ICONOCLASTA A MI PESAR.-
Vemos a Saturno devorando a sus hijos en la pintura de Goya,
forzado por la imposición celestial de no engendrar hijos varones. No encontró
mejor solución al problema que el recurso a la antropofagia; hasta que Júpiter
se negó a ser engullido y se enfrentó, venciendo a su padre. Los cronistas del
olimpo dicen que Saturno quedó reducido a simple mortal yendo a refugiarse al
Lacio. Y de dioses estamos hablando, al menos para los creyentes.
Carlos Saura creció junto a otros semidioses de su
generación, bajo la dictadura implacable –todas lo son- de Zeus, y aprendió las
enseñanzas de los que pasaron por circunstancias similares como Buñuel quién,
desterrado, se las ingenió para inventar un sistema de signos cabalísticos que
le permitiesen expresar su punto de vista sobre la religión de su país de
origen, como trasfondo de la situación política. Nada que no hiciera Goya doscientos años antes. Carlos Saura es heredero
directo de Buñuel, y también de Goya, al menos de cierta manera de contar la
historia a través de las imágenes, que no de la sordera.
Saura se forma como director en la escuela oficial de
cinematografía, de la que luego sería profesor titular, alumbrando a posibles sucesores
suyos, como Pedro Olea, Víctor Erice, o Gutiérrez Aragón, a los que fagocitaría
implacablemente a lo largo de una carrera interminable como cineasta, en la que
el Lacio aun hoy queda lejano.
Interrumpe su labor docente para rodar una
película revulsiva dentro del cine español, hasta entonces centrado en tópicos
costumbristas de folclóricas y toreros: “La caza del conejo”, título censurado
por obsceno, se convirtió en ”La Caza” en 1964, y con ella demostró Saura que la
calidad formal unida al realismo del que ya había dado muestras con “Los
golfos” en 1959 , podían ser el vehículo adecuado para expresar mediante
metáforas el subconsciente colectivo que llevaba años sepultado por el silencio
forzoso.
Tragedia coral, rodada en un crudo blanco y negro, que permite
contemplar el cielo abrasador o, los poros del rostro de los actores en
primerísimos planos, invitándonos a sumergirnos en sus sentimientos, algo
imposible sin el soporte de la fotografía de Luís Cuadrado.
Es el comienzo de
una carrera personalísima, la confirmación de un autor a través de media docena
de títulos de corte similar, mostrando que existe una oposición intelectual en
el cine español, y que este tiene suficiente calidad para ser reconocido fuera
de nuestras fronteras.
Películas que intentan transmitir un mensaje encriptado, a
través de una doble lectura y que son benévolamente toleradas por la censura.
Desde “Peppermint Frappé” 1967, hasta “Elisa vida mía”, pasando por: “La madriguera”,
“Ana y los lobos”, “Cría cuervos”, o “La prima Angélica”. Títulos
imprescindibles en aquellos años, que sufrirían una súbita depreciación, junto
a su autor, a raíz de la desaparición de su leitmotiv y factotum Zeus en 1975,
quién muestra al fallecer que los semidioses eran ciertamente humanos.
Un
suceso que nos hace sospechar que, al dejar de existir Pigmalión, su Galatea careciese en su ausencia, de la belleza
e inspiración que se le presumía.
Saura cambia de contenido sus historias. Su orfandad le
conduce hasta la comedia explícita en “Mamá cumple cien años”, o tragicomedia en
“¡Ay Carmela!”, para retomar paradójicamente el género folklórico que ayudó a
desterrar. Si bien su excelente formación musical, y el soporte de la
fotografía de Vittorio Storaro, dan una dimensión superior respecto a las
originales, a su interminable serie de cine basado en la música clásica y popular,
la danza, e incluso la opera: “Bodas de Sangre”, “El Amor Brujo” y “Carmen”
serían el comienzo de una lista que tuvo continuidad con “Sevillanas”, “Flamenco”
I y II, “Fados”, “Tango”, “La
Jota”, o “Zonda” (folclore argentino).
Musicales alejados de
un estilo y de una época oscura que, al terminar, confinó la obra de un grande
del cine español en la estantería de aquello que, además de resultar de difícil
comprensión, ni a la nostalgia le gusta
recordar.
A pesar de que aún puedan contemplarse algunas de ellas con el brillo
propio del esplendor en la hierba cinematográfica de aquellos años, hoy mustio
collado.
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