martes, 7 de abril de 2015

STRANGE FRUIT

Billie Holiday


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1 comentario:

  1. Te envío este artículo de Gabriel Albiac

    Los tipos duros dicen escuchar a Billie Holiday cuando están solos. Sólo. No es decente exhibir las emociones, saben los tipos duros. Echan todos los cerrojos antes. Y se ajustan los cascos al máximo volumen. Que nada quede del mundo exterior allí, en la habitación cerrada e inhabitable donde la dama que canta el blues dice sentirse tan triste y repite que no volverá a cantar eso nunca. Nunca más. Anteayer cumplió cien años. En todos los tocadiscos.

    No se nace con la voz rota. Es ése un don que te da la vida. Como todo. Y, en los dones, gozo y dolor son lo mismo. La Billie Holiday que amamos, ingenuamente crueles, es la de las oscuras grabaciones en la Verve Records de mediados los cuarenta. O la del último concierto, 1959, en el Mars Club de París, de cuya desolación dejará testimonio Françoise Sagan años más tarde: «Era Billie Holiday y no era ella, había adelgazado, envejecido, sobre sus brazos se apelotonaban los pinchazos... Cantaba con los ojos gachos, se saltaba estrofas... Los asistentes aplaudían sin parar, lo cual hizo que ella dejara caer sobre ellos una mirada a la vez irónica y compasiva, una mirada, de hecho, feroz hacia sí misma». Era la Billie que aún amamos: toda de sombra, toda de óxido y humo su voz.

    No fue así siempre. La voz que se escucha en las primeras grabaciones para la Columbia en los años treinta, apenas salida del burdel y de la cárcel, es la voz cristalina de una muchacha de veinte años prodigiosamente dotada para el swing. El alcohol, una infalible vocación por la desdicha, la heroína finalmente, esmerilarán ese cristal hasta su rugoso resquebrajarse en la más desesperada de sus grabaciones, el 12 de febrero de 1945, de aquel Strange Fruit que, seis años antes, había dado al traste con su grata carrera de vocalista en salones de baile de la juventud dorada.

    Strange Fruit fue un imprevisto: poema musicado de un judío izquierdista, Abel Meerepol. Todos le dijeron a Billie que no debía cantar aquella elegía atroz a los extraños frutos negros que acuna la brisa en ramas de los árboles sureños. No era el tiempo. Y los versos, que quiebran su voz en la grabación del 45, no admitían ambigüedad alegórica: «Escena bucólica del galante Sur, / ojos desorbitados y boca torcida, / perfume de magnolia dulce y fresco, / luego súbito olor de carne quemada... / Es una extraña y amarga cosecha». Strange Fruit acabó con la gentil cantante negra de moda en los cabarets blancos. Y aceleró el camino de su abismo. Punteado por algunos de los momentos más intensos de la música del siglo veinte. Yo no sé con certeza si todas las culturas exigen, como la nuestra, sacrificar en la extrema desdicha a un mortal para hacer luego de él leyenda: así, con Billie Holiday. Sé que ella hubiera preferido no cargar con ese peso que hizo a su voz vehículo de todas las tristezas.

    Strange Fruit la destruyó al trocarla en mito. Y un pudor primordial exige escuchar eso en una soledad de plegaria. Billie Holiday está en los instantes más puros de esa emoción fuera del tiempo que vale sólo la pena en nuestras vidas. Pagó. Todo se paga: más alto cuanto más valioso. La belleza es inmisericorde. Con quienes la capturan. Y hay que echar los cerrojos, los minuciosos cerrojos del último refugio, para escuchar a la dama, para seguir sus medidas distorsiones, para atisbar el infierno en los destellos de esas esquirlas súbitas de paraíso. Los tipos duros escuchan. Como ausentes. Son cien años. De ella: la que canta el blues. Escuchan en silencio.

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