
LA FÁBULA DEL NIÑO FORTUNATO.-
Las Candelas y San Blas marcan el tiempo del esperado cambio
en el calendario, cuando la música, y los almendros, renacen. Tiempo de volver
a escuchar el acordeón de Fortunato. Atrás quedaron las oscuridades frioleras de
San Antón y de los Santos Mártires. El fuego de las matanzas y el de la (lu) minaria
en la plaza del pueblo. Las abuelas abren los tarros de la miel y de las
almendras, y el júbilo se insinúa ante la inminente llegada de ella, la prima
Vera. Fortunato está impaciente por volver a animar el pasacalle, las jiras
donde se disfrutarán los dulces, y poner fondo musical a las fiestas,
especialmente después de haber conseguido incorporar a su magro repertorio, el
fox-trot sobre el que lleva trabajando todo el invierno. Es el tiempo de.

Viene esto a colación sobre la diferencia entre escuchar
una, o diez, canciones, y el estar sometido al nuevo hilo musical de los
servidores en línea, del easy listening de los fondos interminables que por un
módico óbolo mensual te permiten escoger una entre millones, algo que requiere
un conocimiento previo del tema y el autor, cada vez más difícil ante la oferta
ilimitada, a la vez que el ímprobo esfuerzo de tener que elegir una a una, lo
convierte en elemento disuasorio, limitándonos a elegir uno, entre varios
canales cuyas notas fluirán incansablemente sobre nuestros oídos, stream o
corrientes de sonidos, para continuar oyendo ininterrumpidamente sin escuchar
nada en absoluto. Esto ya estaba inventado hace medio siglo, y las compañías telefónicas
lo incluían en su línea de voz. Nada nuevo.

Y es que esos formatos perdidos, o a punto de hacerlo, tenían
una virtud digna de reconocimiento, su limitación en cuanto a cantidad, los
diez o doce títulos que encerraba cada unidad, permitían escucharlos una y otra
vez, con la única alternativa de poder cambiar a la cara B para disfrutarlos y
de alguna manera, memorizarlos en la sección de tarareables que uno atesora en
su cabeza, imprescindibles para cuando el oído, por agotamiento, se niegue a
suministrar novedades.
Esa limitación era su virtud, y los ahora non stop lounge
music, los spotify, las innumerables emisoras digitales online, a pesar de la
excelente música que suministran, solo son el agua del mar infinito, la que se
escapa de nuestras manos sin llegar a poseerla, mientras que aquella que
recogimos en el pequeño cubo de plástico
azul, nos permite seguir disfrutando con ella, contemplando el sedimento
arenoso del fondo, algún fragmento de alga, y quien sabe si algún pececillo o
caracolillo que se convertirán en el evanescente tesoro de su orgulloso
propietario.

No es el caso, ni los merecimientos, pero si la constatación
de que el CD, que hasta en el nombre conserva el termino de disco, ya solo se
escucha en los automóviles, en trayectos cotidianos y aburridos, cuando la
información deportiva o la propaganda institucional deja unos minutos para
hacerlo.
De todos modos ahí quedan, dentro de sus estuches, cerca de
quinientas canciones que, a buen seguro, a más de cuatro, recordarán el oro que
hubo en las minas de Las Médulas, y los
agujeros que los romanos dejaron en el terreno para deleite de los turistas
soñadores. Al fin y al cabo es de lo que se trata, de soñar, sin necesidad de
peligrosos estupefacientes, y retrotraernos al tiempo aquel de Fortunato y su
acordeón.
Conste que este se me ha aparecido, durante una siesta,
demasiado tarde. Ya cerrada la edición del 2017, dejándome una pepita dorada y
brillante para el 18. Es un filón inagotable, y no entiendo como los romanos
consiguieron dejar exhausto el subsuelo leonés, ni como nos hemos tragado esa
mentira histórica de que se haya terminado el metal precioso.

Fortunato perdió su acordeón, y con el su fortuna, durante
una caminata para tocar en las fiestas del pueblo de al lado, debido a una
tormenta con tremendo granizo que deshizo en segundos los cartones del fuelle
de aquel precioso instrumento, extinto desde aquel día fatal.
La censura me ataca inquisitorialmente también, todos los
años, cuando intento incluir Los Pajaritos de Maria Jesús –y su acordeón- o cualquiera de las joyas -falsas- del autor
de la “Barbacoa”, el innombrable Georgie Dann. Uno es temeroso y después de ver
a los inquisidores trabajando en “El Silencio” de Scorsese, vuelve a adaptarse
a las consignas del PC (Políticamente Correcto) y limitarse a desear cosas que
jamás podrá conseguir. Y es que la vida sin deseo, no es vida.
Afortunadamente conocí, y traté con Fortunato, tiempo
después de su momento aciago, y me pareció un hombre entrañable, con
inquietudes artísticas hasta en su faceta de hortelano. Estaba especializado en
cultivar cactus, más o menos exóticos, y orgulloso de poder distribuirlos entre
las floristerías de la capital. No recuerdo haber hablado de los pasodobles escuchados,
provenientes de su acordeón, pero de alguna manera prometo hacerle justicia en
discos venideros. Al igual que hice con sus sucesores, cuando la moda de los
supergrupos se hizo viral ¡Jé! viral y Los Pedrones amenizaron las fiestas
desde sus saxos –el agua no puede destruirlos- y la enormidad de sus conjuntos,
de dos y en ocasiones hasta de tres músicos. De allí a los Beatles, solo hubo
un pequeño paso para el hombre, pero uno grande para la humanidad. Ya sabéis.
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