Cuentos de la Malá Strana
A veces me he preguntado por los
motivos de mi afición a los rastros, los mercadillos de viejo, esos
destellos de luz que me dirigen compulsiva e inexorablemente a
cualquier lugar donde se reúna un grupo de mercaderes aficionados y
displicentes, abandonando casi, con cierto desprecio propio de su
oficio, su mercancía sobre el suelo. Difícil buscar las causas de
un sentimiento, de la espontaneidad del impulso que te orienta hacia
alguien o algo, como en este caso.
Busco razones, y las encuentro, al
comparar el contraste entre esos artículos usados, es decir vividos
por otros seres humanos, deseados por otras personas y disfrutados
por ellas, conservando quizás el aura de sus dueños anteriores y
recibiendo gustoso en mis manos la contaminación con esos restos del
espíritu ajeno, humanidad compartida.
Su reverso será la imagen vistosa de
artículos impecables de escaparate, a estrenar, y a veces destinados
a la basura inmediata sin siquiera haberlos liberados de sus
etiquetas, la banalidad del consumo irreflexivo en el que
paulatinamente nos hemos encaramado.
Cuando una adicción como esta lleva
tanta tiempo dándome satisfacción, llenándome la casa de
cachivaches tan maravillosos como inútiles, y obligándome a un
lavado extra de manos, los domingos y fiestas- y viajes- de guardar,
no es cosa de entonar mea culpa alguna ni de anotarla en la lista de
problemas a resolver con el terapeuta de cabecera, que antes era el
confesor, al menos en las novelas de cien años atrás, y que ahora
es un mero figurante, a extinguir, en las películas americanas con
visos de intelectualidad.
Sea como fuere, no me arrepiento señor
de los balazos infligidos, como el jinete de la ranchera, la de Jorge
Negrete, y a la vez descubro las ventajas de convivir y descubrir
objetos que encierran secretos verdaderos, es decir eternos, sobre
sus anteriores estancias al lado de quienes los recibieron, los
usaron y quizás, los disfrutaron.
Además he aprendido lecciones de
incalculable interés sobre el valor real de las cosas, extrapolable
a las personas, la suma de justiprecio y las ganas, el deseo de
posesión que aporta el posible comprador y que inevitablemente
distorsiona las cifras y termina por convertir en desafortunada
cualquier adquisición.
Otra lección, de tipo puramente
administrativo es la de diferenciar lo antiguo de lo viejo. Si bien
algún familiar en tiempos dedicado a esto de la chamarilería me ha
insistido varias veces en no confundir lo antiguo –más de cien
años- con lo bueno, ni lo viejo – menos- con algo carente de
valor.
Admitimos que la antigüedad, literaria
en este caso, suele ser sinónimo de clasicismo, y permite a los
autores y sus obras acceder al estante privilegiado donde los libros
nunca correrán el riesgo de ser seleccionados para alimentar la
chimenea, la lareira portuguesa, según costumbre, absolutamente
sostenible y ecosaludable instaurada por Vázquez Montalbán.
Hay una zona intermedia, de sombras
evanescentes, donde el material impreso te hace dudar de la actitud a
seguir con ellos. Y es lo que me ha sucedido ante los Cuentos de la
Malá Strana, de Jan Neruda. Primero en su primera lectura en tiempos
de la dictadura, y ahora en la revisión de la misma obra como lector
experimentado, clásica para muchos, y simplemente vieja para otros,
como los pétalos descoloridos y sin el menor atisbo oloroso, de la
rosa que fue, en tiempos.
Jan Neruda es un clásico indiscutible
de la literatura praguense, la cara amable, lírica y costumbrista de
Kafka, y su influencia ha llegado hasta prestar su apellido a su gran
admirador, el chileno de la canción desesperada, e incluso a la
calle de Praga que atraviesa el barrio que da nombre a los cuentos
recogidos en “Cuentos de la Malá Strana”.
Quiero recordar que hasta esta reciente
relectura lo he tenido archivado en la memoría como un adjetivo
calificativo: “mala”, que sugería algo de maldad y desventura en
los relatos, y que yo suponía un mero artilugio del autor para
incitar a su lectura. Cuando he descubierto, y comprobado, el acento
en la segunda vocal, Malá, y que es el nombre propio de cierto
barrio, he cambiado el anzuelo del argumento trágico por el del
exotismo, al que he añadido inconsciente y otra vez erradamente, el
asociar al autor y sus personajes, con el judaísmo, tópico no
siempre justificado sobre Chequia en general y Praga en particular.
Son relatos amables sobre le humanidad
viviente, no necesariamente doliente, de allí y de entonces, y que,
sin conservar la estructura tradicional de los cuentos, más bien
parece una novela de viajes en las que el lector no necesita cambiar
de paisaje, te introduce en una época realmente desaparecida para
siempre, donde resulta difícil ubicar a personajes que gocen con
suficiente entidad, como la de sus coetáneos rusos con idénticos
gabanes, y limitaciones anacrónicas, para conservarlos en la sección
de ilustres protagonistas de novelas imprescindibles.
Agradezco la traducción impecable,
asumiendo que de checo no conozco ni el significado de strana, y que
posiblemente esté escrita originalmente en alemán, pero entiendo
que la labor del traductor es la de recrear la belleza de un texto,
haciéndolo inteligible y, quizás, conservando el espíritu original
del autor.
He pasado unas horas agradables en su
lectura pero temo que no guardaré su recuerdo durante el tiempo
suficiente para evitar el volver a leerla. Aunque con esto de la
memoría convertida en chapapote, no puedo asegurarlo.
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