domingo, 26 de febrero de 2017
martes, 21 de febrero de 2017
TARKOVSKY EN EL MANUAL DE USO CULTURAL Nº 33.-
The fool on the hill. (Lennon-McCartney)
Hubo un tiempo en que
el cine fue también un entretenimiento de adultos. Un tiempo en que el hombre
buscaba la trascendencia de sus actos, y la de su propia existencia, y hasta un
tiempo en que Rusia se convirtió en la Unión Soviética durante casi un siglo.
En aquellos días, los espectadores podían asistir a la
proyección de discursos filosóficos o morales – Bergman, Dreyer, Bresson, o
Tarkovski- y discutir después el efecto que esas sensaciones, imágenes y
sonidos mediante, junto al mensaje que encerraban, había producido en sus
mentes. El cine como catalizador de las ideas que, desde Platón y Protágoras,
se esconden y se manifiestan durante la actividad de pensar.
A Tarkovski lo descubrimos en Solaris 1972, basada en la novela de Stanislaw Lem, promocionada
la película como respuesta soviética al 2001 de Kubrick –nada que ver- y salimos de la sala
con idéntica sensación que los críticos sufrieron ante las siguientes películas
de Tarkovski, El Espejo 1975, Stalker 1979, Nostalghia 1983, y Sacrificio
1985, haciéndolo en silencio, cabizbajos y estupefactos, y hablo de los
afortunados, los elegidos, aquellos que no abandonaron la sala antes del final.
El propio Tarkovski hablaba de la necesidad, si es que la hubiere, de realizar
la presentación y la discusión sobre cada film, algo imprescindible para los
que necesitamos muletas, prótesis en el alma, antes de la proyección. Después
resultaba inútil. La mente quedaba en blanco, electroencefalograma plano tras
los rayos celestiales, a veces muy dolorosos, surgidos de la pantalla. Solo
algunos días o semanas más tarde eras capaz de razonar, de asimilar ciertos
conceptos que, desde entonces, te enriquecen. Ello sucedió con todas las suyas,
haciendo difícil la elección de una de ellas como la película de tu vida, esa
que vuelves a ver una y otra vez, incansablemente.
Carrera forzosamente breve, en un genio que muere joven, y
en la que destaca un título previo, excepción en su género y estilo habituales:
Andrei Rublev pintor de iconos, 1964,
imprescindible y feroz fresco histórico sobre la “otra” época oscura de Rusia,
la Edad Media. Indagación sobre la relación entre el arte, la Iglesia, el
poder, y el pueblo que es quien termina siempre pagando las fiestas. Película
auspiciada por Gorbachov, mutilada
por su sucesor Breznev, y amputada
después por los distribuidores.
Afortunadamente restaurada, gloriosos 205
minutos, en vida de su autor. Blanco y negro, formato panorámico absoluto,
planos secuencia imposibles y como fondo, la crónica épica de un tiempo
desconocido. Obra cumbre del cine soviético, haciendo palidecer a Iván el Terrible,
relegado a borrador de principiante cincuenta años después, gracias a Tarkovski
y a su fotógrafo Vadim Yusov, también
responsable de Solaris. Aunque realmente épicas fueron también las dificultades
que Andrei T. tuvo que vencer durante casi toda su carrera, su propia historia personal.
Dicen algunos que su
cine es difícil, como si naufragar en el océano de tus sentimientos, buscar el
lugar aquel donde tus deseos se hacen realidad, dialogar con Dios, o
arrepentirte amargamente del daño, irreparable, del que te haces responsable -
argumentos de sus películas- fuesen temas extraños, ajenos, o incomprensibles.
Hasta la señora de la limpieza de cierta sala, en presencia
del propio Tarkovski, tuvo que explicar la película a los sesudos y
desconcertados críticos, ante el asombro de estos y el beneplácito del autor,
harta de esperar a que marchasen y le dejasen realizar su trabajo. ¿Tan difícil es comprender el sufrimiento
humano?- les preguntó.
Otras voces hay, que llevan tiempo reclamando la inclusión
del propio Tarkovski, como patrimonio de la humanidad. Bergman lo consideraba como el mejor director de todos los tiempos.
Algo inevitable, a pesar de que parezcan tiempos poco adecuados para la lírica,
y la metafísica, los nuestros. Y es que transformar las imágenes en
sensaciones, y estos en pensamientos, no está al alcance de todos (los
espectadores). Pero recorrer el camino inverso, es únicamente privilegio de los
genios.
jueves, 16 de febrero de 2017
NO NOS SALVEN, POR FAVOR. OTRA VEZ NO.-
Trivia.- Si cambiamos la rubia por Clifton Webb, se transforma en ...
Ayuda: Ni ella es Dana, ni él es Gene.
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miércoles, 15 de febrero de 2017
ALTERNATIVAS A LA SANIDAD PÚBLICA.- (82)
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jueves, 9 de febrero de 2017
COMO TE ESTABA DICIENDO... (2).- CD 2017
¿Qué habrá querido decir?
La pregunta no era gratuita. Nos la hacíamos inmediatamente
después de salir del cine –de arte y ensayo- dando por sentado que el autor
–los directores eran autores en aquel entonces- había encerrado un mensaje que
a los criptógrafos de pueblo nos sumía
en la desesperación propia de quien no ha comprendido nada, absolutamente nada,
de lo que había visto en la pantalla.
Dábamos por bueno que había querido decir algo, y ese era
nuestro primer error. Desconocíamos que los artistas verdaderos, como los
políticos de ahora, no tienen necesidad de elaborar un discurso donde
introducir ideas, tan solo entretenernos con las imágenes de unos y la
verborrea de otros, dando por bueno el axioma cultural de que el mensaje no
está en la obra del artista, o en la palabra del líder, sino que el mensaje es
“el artista”, el mensaje es el medio.
Me ha costado apreciar los incontables bastoncillos, y conos
de la retina, que he quemado en las salas oscuras, durante años y años. La pérdida
auditiva, curiosamente, me ha dotado de un sentido extra para detectar la
esencia de muñeco que fundamenta a esos personajes que insisten en parecer
personas para conseguir votos o, quien sabe, afiliados a su club deportivo, el
club de su propiedad del que quieren hacernos partícipes a través de las cuotas
y de compartir la irresponsabilidad de sus actos.
Ahora vuelvo a ver las películas de entonces, aquellas que
se me habían escapado, como la prestigiosa “Cita en Bray” (1), más sugestiva y
apetitosa con su título original “Rendez- vous a Bray”, para constatar, sin
acritud, que no había querido decir rien de rien, el buen señor. Y ante la duda
de si la pizca de sabiduría que yo atribuyo a los años, no es solamente la capa
de corcho con la que el embrutecimiento inveterado recubre la madurez del
arbolito, me sumerjo en los sabihondos comentarios de los espectadores en el
IMDB, unos ochenta, para comprobar que, efectivamente, rien de rien, que muy
bonita la fotografía, y muy guapa la chica. Guapa oficial de la intelligentsia
de entonces-otro trauma que tendré que superar, el de no compartir gustos sobre
la belleza femenina con aquellos impuestos por la propaganda, aunque en esta
ocasión Anna Karina justifique sobradamente la oficialidad- pero la historia de
la película se adivina ausente, y el mensaje sigue pareciéndome nulo, cuarenta y cinco años después.
Si bien, no siempre resulta de esa manera. A veces nos
cuentan cosas muy interesantes, y en ocasiones sucede algo hermoso, sin necesidad
de contárnoslas explícitamente, nos las
sugieren, nos dejan imágenes aparentemente perdidas, escenas con un trasfondo
oculto pero perceptible, que cual hilo de Ariadna nos mantiene entretenidos y
felices buscando, y generalmente, encontrando el minotauro, que es a quien
estábamos persiguiendo.
Algunos habíais creído que las recopilaciones anuales de
canciones en un CD eran solamente eso, y no me parece mal. Pero aunque uno no
se deje llevar por las pretensiones de la trascendencia, no puede dejar de reconocer
que la mayoría de esas perlas, son en realidad píldoras, comprimidos que pueden
estallar en el cerebro produciendo la inestimable luminosidad del desasosiego.
Y no es que yo haya querido decir esto o lo otro, es más
bien la obra minúscula, la pequeña e intrascendente pieza musical, la que
pretende decir muchas cosas, quizás demasiadas. Ese retrato de una sociedad
extendido durante cincuenta o sesenta años de infortunio para unos, de
supervivencia para otros, y de satisfacción compartida entre los buenos
creyentes mediante la fe en el progreso imparable de un país que duda de serlo.
Las bromas, a veces pesadas, sobre el machismo que no cesa,
pero que ahora, mira por donde, resulta políticamente incorrecto. La belleza en
el texto de una copla, en esos pocos versos de tamaño limitado y rima impecable
que han mantenido intocables su
estructura y su brillo durante seiscientos años de idioma, Los ritmos, acordes
y arreglos orquestales de las canciones junto a las que hemos crecido y que no
dejan de ser etiquetas adhesivas, tippex que nos ubican en el tiempo y lugar
cuando las hemos escuchado por primera vez. Tantas sugerencias, tal generosidad
de ideas encerradas en la aparente banalidad, de esas pequeñas piezas de
orfebrería musical, que suelo terminar emocionado cada vez que las escucho,
”Que me güelin, me güelin a ella ca vez que las güelu”, como diría Gabriel y
Galán, quién jamás nos hizo necesario el preguntarnos aquello de “Que habrá
querido decir”, el pobre.
Estamos reconociendo no solo un tiempo propio, también un
lugar donde todavía quedan efluvios de la urea derramada en las esquinas, en
los árboles, en la umbría de las peñas y los muros, en cualquier lugar donde
hemos ido dejando marcas que de pronto aparecen bajo el musgo, revelado su
encantamiento por la melodía, o quizás solo por el ritmo de la letanía
encerrada en cualquier disco.
Si Faulkner tenía su condado imaginario, si García
Márquez mereció un nobel por su Macondo, si Benet y el de Sierra Mágina lo
intentaron, pensad que nosotros no vamos a ser menos y que estas, aparentemente cutres, recopilaciones de
chunda chunda, encierran secretos inconfesables sobre el mapa físico de cada
uno de vosotros, cuya revelación estará al alcance de cualquiera, de cualquiera
que tenga el menor interés en descubrirla.
Figuraos que en la de este año, está recogido el misterio
gozoso al que, sus beneficiarios, llaman Transición, con el adjetivo de “ejemplar”, igual que anteponían antes lo de “glorioso”
al anterior régimen, y son los mismos
beneficiarios, para más inri. Solo que no debo, ni quiero, dar más pistas,
puesto que os considero sagaces hasta el paroxismo. Y cuando digo que está recogido, quiero decir
que está “toda” la Transición, ese momento intangible entre el antes y el
después, y que quizás no haya habido otra cosa que la aquí transcrita, por más
que la fe en su existencia siga dando de comer a mucha gente, lo que puede
justificar hasta lo más injustificable. Podéis comprobarlo en su corte, o faixa
en portugués, número quince.
Y si después de esta crónica sucinta de vuestro
pasado, de esta capsula histórica, solo perceptible por quienes la han sufrido,
continuáis pensando que perdéis el tiempo escuchando canciones de los tiempos
del blanco y negro, allá vosotros. Nada que objetar.
(1).- Basada en el cuento “El rey Cophetua” de Julien Gracq,
en cuya solapa digital puedo leer una máxima de Euripides que lo aclara todo, o
nada:
"Lo esperado no sucede,
es lo inesperado lo que acontece"
Y no, la Karina esta no tiene que ver nada con la de las flechas
del amor que, por cierto, ni está ni se la espera, como al otro. No temáis.
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viernes, 3 de febrero de 2017
COMO TE ESTABA DICIENDO... (1).- CD 2017
LA FÁBULA DEL NIÑO FORTUNATO.-
Las Candelas y San Blas marcan el tiempo del esperado cambio
en el calendario, cuando la música, y los almendros, renacen. Tiempo de volver
a escuchar el acordeón de Fortunato. Atrás quedaron las oscuridades frioleras de
San Antón y de los Santos Mártires. El fuego de las matanzas y el de la (lu) minaria
en la plaza del pueblo. Las abuelas abren los tarros de la miel y de las
almendras, y el júbilo se insinúa ante la inminente llegada de ella, la prima
Vera. Fortunato está impaciente por volver a animar el pasacalle, las jiras
donde se disfrutarán los dulces, y poner fondo musical a las fiestas,
especialmente después de haber conseguido incorporar a su magro repertorio, el
fox-trot sobre el que lleva trabajando todo el invierno. Es el tiempo de.
La fábula del niño, o ángel que acarrea en su cubo, agua desde
el mar hacia su charco playero, el que pretende vaciar el océano con su
limitada rutina, siempre me ha parecido necesitada de una segunda lectura. En
la primera queda patente la estupidez, indultada por la inexperiencia, de quien
intenta algo imposible. Y sin embargo el aguador impenitente nos está dando una
lección maravillosa, realizando algo, lo único, que está su alcance, con los
medios mínimos de que dispone. Reconociendo además el placer de quien se limita
a moverse en un terreno conocido, sobre el que ejerce cierta propiedad y también
el efecto beneficioso, la probable crecida de endorfinas, en su persona. La
infinitud del mar no le va a negar, no podría hacerlo, la satisfacción de ver
crecer, aunque sea durante un tiempo insignificante, “su” charco.
Viene esto a colación sobre la diferencia entre escuchar
una, o diez, canciones, y el estar sometido al nuevo hilo musical de los
servidores en línea, del easy listening de los fondos interminables que por un
módico óbolo mensual te permiten escoger una entre millones, algo que requiere
un conocimiento previo del tema y el autor, cada vez más difícil ante la oferta
ilimitada, a la vez que el ímprobo esfuerzo de tener que elegir una a una, lo
convierte en elemento disuasorio, limitándonos a elegir uno, entre varios
canales cuyas notas fluirán incansablemente sobre nuestros oídos, stream o
corrientes de sonidos, para continuar oyendo ininterrumpidamente sin escuchar
nada en absoluto. Esto ya estaba inventado hace medio siglo, y las compañías telefónicas
lo incluían en su línea de voz. Nada nuevo.
Solo que, a la desaparición del disco grande, del LP, por
mas que ahora lo llamen vinilo y algunos pretendan resaltar su carácter de
exclusivo al demostrar la capacidad de malgastar su dinero, siguió la del
cassette, el hermano pequeño minusválido que cuando puedo conseguir un sonido
comparable al primogénito, con los dolby, y las cintas de cromo, fue anulado
completamente por el compact disc, el CD, que supongo tiene los días contados,
debido al maremoto digital, y sobre el que estamos intentando componer une elegía
año tras año, modesta e insistente, encontrándonos ahora concretamente con su
edición anual número diecisiete. Y no me
digáis que esa edad no os sugiere nada, porque de eso trata la música también,
de sugerir recuerdos, de buscar entre los medicamentos del alma ese al que
llaman nostalgia, cuidando de no confundirnos con el de la melancolía –preciosa
canción- que suele estar al lado, en el cajón de las medicinas.
Y es que esos formatos perdidos, o a punto de hacerlo, tenían
una virtud digna de reconocimiento, su limitación en cuanto a cantidad, los
diez o doce títulos que encerraba cada unidad, permitían escucharlos una y otra
vez, con la única alternativa de poder cambiar a la cara B para disfrutarlos y
de alguna manera, memorizarlos en la sección de tarareables que uno atesora en
su cabeza, imprescindibles para cuando el oído, por agotamiento, se niegue a
suministrar novedades.
Esa limitación era su virtud, y los ahora non stop lounge
music, los spotify, las innumerables emisoras digitales online, a pesar de la
excelente música que suministran, solo son el agua del mar infinito, la que se
escapa de nuestras manos sin llegar a poseerla, mientras que aquella que
recogimos en el pequeño cubo de plástico
azul, nos permite seguir disfrutando con ella, contemplando el sedimento
arenoso del fondo, algún fragmento de alga, y quien sabe si algún pececillo o
caracolillo que se convertirán en el evanescente tesoro de su orgulloso
propietario.
Somos conscientes de que es el fin de una época, también el
dueño del cubo resultó evanescente, de que, como anunciaba Berlanga a los
turistas japoneses que pagaban por ver a los marqueses de Leguineche, estaban
contemplando “El fin de una saga” que había degenerado hasta merecer el
exterminio.
No es el caso, ni los merecimientos, pero si la constatación
de que el CD, que hasta en el nombre conserva el termino de disco, ya solo se
escucha en los automóviles, en trayectos cotidianos y aburridos, cuando la
información deportiva o la propaganda institucional deja unos minutos para
hacerlo.
De todos modos ahí quedan, dentro de sus estuches, cerca de
quinientas canciones que, a buen seguro, a más de cuatro, recordarán el oro que
hubo en las minas de Las Médulas, y los
agujeros que los romanos dejaron en el terreno para deleite de los turistas
soñadores. Al fin y al cabo es de lo que se trata, de soñar, sin necesidad de
peligrosos estupefacientes, y retrotraernos al tiempo aquel de Fortunato y su
acordeón.
Conste que este se me ha aparecido, durante una siesta,
demasiado tarde. Ya cerrada la edición del 2017, dejándome una pepita dorada y
brillante para el 18. Es un filón inagotable, y no entiendo como los romanos
consiguieron dejar exhausto el subsuelo leonés, ni como nos hemos tragado esa
mentira histórica de que se haya terminado el metal precioso.
Fortunato ha sido censurado no hace mucho, al aparecer en
una crónica de este condado imaginario, su personaje sin nombre, no vaya a ser
que sea políticamente incorrecto nombrar a alguien que solo intentaba llevar la
alegría a aquel lugar donde la estuviesen esperando, que no en todos los sitios
la música hace bailar, feliz, a las gentes. Es necesaria una cierta
predisposición para que al introducir el CD en la ranura, fructifique el
mensaje que lleva, encriptado para muchos.
Fortunato perdió su acordeón, y con el su fortuna, durante
una caminata para tocar en las fiestas del pueblo de al lado, debido a una
tormenta con tremendo granizo que deshizo en segundos los cartones del fuelle
de aquel precioso instrumento, extinto desde aquel día fatal.
La censura me ataca inquisitorialmente también, todos los
años, cuando intento incluir Los Pajaritos de Maria Jesús –y su acordeón- o cualquiera de las joyas -falsas- del autor
de la “Barbacoa”, el innombrable Georgie Dann. Uno es temeroso y después de ver
a los inquisidores trabajando en “El Silencio” de Scorsese, vuelve a adaptarse
a las consignas del PC (Políticamente Correcto) y limitarse a desear cosas que
jamás podrá conseguir. Y es que la vida sin deseo, no es vida.
Afortunadamente conocí, y traté con Fortunato, tiempo
después de su momento aciago, y me pareció un hombre entrañable, con
inquietudes artísticas hasta en su faceta de hortelano. Estaba especializado en
cultivar cactus, más o menos exóticos, y orgulloso de poder distribuirlos entre
las floristerías de la capital. No recuerdo haber hablado de los pasodobles escuchados,
provenientes de su acordeón, pero de alguna manera prometo hacerle justicia en
discos venideros. Al igual que hice con sus sucesores, cuando la moda de los
supergrupos se hizo viral ¡Jé! viral y Los Pedrones amenizaron las fiestas
desde sus saxos –el agua no puede destruirlos- y la enormidad de sus conjuntos,
de dos y en ocasiones hasta de tres músicos. De allí a los Beatles, solo hubo
un pequeño paso para el hombre, pero uno grande para la humanidad. Ya sabéis.
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