viernes, 3 de febrero de 2017

COMO TE ESTABA DICIENDO... (1).- CD 2017



 


LA FÁBULA DEL NIÑO FORTUNATO.-



Las Candelas y San Blas marcan el tiempo del esperado cambio en el calendario, cuando la música, y los almendros, renacen. Tiempo de volver a escuchar el acordeón de Fortunato. Atrás quedaron las oscuridades frioleras de San Antón y de los Santos Mártires. El fuego de las matanzas y el de la (lu) minaria en la plaza del pueblo. Las abuelas abren los tarros de la miel y de las almendras, y el júbilo se insinúa ante la inminente llegada de ella, la prima Vera. Fortunato está impaciente por volver a animar el pasacalle, las jiras donde se disfrutarán los dulces, y poner fondo musical a las fiestas, especialmente después de haber conseguido incorporar a su magro repertorio, el fox-trot sobre el que lleva trabajando todo el invierno. Es el tiempo de.

La fábula del niño, o ángel que acarrea en su cubo, agua desde el mar hacia su charco playero, el que pretende vaciar el océano con su limitada rutina, siempre me ha parecido necesitada de una segunda lectura. En la primera queda patente la estupidez, indultada por la inexperiencia, de quien intenta algo imposible. Y sin embargo el aguador impenitente nos está dando una lección maravillosa, realizando algo, lo único, que está su alcance, con los medios mínimos de que dispone. Reconociendo además el placer de quien se limita a moverse en un terreno conocido, sobre el que ejerce cierta propiedad y también el efecto beneficioso, la probable crecida de endorfinas, en su persona. La infinitud del mar no le va a negar, no podría hacerlo, la satisfacción de ver crecer, aunque sea durante un tiempo insignificante, “su” charco.

Viene esto a colación sobre la diferencia entre escuchar una, o diez, canciones, y el estar sometido al nuevo hilo musical de los servidores en línea, del easy listening de los fondos interminables que por un módico óbolo mensual te permiten escoger una entre millones, algo que requiere un conocimiento previo del tema y el autor, cada vez más difícil ante la oferta ilimitada, a la vez que el ímprobo esfuerzo de tener que elegir una a una, lo convierte en elemento disuasorio, limitándonos a elegir uno, entre varios canales cuyas notas fluirán incansablemente sobre nuestros oídos, stream o corrientes de sonidos, para continuar oyendo ininterrumpidamente sin escuchar nada en absoluto. Esto ya estaba inventado hace medio siglo, y las compañías telefónicas lo incluían en su línea de voz. Nada nuevo.

Solo que, a la desaparición del disco grande, del LP, por mas que ahora lo llamen vinilo y algunos pretendan resaltar su carácter de exclusivo al demostrar la capacidad de malgastar su dinero, siguió la del cassette, el hermano pequeño minusválido que cuando puedo conseguir un sonido comparable al primogénito, con los dolby, y las cintas de cromo, fue anulado completamente por el compact disc, el CD, que supongo tiene los días contados, debido al maremoto digital, y sobre el que estamos intentando componer une elegía año tras año, modesta e insistente, encontrándonos ahora concretamente con su edición anual número diecisiete.  Y no me digáis que esa edad no os sugiere nada, porque de eso trata la música también, de sugerir recuerdos, de buscar entre los medicamentos del alma ese al que llaman nostalgia, cuidando de no confundirnos con el de la melancolía –preciosa canción- que suele estar al lado, en el cajón de las medicinas.

Y es que esos formatos perdidos, o a punto de hacerlo, tenían una virtud digna de reconocimiento, su limitación en cuanto a cantidad, los diez o doce títulos que encerraba cada unidad, permitían escucharlos una y otra vez, con la única alternativa de poder cambiar a la cara B para disfrutarlos y de alguna manera, memorizarlos en la sección de tarareables que uno atesora en su cabeza, imprescindibles para cuando el oído, por agotamiento, se niegue a suministrar novedades.
Esa limitación era su virtud, y los ahora non stop lounge music, los spotify, las innumerables emisoras digitales online, a pesar de la excelente música que suministran, solo son el agua del mar infinito, la que se escapa de nuestras manos sin llegar a poseerla, mientras que aquella que recogimos en el  pequeño cubo de plástico azul, nos permite seguir disfrutando con ella, contemplando el sedimento arenoso del fondo, algún fragmento de alga, y quien sabe si algún pececillo o caracolillo que se convertirán en el evanescente tesoro de su orgulloso propietario.

Somos conscientes de que es el fin de una época, también el dueño del cubo resultó evanescente, de que, como anunciaba Berlanga a los turistas japoneses que pagaban por ver a los marqueses de Leguineche, estaban contemplando “El fin de una saga” que había degenerado hasta merecer el exterminio.
No es el caso, ni los merecimientos, pero si la constatación de que el CD, que hasta en el nombre conserva el termino de disco, ya solo se escucha en los automóviles, en trayectos cotidianos y aburridos, cuando la información deportiva o la propaganda institucional deja unos minutos para hacerlo.

De todos modos ahí quedan, dentro de sus estuches, cerca de quinientas canciones que, a buen seguro, a más de cuatro, recordarán el oro que hubo en las minas de Las Médulas, y  los agujeros que los romanos dejaron en el terreno para deleite de los turistas soñadores. Al fin y al cabo es de lo que se trata, de soñar, sin necesidad de peligrosos estupefacientes, y retrotraernos al tiempo aquel de Fortunato y su acordeón.
Conste que este se me ha aparecido, durante una siesta, demasiado tarde. Ya cerrada la edición del 2017, dejándome una pepita dorada y brillante para el 18. Es un filón inagotable, y no entiendo como los romanos consiguieron dejar exhausto el subsuelo leonés, ni como nos hemos tragado esa mentira histórica de que se haya terminado el metal precioso.

Fortunato ha sido censurado no hace mucho, al aparecer en una crónica de este condado imaginario, su personaje sin nombre, no vaya a ser que sea políticamente incorrecto nombrar a alguien que solo intentaba llevar la alegría a aquel lugar donde la estuviesen esperando, que no en todos los sitios la música hace bailar, feliz, a las gentes. Es necesaria una cierta predisposición para que al introducir el CD en la ranura, fructifique el mensaje que lleva, encriptado para muchos.
Fortunato perdió su acordeón, y con el su fortuna, durante una caminata para tocar en las fiestas del pueblo de al lado, debido a una tormenta con tremendo granizo que deshizo en segundos los cartones del fuelle de aquel precioso instrumento, extinto desde aquel día fatal.

La censura me ataca inquisitorialmente también, todos los años, cuando intento incluir Los Pajaritos de Maria Jesús –y su acordeón-  o cualquiera de las joyas -falsas- del autor de la “Barbacoa”, el innombrable Georgie Dann. Uno es temeroso y después de ver a los inquisidores trabajando en “El Silencio” de Scorsese, vuelve a adaptarse a las consignas del PC (Políticamente Correcto) y limitarse a desear cosas que jamás podrá conseguir. Y es que la vida sin deseo, no es vida.

Afortunadamente conocí, y traté con Fortunato, tiempo después de su momento aciago, y me pareció un hombre entrañable, con inquietudes artísticas hasta en su faceta de hortelano. Estaba especializado en cultivar cactus, más o menos exóticos, y orgulloso de poder distribuirlos entre las floristerías de la capital. No recuerdo haber hablado de los pasodobles escuchados, provenientes de su acordeón, pero de alguna manera prometo hacerle justicia en discos venideros. Al igual que hice con sus sucesores, cuando la moda de los supergrupos se hizo viral ¡Jé! viral y Los Pedrones amenizaron las fiestas desde sus saxos –el agua no puede destruirlos- y la enormidad de sus conjuntos, de dos y en ocasiones hasta de tres músicos. De allí a los Beatles, solo hubo un pequeño paso para el hombre, pero uno grande para la humanidad. Ya sabéis.




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