La
menor incidencia nos aliviaba y nos daba esperanzas de escapatoria de
aquel letargo invernal que se había prolongado durante la
primavera y el verano siguientes. Perdida ya la noción del
reloj interno de la naturaleza, el que mantiene con vida a los
animales, a las plantas e incluso hasta a las piedras supongo, en la
convicción de que ellas ya estaban antes ahí, mucho
antes que todos nosotros, por más que con la sangre o la savia
pretendamos presumir de ese breve desafío que mantenemos con
el tiempo, dueño y señor.
La
monotonía de la sesión semanal, y única, en el
cine del pueblo, viendo películas casi por obligación,
como mirador exclusivo al mundo exterior, cuyo acceso imaginábamos
vedado absolutamente, con argumentos lejanos a los nuestros y
siempre, inevitablemente basados en la ficción, en los viejos
géneros del teatro clásico, cuyos personajes e incluso
indumentaria, solían vestir los actores. Hastío
esperado y deseado durante seis días, que se confirmaba
inevitablemente al séptimo, como la creación, asunto
indiscutible por aquel entonces.
La
sorpresa más habitual, que ni siquiera lo era, consistía
en ver aparecer unas manchas blancas en el rostro de las estrellas de
la cartelera, o en el cielo que festoneaba las verdes praderas sobre
las que simulaban cabalgar James Stewart o Richard Widmark. Manchas
pequeñas que se multiplicaban y crecían velozmente
hasta confluir en un blanco total que cubría toda la pantalla
suspendiendo temporalmente la función. Fastidio para unos,
alivio para otros, y en todo caso, ruptura de aquella actividad
pasiva a la que los espectadores nos dedicábamos con menor
interés que el motivado por la bolsa de pipas -semillas- que sujetaba
nuestra mano izquierda. (Las películas eran habitualmente desechos de las distribuidoras, en su afán suicida de matar la afición al cine).
Breve
descanso, ocasionado por la impericia o la distracción de
quien laboraba tras el agujero luminoso que brillaba sobre el muro
trasero, justo al final del gallinero, más tarde llamado
paraíso, que olvidaba mantener el bucle oscilante de la cinta
con la longitud mínima de rigor, aquellos cinco o siete
centímetros por debajo de los cuales, el riesgo de que la
tensión de la maquinaria rompiese la película se
convertía en suceso, ocasionando que el ultimo fotograma
quedase inmóvil frente al calor de aquellos pirulís de
carbono forrados de cobre -arco voltaico-que eran, al fin y al cabo
los causantes de aquel fenómeno milagroso llamado cine, la
luz de Dios, parecida a la que surge entre nubes espesas, ciertos
días de febrero y de marzo, iluminando sucesiva y rápidamente
pequeñas porciones del suelo, como si alguien , desde allí
arriba, estuviese buscando algo o a alguno, perentoriamente.
El
tiempo justo, segundos mal contados, para cortar los fotogramas
dañados, pegar otra vez con acetona los extremos, y volver a
recuperar la secuencia en el punto aproximado a donde la habíamos
dejado.
Si
el proyeccionista era amble, o temeroso quizás de los
denuestos sonoros que le llegaban, ponía un disco en el tiempo
muerto, uno de los dos o tres que estaban a su disposición,
usualmente aquel que ya estaba depositado en el plato giradiscos, “El
emigrante” de Juanito Valderrama o quizás “El Fracasado”
de Rafael Farina, - en lugar de los lieder de Schubert que solía
cantar la tía Eduviges, a aquellos que disponían de
semejante engorro - algo que marcaría para siempre nuestros
gustos musicales y afortunadamente dejaría colgando un cable
irrompible, oscilando en la memoria para aferrarnos a él a lo
largo de los años, cuando necesitásemos que la
nostalgia ahuyentase a la terrible melancolía, pero eso ya es
otra historia.
Sucede
que aquel episodio habitual por iterativo, del fogonazo blanco sobre
la pantalla que no era tan blanca, y que quizás nunca lo había
sido, un buen dia se convirtió en un punto de no retorno, y
sin darnos cuenta nos abrió otra puerta, esta vez inesperada,
aunque ciertamente presentida, la de la entrada en el país de
irás y no volverás. Aquel día no hubo música
durante la interrupción, y esta no fue reversible. Pasaron
minutos, cortos al principio, más largos y pesados cuando el
cuarto y hasta la media hora hubo transcurrido con la sala iluminada
por el reflejo de la luz de la pantalla, y alguna carrera, un rumor
después, y la reveladora voz de alguien que descubrió
que no había nadie junto al proyector, ni allí, ni en
la taquilla, cerrada desde mucho antes, ni encontrado presente
responsable alguno de aquel negocio.
Abandonamos
la sala en silencio, con el presentimiento de que aquel episodio no
resultaba algo “corriente”, y que quizás anunciaba algo
más amenazador que el inevitable cierre definitivo del cine
del pueblo. De hecho la dispersión de los escasos espectadores, a través de las calles divergentes que arrancaban de la plaza
donde estaba ubicada la sala, ya podía habernos dado alguna
pista sobre el significado de la palabra metáfora, que para
nosotros era solo el mote propiedad de Carlos, heredado de su padre,
Carlitos Metáfora, ignorando que la palabra en cuestión
sirviese para algo más que para identificar a toda una
familia, y que nos estaba dando a entender de manera discreta que era
el fin de una época para el pueblo, que no pudo permitirse
desde entonces mantener una sala de cine, y para nosotros, que
tuvimos que seguir el dictado de la voz de la supervivencia,
recorriendo temerosos caminos cuyo final ignorábamos y que,
en todo, caso, nos alejaban para siempre de aquel mundo confortable
incluso, a pesar de sus innumerables e inevitables carencias.
Y
así fue como comenzó todo, al menos todo lo que vino
después. Pasa la vida, y curiosamente, no siempre lo hace
hacia delante, por más que las manecillas del reloj sean tan
obstinadas como la misma realidad, pero la mente, ¡Ah! la mente
tiene la capacidad de manejarse como nadie en los vericuetos más
intrincados, de recorrer todos los senderos que se bifurcan en el
jardín aquel, y lo que resulta más asombroso aun, de
hacerlo simultáneamente.
Vuelvo
al cine, de hecho jamás he salido de él, solo que ahora
he cambiado la bolsa de pipas por una cerveza o por un yogurt.
Descubro que prefiero, y que puedo, suprimir la cena, pero no dejar
de ver una película, y que las rarísimas interrupciones, ocasionadas por las inevitables necesidades mingitorias, en
aquellas películas que se acercan, y a veces sobrepasan las
tres horas, son resueltas con la detención de la proyección,
que ya no lo es, en el fotograma afortunado, y curiosamente, tampoco
resulta ahora ninguna sorpresa, el que la imagen congelada en la
pantalla, no se deforme, ni desaparezca, preparada para continuar la
historia, en la misma fracción de segundo 1/25 ahora, donde la
dejé.
Una
de ellas, ciertamente más breve, pero igualmente inolvidable,
de Yasuhiro Ozu, “Floating Weeds” 1959, convertía
un drama ocasional en imperecedera obra maestra. Ya el título,
para mi parco conocimiento del idioma inglés, daba a entender
que lo de flotante resultaba evidente, pero la palabra que empezaba
con w resultaba a todas luces disuasoria, y más con dos e
seguidas, y terminada en d, ¡A saber que encerraba en ella!. Lo
peor de todo era que , indudablemente, resultaba tan abstracta para
mí, como su título original en japonés,
“Ukikusa”, aunque recordaba haberla visto hace tiempo en un
borroso blanco y negro, con un argumento melodramático tan de
moda en aquellos años, sin dejarme otro recuerdo que el de la
maestría de sus actores y quizás, de lo atípico
que en el cine de Ozu, resultaba el uso de tal variedad de
escenarios, y de la ausencia de la usual concentración de sus
historias en el transcurso de días, pocos, incluso de horas,
que suelen convertirse en escasos minutos para el espectador devoto.
Ahora
lo veo claro, justo cuando la presbicia intenta conseguir el efecto
contrario, paradoja que me recuerda el apodo del amigo Felipe, Felipe
Paradoja, y cuyo sentido se hace pleno en esta historia.
“Las
semillas flotantes”, no eran solamente los personajes de Ozu,
forzados por un destino cuyos arroyos los llevaban arrastrando y
alejando del punto donde se desprendieron del árbol original,
pero que milagrosamente, por aquello de las riadas, los sedimentos y
los tifones que da la vida, Ay Dios, los hacen regresar al punto
aquel, si no el de partida, al menos por donde cierta vez pasaron y
dejaron huella para alguien y para ellos mismos. Evidentemente estaba
filmando nuestro devenir. No importa los años que teníamos
cuando realizó la película, ni siquiera el que no
hubiésemos nacido; de hecho, como todos los grandes que el
mundo han sido, estaba contándonos una historia intemporal y
universal, la nuestra.
Esas
semillas que a veces cayeron junto al tronco, sobre una oportuna
grieta , y en un terreno abonado por décadas, a veces siglos,
de hojas muertas que han ido acolchando y enriqueciendo el lecho
donde los más afortunados, si el sedentarismo lo es, pudieron
crecer junto a sus padres. Otros lo hicimos en un tiempo otoñal,
justamente ventoso, y fuimos arrojados al regato de agua brava,
después mansa, que nos alejó irremisiblemente, y nos
enterró bajo una arena yerma, a la espera de que el torrente
renaciera y nos depositase en terreno fértil donde enraizar.
Semillas flotantes, ya digo, ya dijo Ozu.
Añoras
el bosque donde naciste, junto a la encina aquella, la de las
bellotas dulces, y esos recuerdos agridulces te acompañan
revividos por las estaciones, cada primavera con las primeras briznas
de verdor, cada otoño con la primer hoja que practica su
elegante parapente ante tus ojos que, ahora si, ahora comienzan a
desentrañar el significado real de tantas cosas, y no solo de
las películas que admiras, que seguirás admirando.
Aquellos
que crecieron junto a las raíces de sus abuelos, nos sirven de
referencia, son hitos clavados en el terreno que delimitan la
extensión, y la existencia, de la tierra prometida, al menos
mientras sigan vivos, y perduren en nuestro recuerdo, son como los
faros de una costa familiar cuya visión nos reconfortará
una y otra vez. Pero otras semillas que volaron con nosotros durante
aquel vendaval, como algunos asistentes a la última función
del cine aquel, se dispersaron sin dejar la menor señal en su
camino, sin regresar jamás a la plaza aquella donde los vi por
última vez, y con el agravio generacional de no haber dejado
huella digital. Dificil si no imposible encontrar en las redes, en
los buscadores, aquellos nombres y apellidos que partieron en la
época en que Valderrama o Farina resultaban cotidianas para
nuestros oídos y para las voces de los más atrevidos.
Aquí
parece que la ardiente y evanescente imagen que desapareció
ante nuestra mirada en el cine, tuvo idéntico significado de
pronostico infausto que en los personajes de las tragedias griegas.
Se fueron para no volver, quizás irremediablemente. Aunque
vuelvo a Ozú otra vez, me agarro con todas mis fuerzas a la película
que no acabamos de ver, a una historia que nunca supimos como
terminaba, de un título que no recordamos y que, quizás
no fuera siquiera merecedor de ese recuerdo. Pero…quien sabe. Dice
Mairena -este es Machado- que la esperanza es la madre de la fe, y
aun para los descreídos, nos llegan ciertas señales, de
alguno que ha visto a alguna semilla que creímos perdida para
siempre; o quizás la aparición sorprendente de alguien
a quien no logramos reconocer por más que su sonrisa y su
abrazo nos invite a recordar que estuvimos muy cerca, en aquella
rama, durante cierto tiempo.
Nada
importa, quizás ni siquiera la añoranza de los ratos
buenos e incluso los malos, tan solo la satisfacción de haber
volado en el vendaval, de haber flotado en el agua dulce, y la
esperanza de volver, una y otra vez, con nuestras piernas o con
nuestra memoria, al tiempo y lugar donde aquella película se
interrumpió definitivamente.
Por
cierto que, esta historia continua más allá de las
vicisitudes individuales de un sarmiento, de un retoño
injertado trasplantado en el huerto de al lado, o de los que
esperamos ver regresar.
El
pueblo era y es un colectivo, con vida propia, cuya evolución
vital resulta ajena en cierto modo al mundo de las personas que
fluyen en él, y que no suele reproducirse habitualmente en
novelas o películas, sean documental o ficción, al
pertenecer a una esfera sin sentimientos, y por tanto, aparentemente,
sin alma.
Pero
son tantas las historias filmadas que nos lo hacen ver, las que
reflejan con precisión de reloj de cuarzo, el primer
componente de nuestro granito materno, el antes y el después
de cada ciclo vital -económico- , de cada migración
forzada y masiva de las semillas aladas, que no dejo de encontrar el
paralelismo que nos une con otras películas japonesas. Conste
que no son tristes, ni pesimistas, como tampoco lo es la de Ozú, pero
si resultan una maravillosa invitacion a la reflexión, y
ciertamente al necesario e interminable aprendizaje.
Por
solo citar alguna ellas:
- La balada de Narayama “Narayama Bushiko” 1958 Keisuke Kinoshita y 1983 Shoehi Imamura. (Hubo remake).
- La última nota “Gogo no Chuijon-jo” 1995 Kaneto Shindó.
- La Última película “The last Picture Show” 1971 P. Bodganovich (Fuera de carta, obviamente no es japonesa), y su secuela “Texasville” 1980, donde los mismos personales, veinte años después… eso.
- Amarcord 1973 Federico Fellini, donde la secuencia inicial de los vilanos voladores, semilla del diente de león, nos invita a volar junto a ellos.
P.D.-
Si no las ponen en el cine de vuestro pueblo, no sufráis por
ello. Me teneis de proyeccionista incondicional vuestro, y prometo
seguir atento al bucle (de la vida).
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