
decía mi madre. Aunque lo peor de todo, insisten, es la ausencia de posibles en
los bolsillos de esa clase media que antes les daba leche, les daba lana, y
queso para toda la semana.
En fin, que habrá que esperar tiempos mejores, y tendré que
estirar la existencia de este pobre que compré al mantero, de color, aquel dia
lluvioso de hace tres años, después de una dura negociación en la que el muy ladino
no quería aceptar mi oferta de cinco euros. Ya no sé a donde vamos a llegar.
Los compañeros de patio me dicen que ellos hasta ahí no
llegan, exentos de adelantar fianzas, impunes e inmunes a la obligación devolver
lo tan hábilmente han ganado, y que han guardado el fruto de su trabajo en
lugares alejados de miradas indiscretas y, por supuesto de las arcas del fisco,
lugares solo recomendables para pringados, parias excluidos de la pomada.
Pero que, no obstante, ya están impacientes por volver a
mover el dinero- de los demás- que es lo lleva adelante a un país, me dicen.
¿La exposición?
Un Murillo y un Zurbarán memorables. De esos que no pueden
contemplarse en museo alguno, y que, uno
entre diez, confirman la paternidad, y genialidad, de su pintor.
El baño bien, discreto y limpio, sin ostentación alguna.
Todavía desconozco por qué en las criticas gastronómicas conceden tanta importancia al sumiller o al número de
botellas de su bodega, cuando rara vez consigo pasar más allá de la primera, y
nula a la accesibilidad, higiene y confort de sus servicios. Otra incoherencia
que tendremos que poner en solfa. Pero eso ya otro día.
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