martes, 10 de octubre de 2017

CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE PEOR, O NO.-




Le escuché decir a alguien que, para conocer una ciudad, o un pueblo, resultaba imprescindible observar con detenimiento un par de escenarios, el cementerio y el mercado. No hubo mas explicaciones, y el aforismo que parecía harto sensato no aclaraba su fundamento, que a poco que reflexionemos se desvela con la luz cegadora de la sabiduría milenaria de sus inventores. El pasado, el camposanto, dice mucho sobre cualquier comunidad, tanto en su ornamentación más o menos florida, en la pluralidad de los apellidos, descartando endogamias excluyentes, y en el estado de conservación de sus instalaciones que refleja el buen gobierno municipal, en el caso de que así sea.
La otra parte, el mercado, quizás sea absolutamente definitoria de la realidad local, del presente económico de sus ciudadanos. La variedad de productos y su nivel de calidad son un reflejo certero sobre el grado de bienestar de la población.

Hoy día, el viajero tiene poco o ningún interés por conocer cualquier aspecto del lugar visitado, aparte de aquellos imprescindibles reseñados en su guía de viajes. Si bien hasta hace bien poco la información sobre un lugar concreto de nuestro país –todavía país – solo podía encontrarse en El Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de ultramar (1846-1850) de Pascual Madoz, algo tan incierto como anacrónico, desfasado por la inexorable realidad sometida al transcurso de los años, siglos. El tiempo otra vez.

Y lo que ahora asumimos como prescindible y falto de interés, resultaba vital para cualquier funcionario nómada que tuviese que elegir destino, para cualquier aspirante a sedentario que necesitase establecer su negocio o vivienda, o incluso para los circos que fijaban las paradas de sus itinerarios circulares basándose en la rentabilidad de sus etapas. De todo ha habido en la vida de los transeúntes forzosos, y el tener ojeadores analizando mercados y cementerios no resultaba en absoluto gratuito.

Hoy quedan totalmente obsoletas estas referencias, los mercados, desaparecidos forzosamente, engullidos por los centros comerciales y por las compras semanales o quincenales, cuando no por las entregas a domicilio; los cementerios condenados a la inanidad de quien ya no es necesario, pudiendo los dolientes tener el muerto en casa, guardando sus cenizas en una discreta urna junto al televisor.

Sin embargo –siempre hay un sin embargo – podemos observar, a poco que prestemos atención a lo que ven nuestros ojos, aunque sea de pasada, sin necesitar mucha intencionalidad en ello, algunos indicios sobre la realidad de los lugares por donde pasamos, y el como esos indicios, esos hologramas semiocultos nos están presentando evidencias sobre el nivel cultural y económico, y lo que es más importante, sobre su reciente evolución. Si le añadimos su ubicuidad, la repetición de esos fenómenos que denuncian la transformación, lamentablemente negativa, de los hábitos sociales, en cualquier ciudad por la que deambules, por muy alejadas que estén unas de otras, y sin limitarlas a un país o continente, el reflejo que nos llega resulta grotescamente aterrador.

Paso por ver en las calles comerciales, la calle mayor de cualquier ciudad, la proliferación de los locales que compran oro, la reaparición de los prestamistas que a lo largo de la historia se han beneficiado de la pobreza colectiva, estando el oficio historica e injustamente asociado a determinada etnia religiosa, aunque hoy sea dogma de fe no aceptar la existencia de etnias y menos religiosas. Supongo que eso fue en otra época y en otra historia y que, incluso, realizaban una labor social, como la elevada a nivel institucional en nuestros montes de piedad de infausto final. Y también supongo que ese es uno de los oficios, el de prestamista, más viejos del mundo, si no el que más, aunque..
Aunque no me asombra esta nueva versión del oficio, ni su traslado desde las callejuelas oscuras de las novelas hasta los mejorados locales, las esquinas de cualquier calle mayor.

 

Lo que me ha sorprendido, por lo novedoso, y por el cambio moral en el colectivo que representa, es la externalización de otro viejo monstruo social, la puesta en evidencia sin reparos de tipo alguno, la ocupación masiva en cualquier ciudad de aquellos lugares privilegiados, locales enormes, antaño bancos de postín, o incluso palacios o templos culturales como el ejemplo de la foto que tomé la semana pasada en Palermo. El Gran Teatro Nazional, convertido en… un local de juego. Ni siquiera en la sala de un casino, que también tienen su historia, su corazoncito, y su hueco en la literatura dramática.

Sencillamente convertidos, todos ellos, en locales representativos de franquicias dedicadas al vicio del juego, la ludopatía, y en su forma actual, juegos deportivos. Les falta el segundo apellido, el de benéfícos, como tenían las quinielas y los montepíos de las cajas de ahorro, pero no han prescindido del comodín, de la pantalla, del disfraz, deportivos. Desconozco si el asunto deportivo hace referencia a los partidos de fútbol, y sus resultados, sobre los que a menudo efectúan las apuestas, o si realmente la actividad deportiva es el apostar en las taquillas, parecidas a las de los hipódromos que salen en las películas, que también los potros y los galgos han sido usados como pretexto.
En todo caso no se han atrevido con la etiqueta de benéfico y si han debido contar, miserablemente, con la tolerancia de las instituciones responsables, que por algún sitio andarán sus responsabilidades, a la hora de transformar un teatro esplendido, o miles, en lugares de perdición, que nos muestran el declive, la degeneración, la decadencia moral, no solo visual, de los lugares que habitamos.

Vale, hemos desmitificado, y corregido, el injusto error de nuestros conceptos sobre Sodoma, que falta hacia. Ahora nos hemos quedado solos ante Gomorra, y solo nos queda esperar el asunto de la sal, que no se si será como flor, escamas , o sal maldon. Yo por si acaso no pienso mirar hacia atrás.

No estoy recreándome en la melancolía de quien ve el paisaje deteriorándose ante sus ojos. Ni mucho menos amparándome en las doctrinas morales, o en sus restos, para recrearme en el vade retro del diabólico mal. Al menos no solo eso. Mi irritación inicial ha sido producida al ver como una actividad que no aporta absolutamente nada positivo al bien común, al PIB, o al progreso social, va ocupando paulatinamente una porción cada vez mayor de la tarta económica de nuestro país - ¿nuestro?-. Loterías, casinos, casas de juego, están apartando para su beneficio una parte significativa del capital humano y económico, sin dejarnos otra cosa que la imagen de un negocio de manos muertas, no productivas, dedicado a la distribución de otra droga legal, además del alcohol y el tabaco, ahora el juego.




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