Alexandr Sokurov 2002
Un solo plano secuencia de 90 minutos, grabación digital en
alta definición, rodada en un solo día -la cuarta toma fue definitiva- en el
Palacio de Invierno de San Petersburgo.
La escena del baile es de hecho la reconstrucción del último
guateque del imperio ruso, en 1913.
La idea central es idéntica a la impresión que los artistas,
y el pueblo ruso en general, alumbraron al finalizar el régimen estalinista y
descubrir las maravillas que el arte de su país había producido y resguardado
en el museo ruso de San Petersburgo. El deslumbramiento ante las maravillas que ese arca había mantenido
a salvo, a flote de las catástrofes de una historia que, podemos reconstruir
parcial y brillantemente a través de su extensísima colección.
Y ha servido una pequeña muestra, probablemente la milésima parte
de ella, la que ha aterrizado en el Museo Ruso de Málaga, para permitirnos descubrir
esa parte de la pintura, del arte universal que solo conocíamos directamente, por
media docena de nombres propios pertenecientes a la época en que el arte pictórico
se hizo realmente popular y universal, hace poco más de un siglo, debido a las
técnicas de reproducción masiva y a la eclosión de corrientes artísticas, el
impresionismo y la abstracción, que cambiaron nuestra forma de ver, juzgar, y
disfrutar la pintura.
Por eso la visita a la galería malagueña ha supuesto
forzosamente la reedición del deslumbramiento que Sokurov hace sufrir a su
protagonista francés en la fantasmagórica visita al palacio de invierno, el
descubrimiento para un lego en arte ruso, un servidor, para quien los iconos o
los huevos Fabergé (estos afortunadamente no salen en la versión española, la
de la fábrica de tabacos andaluza) no pasaban de ser una trampa para ingenuos
consumidores de imitaciones, de copias falsas de originales que, quizás nunca
existieron.
Ahora me descubro ante el primer icono, ante el segundo y el
octavo, imagino a Andrei Rubliev – la película soviética, de Tarkovsky, quien no se arredra ante los ivanes de Eisenstein,
aprendo que Ivan Grozni no quiere decir Ivan El Terrible sino “El Cruel”, medito sobre la diferencia de sentido de la
traducción, y recuerdo el documental en que Sokurov homenajea a Tarkovski, quizás el mejor panegírico que hayan hecho a un cineasta, y
salto la edad oscura, el medioevo, hasta encontrarme con los ecos del renacimiento europeo en
los pintores rusos, su evolución de la corte hacia el realismo y el naturalismo
campesino, sus intemporales frescos de la imaginación, de la cultura rusa, sus
cuadros descritos por Bilibin, por Pushkin o por Chejov y que los pintores han
reflejado minuciosamente en los lienzos, las escenas familiares y rituales de
la sociedad campesina, los espectaculares vestuarios boyardos, exóticos para
nosotros, ropajes del pueblo ruso a lo largo de cien, doscientos años.
Y tras cada pintura dos historias, la oficial que nos explica
el guía portátil, y la que el espectador descubre en los pequeños detalles, en
los fondos que enriquecen al personaje. Porque es una pintura de personajes,
retratos de primerísimo nivel artístico, y de paisajes que inevitablemente se
convierten en retratos del alma, en estados de animo que el pintor no quiere
dejar escapar.
Una visita cuyos efectos, espero, me durarán una larga
temporada.
Constato curiosidades accesorias que no lo son, más bien
evidencias de cambios inevitables y supongo que venturosos.
La colección permanente, la que visité dejando a los contemporáneos
de Diaghilev para otro dia, no es tal. Es permanente solo trescientos y pico días,
para regresar después a la casa madre, al arca rusa, y ser renovada con otras
tantas obras, una vez al año, dando forma a un museo vivo, al que resultará
imprescindible volver de vez en cuando.
La segunda cuestión que plantea esta nueva modalidad de
museo absolutamente privado y comercial, gestionado por la misma sociedad que también
lo hace con el Pompidou malagueño, del que hablaremos otro día, es la de
plantear la dicotomía entre la cultura oficial, subvencionada, y la del libre
mercado, el negocio de quienes se arriesgan a alquilar parte de sus joyas al
estado ruso y exhibirlas allí donde haya espectadores, y dinero, deseosos de
disfrutarlas. No voy a entrar en disquisiciones morales o metafísicas, para las
que me reconozco escasamente dotado, pero si desear que el tiempo sea benévolo y
fructífero con estos innovadores, y nos permitan disfrutar durante muchos años de
un museo de verdad en Málaga, por fin.
Conste que me reservo el aspecto negativo de la visita, la
frustración ante la respuesta a mi pregunta sobre la ubicación de la sala de
proyección donde estaba anunciada “Ojos negros” de Nikita Mikhalkov 1987, a las
18h.
-Eso fue ayer- me responden. Y aprendo otra cosa nueva , que
el hoy en una búsqueda de internet, no tiene forzosa ubicación en el día actual, sino solamente en aquel cuando
la página fue elaborada. No deja uno de enriquecer su conocimiento, experiencia
y tropezónes mediante.
Y ya que he mencionado a la santísima trinidad del cine ruso contemporáneo,
Sokurov, Tarkovsky y Mikhalkov, me veo obligado a mencionar otros apellidos que
inevitable debo incorpora a mi santoral, gracias al museo ruso: Malevich,
Briulov, Vorobiov, Venetsianov, Aivazovski, Makovski, Golovin, Tatlin, y así
hasta el infinito.
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