El testimonio de Yarfoz.- (y de
Ferlosio).
Resulta ser un apéndice o compendio
de las guerras berciales, aquellas infinitas e inmemoriales que a
buen seguro el autor ha escrito y reescrito innumerables veces para
asegurarse de que una obra de tal magnitud no irá a publicarse de
cualquier manera.
Presumo que, lamentablemente, seguirán
inéditas, al menos hasta la irreversible ausencia del escriba que,
esperemos suceda con idéntica demora que la de ofrecer al público
este brillante resumen de nuestra historia ficticia, suponiendo que
todas lo son.
“La historia me absolverá”
proclamaba Fidel, y sus victimas le devolvían la pelota. “Pero la
geografía no lo hará jamás”.
Y es de geografía, tan real como
inventada, de donde surge la trama del bordado de Ferlosio.
Desconozco si es anterior este territorio presuntamente ficticio, o
quizás simultaneo a la Región de Juan Benet, su amigo y cómplice
supongo en esta revelación de la verdad a través de la palabra, en
tiempos en que había que disfrazarla con ficciones inteligibles para
el lector inteligente, y solo para este. El resto solo encontraría
una disertación brillante pero tediosa de unos sucesos históricos
que se repiten con un bucle infinito en el país titular de la lengua
de Cervantes, mira por donde. La lengua, la sin hueso de Quevedo, y
la inestimable fortuna de aquellos herederos que todavía son capaces
de darle un uso adecuado durante centenares, miles de páginas, en
las que el verbo certero se adorna con la riqueza propia del idioma
en el que nos expresamos. Si le añadimos que detrás de estos
artistas hay unos tremendos intelectuales, y que estos siempre han
antepuesto la ética, la moral personal, por encima de la peligrosa
ingratitud de la política, y han desdeñado la insufrible amenaza,
para un escritor, del presunto y probable desdén de la mayoría de
los lectores, nos encontramos con unos especimenes humanos, dedicados
a la escritura y al pensamiento, algunos a tiempo completo como
Ferlosio, a los que hay que cuidar como receptáculos vivientes, como
vasos canopeos donde se guardan las vísceras de nuestro país.
Algo de esta divinidad literaria se
aprecia como aura evidente cuando uno se acerca a una obra menor ¿?
Como El testimonio de Yarfoz. Testimonio como el de aquel escriba
morisco o judío que le relataba a Cervantes la historia de Alonso
Quijano, para que él, simplemente la trascribiera. Testimonio
monumental, de una historia que a buen seguro los editores, ávida
dolars, publicarán con sus correspondientes borradores, en cuanto el
nombre del autor cobre la viralidad oportuna, por aquello del nunca
más. Después de leer el último Pla, sus diarios anotados en
calendarios publicitarios, estoy preparado para cualquier cosa,
aberraciones crematísticas incluidas.
Para ello se inventaron el artefacto
literario de las obras completas, todavía abierto en el caso de
Sánchez Ferlosio, hijo del otro Sánchez (Mazas), y consorte ocasional de
Martín Gaite, amén de hermano de Chicho, En todo caso fruto el
Yarfoz de cierta época en la que las anfetaminas colocaban a su
generación en la dirección y la necesidad de la dedicación a los
altos estudios eclesiásticos. Si bien el hombre siempre ha insistido
en que ese era el eufemismo bajo el que los obispos ocultaban a los
párrocos conflictivos, convictos de aquel pecado imperdonable de
entonces, el escándalo.
Esplendida saga de tronos y sus
herederos, de caballeros andantes, y del reflejo de un tiempo cuando
la concordia entre príncipes les otorgaba el sobrenombre de
“Concordantes” a la vez que aseguraba la paz a sus pueblos. Paz
que podía desvanecerse tras algún incidente fortuito, con el
añadido de la inestimable colaboración de la concatenación de
circunstancias que transformarían un resbalón en el pavimento en
un traumatismo craneoencefálico fatal.
A veces me recordaba a Frodo y sus
compis de los tiempos de los anillos, si bien es de otras guerras y
otros tiempos más cercanos, y reales, de que nos estaba hablando Ferlosio.
Pero no es el fondo de la historia, ni su desarrollo lo que justifica
la publicación de Yarfoz, en todo caso.
Los críticos expertos
hablan del pasaje de “Los babuinos mendicantes” como algo
absolutamente genial y sobre lo que quizás la generosidad de
Ferlosio tenga a bien extenderse en sus guerras berciales, al dejar
al lector con la sensación de que esa brillante parábola quede
reducida a tan escaso número de páginas. El lector, que esto
suscribe, encuentra más adelante otra tribu urbana “Los hijos del
Rey” al menos tan estimable como el episodio de los babuinos, y que
te explica perfectamente, el devenir social y moral de gran parte de
la sociedad de aquí y de ahora. Tan mendicantes y tan desnortados
como los babuinos de aquel camino, para los que siempre han previsto
los dirigentes, ciertos sacos de mendrugos.
El buen Yarfoz, el tusitala del cuento,
circula por regiones, a través de cierto estado plurinacional,
muchas décadas antes de volvieran a darnos la lata con aquello del
independismo, a sabiendas de que uno, como los personajes de
Ferlosio, es, será y seremos, metecos en la Galia, charnegos en
Cataluña y, lo que es mucho peor, en nuestro propio país, donde el
trato recibido desde nuestros gobernantes, a través de sus
democráticas amnistías fiscales, y de sus irrisorias condenas – libertad
condicional- previas a cualquier veredicto, sean cada vez más
similares a las que observa Alicia en la justicia de la reina de
corazones.
No tiene tanta profundidad como Alicia,
el testimonio de Yarfoz, aunque quizás tenga otro tipo de
profundidad no tan evidente; pero la brillantez del texto, lo
atractivo del viaje –película on the road, siempre adictiva- y el
canto a la palabra, al verbo, la madre del pensamiento, justifican
plenamente el tiempo que le he dedicado, y su permanencia en mi
cartera de valores: D. Rafael Sánchez Ferlosio, uno de los últimos
sabios vivos de nuestro país.
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