La Última Película del Cine Colón.-
(Sic transit gloria mundi).
Vendrá un tiempo, dentro de nada, en que la memoria de los que recuerden el cine siga idéntico camino, el del olvido, que el de los rollos del celuloide y las salas extintas donde se realizaba la función. Que así se llamaba, función de cine.
La importancia que ello tuvo para las
generaciones que lo disfrutamos fue tremenda. Era la única ventana
disponible hacia el mundo de la imagen y en cierto modo al de la
cultura, cuando la radio estaba limitada a tres emisoras y la
televisión, su depredadora natural, quedaba muy lejos. Allí se
ejecutaba el ansiado ritual de fin de semana. Entramos como niños y
salimos adolescentes en la sala oscura, en un blanco y negro que se
extendía fuera hacia la calle, durante unos años terribles en los
que los chicos de mi edad desaparecían paulatinamente sin avisar,
con el exilio laboral forzado de sus padres que poco a poco nos
alcanzaría a casi todos. El cine era el consuelo que nos quedaba, la
droga inofensiva de la ensoñación que nos ofrecían las películas,
junto a los momentos de convivencia, que nos regalaban los largos e
innumerables descansos entre bobina y bobina. Una válvula de
esperanza hacia tiempos mejores o, en todo caso, hacia el titulo del
siguiente domingo.
Nuestro folclore dominaba la cartelera.
El cine de toreros y de copla, que se complementaba con los discos
que el pick up del local repetia hasta grabarlos para siempre en
nuestra cabeza: “El Emigrante” de Valderrama o el “Soy minero”
de Molina, a los que veríamos en películas repuestas
incansablemente año tras año y, con suerte, en actuaciones en vivo
durante sus giras de viejas glorias, mostrando una decadencia tan
imparable como la del número de habitantes de nuestro pueblo, o como
la del cine en general.
Llegamos no obstante, a disfrutar los
estertores de su edad de oro, y nombres como Tony Curtis o Burt
Lancaster se convirtieron en iconos para nosotros, llegando a la
cumbre con las películas programadas en las fiestas locales, los
toros y la feria, en la que ambos locales rivalizaban con títulos
realmente inolvidables. Carteles colgados en sus paredes durante
semanas y que nos excitaban en la espera. Cartelera de cuadros
sueltos en cierta fachada de La Laguna, hacia donde sigue desviándose
mi mirada cada vez que entro en ella.
Y es que he visto en ese cine cosas que
no podréis creer, y no son naves en llamas más allá de Orión, no.
Son redadas de la policía en el gallinero y peleas para llevar a la
gente a los cursos obligatorios de alfabetización para adultos que,
mira por donde, eran a la misma hora.
He visto al proyeccionista bajar hacia
el público después de ver el "FIN" en aquella película tan corta,
para escucharlo gritar: “No os vayáis, que me he equivocado con
los rollos, y ahora os pongo el comienzo de la película”.
He visto suspender la proyección para
invitar a los varones a subir a los camiones para apagar algún
incendio, y los he visto escabullirse hábilmente.
He visto el intento de reclutar
espectadores entre los paseantes de la carretera, para poder realizar
la última proyección, al menos con ocho entradas, y no conseguirlo.
En lo que se presumía final de una época y de un entretenimiento
que pasaría años después a otro estado y otro lugar, la gran
ciudad.
He visto hundirse una desvencijada
silla de madera con su ocupante entrado en carnes, en el cine de
verano, y las risas del publico felizmente recompensado al encontrar
respuesta a la pregunta que realmente justificaba la hilaridad:
¿Quién ha sido?
Pero hay infinidad de recuerdos,
algunos ni siquiera vividos allí que afloran, y enriquecen los
propios de aquellos dos modestos locales. Locales sencillos que eran
una extensión transitoria de nuestra propia casa y de los que
siguen emanando esporádicamente, pistas que me aclaran claves sobre
los años de esplendor en la hierba de los niños que fuimos y de
nuestro entorno prodigioso.
He vuelto a ver “Surcos” hace poco,
y he descubierto en ella, y en otras de aquellos años, la razón del
mote de algún paisano al que sin duda encontraron parecido con el
personaje que desde entonces le prestaría el nombre.
He disfrutado, no hace mucho, de un tinto garnacha de cepas viejas, y su olor... mira por donde era el de la mistela. Aquella bebida, licor, que solo vi y pude oler a veces, en el ambigú del cine Colon en mi tiernos años. Algo que nunca probé, obviamente, y que en ningún otro lugar del pueblo, ni de otra parte, he vuelto a encontrar. El olor persistía en el recuerdo, devolviéndome con su prodigiosa reaparición , a un lugar y a un tiempo felices que seguirán existiendo en la memoria.
Curiosamente, estas sensaciones, y
estas vivencias añoradas, se han repetido con seguridad en aquellos
lugares para los que el cine tuvo la misma importancia que para
nosotros. Hemos participado en una experiencia que nos ha marcado de
alguna manera en el desarrollo personal, en la manera de madurar ante
la vida, y ello ha sucedido también y a la vez en otros sitios del
planeta. Quizás viendo “La última película” de Bodganovich, o
las italianas “Cinema Paradiso” o “Esplendor”, podamos
comprobarlo.
-¿Como es la del domingo que viene,
señor Manolo?
-!Buenísima! Le escuchábamos entre
risas torpemente disimuladas, ya que conocíamos con antelación la
inevitable y ritual respuesta del buenazo de Manuel Ligero. A
sabiendas de que seguramente era otro tostón u otra “java” la
que le iban y nos iban a colocar los distribuidores. Y es que nadie es perfecto, cosa que también aprendimos allí.
P.D.- La foto de las ruinas es de Ribadeo.
--------------------------------------------------------------------------------