miércoles, 16 de agosto de 2017

CUENTOS DE LA MALÁ STRANA .-

Cuentos de la Malá Strana

A veces me he preguntado por los motivos de mi afición a los rastros, los mercadillos de viejo, esos destellos de luz que me dirigen compulsiva e inexorablemente a cualquier lugar donde se reúna un grupo de mercaderes aficionados y displicentes, abandonando casi, con cierto desprecio propio de su oficio, su mercancía sobre el suelo. Difícil buscar las causas de un sentimiento, de la espontaneidad del impulso que te orienta hacia alguien o algo, como en este caso.

Busco razones, y las encuentro, al comparar el contraste entre esos artículos usados, es decir vividos por otros seres humanos, deseados por otras personas y disfrutados por ellas, conservando quizás el aura de sus dueños anteriores y recibiendo gustoso en mis manos la contaminación con esos restos del espíritu ajeno, humanidad compartida.
Su reverso será la imagen vistosa de artículos impecables de escaparate, a estrenar, y a veces destinados a la basura inmediata sin siquiera haberlos liberados de sus etiquetas, la banalidad del consumo irreflexivo en el que paulatinamente nos hemos encaramado.

Cuando una adicción como esta lleva tanta tiempo dándome satisfacción, llenándome la casa de cachivaches tan maravillosos como inútiles, y obligándome a un lavado extra de manos, los domingos y fiestas- y viajes- de guardar, no es cosa de entonar mea culpa alguna ni de anotarla en la lista de problemas a resolver con el terapeuta de cabecera, que antes era el confesor, al menos en las novelas de cien años atrás, y que ahora es un mero figurante, a extinguir, en las películas americanas con visos de intelectualidad. 

Sea como fuere, no me arrepiento señor de los balazos infligidos, como el jinete de la ranchera, la de Jorge Negrete, y a la vez descubro las ventajas de convivir y descubrir objetos que encierran secretos verdaderos, es decir eternos, sobre sus anteriores estancias al lado de quienes los recibieron, los usaron y quizás, los disfrutaron.

Además he aprendido lecciones de incalculable interés sobre el valor real de las cosas, extrapolable a las personas, la suma de justiprecio y las ganas, el deseo de posesión que aporta el posible comprador y que inevitablemente distorsiona las cifras y termina por convertir en desafortunada cualquier adquisición.
Otra lección, de tipo puramente administrativo es la de diferenciar lo antiguo de lo viejo. Si bien algún familiar en tiempos dedicado a esto de la chamarilería me ha insistido varias veces en no confundir lo antiguo –más de cien años- con lo bueno, ni lo viejo – menos- con algo carente de valor.

Admitimos que la antigüedad, literaria en este caso, suele ser sinónimo de clasicismo, y permite a los autores y sus obras acceder al estante privilegiado donde los libros nunca correrán el riesgo de ser seleccionados para alimentar la chimenea, la lareira portuguesa, según costumbre, absolutamente sostenible y ecosaludable instaurada por Vázquez Montalbán.
Hay una zona intermedia, de sombras evanescentes, donde el material impreso te hace dudar de la actitud a seguir con ellos. Y es lo que me ha sucedido ante los Cuentos de la Malá Strana, de Jan Neruda. Primero en su primera lectura en tiempos de la dictadura, y ahora en la revisión de la misma obra como lector experimentado, clásica para muchos, y simplemente vieja para otros, como los pétalos descoloridos y sin el menor atisbo oloroso, de la rosa que fue, en tiempos.

Jan Neruda es un clásico indiscutible de la literatura praguense, la cara amable, lírica y costumbrista de Kafka, y su influencia ha llegado hasta prestar su apellido a su gran admirador, el chileno de la canción desesperada, e incluso a la calle de Praga que atraviesa el barrio que da nombre a los cuentos recogidos en “Cuentos de la Malá Strana”.

Quiero recordar que hasta esta reciente relectura lo he tenido archivado en la memoría como un adjetivo calificativo: “mala”, que sugería algo de maldad y desventura en los relatos, y que yo suponía un mero artilugio del autor para incitar a su lectura. Cuando he descubierto, y comprobado, el acento en la segunda vocal, Malá, y que es el nombre propio de cierto barrio, he cambiado el anzuelo del argumento trágico por el del exotismo, al que he añadido inconsciente y otra vez erradamente, el asociar al autor y sus personajes, con el judaísmo, tópico no siempre justificado sobre Chequia en general y Praga en particular.

Son relatos amables sobre le humanidad viviente, no necesariamente doliente, de allí y de entonces, y que, sin conservar la estructura tradicional de los cuentos, más bien parece una novela de viajes en las que el lector no necesita cambiar de paisaje, te introduce en una época realmente desaparecida para siempre, donde resulta difícil ubicar a personajes que gocen con suficiente entidad, como la de sus coetáneos rusos con idénticos gabanes, y limitaciones anacrónicas, para conservarlos en la sección de ilustres protagonistas de novelas imprescindibles.

Agradezco la traducción impecable, asumiendo que de checo no conozco ni el significado de strana, y que posiblemente esté escrita originalmente en alemán, pero entiendo que la labor del traductor es la de recrear la belleza de un texto, haciéndolo inteligible y, quizás, conservando el espíritu original del autor.
He pasado unas horas agradables en su lectura pero temo que no guardaré su recuerdo durante el tiempo suficiente para evitar el volver a leerla. Aunque con esto de la memoría convertida en chapapote, no puedo asegurarlo. 

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