
Cambiar el mundo con una firma, con un lazo en la solapa, o
celebrando el día de (del color de la temporada, es decir progresista y
ligeramente solidario) es lo más revolucionario, y seguramente infructuoso, que
se les ocurre a aquellos comprometidos con que todo siga igual. Una actuación
gratuita, para ellos, y revestida de esa costra bondadosa que cultiva
exclusivamente la apariencia. Voy a misa los domingos ergo…tengo la santidad al
alcance de la mano.
Y no es eso, al menos no es únicamente eso.
A la otra cara de la moneda, la de manifestarse con un palo
en una mano y una piedra en la otra, la llama hoy Muñoz Molina, esperanza
apocalíptica, y la sitúa en el terreno ficticio, décadas atrás, en los tiempos
de libertad, amnistía y estatuto de autonomía. Es decir enterrada para siempre
donde no moleste, bajo el porche del jardín, o encerrada en un vaso canopo y
guardada en el lugar más inaccesible del trastero. Nada hubo tan paradisíaco jamás
como el presente, repleto de merenderos con estrellas Michelin, y de ofendidos
y humillados expróceres cuyas elevadas condenas, curiosamente no ameritan
cumplimiento alguno.
Claro que, también afirma que en la exposición neoyorkina
del otro día, solo se salvaba la genialidad de un Basquiat.
Lamentablemente, no me veo en condiciones de adherirme o de
rebatir ninguna de sus afirmaciones. Tan solo de contemplar la viñeta de hoy de
El Roto, y de sentir que no estoy solo, en ausencia de esperanzas apocalípticas
sobre la posibilidad de un mundo mejor.
Y me pregunto si el arte desvestido del menor atisbo de
contenido social puede considerarse otra cosa distinta de una frívola majadería.
Retórico que es uno.
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