Le escuché decir a alguien que, para
conocer una ciudad, o un pueblo, resultaba imprescindible observar
con detenimiento un par de escenarios, el cementerio y el mercado. No
hubo mas explicaciones, y el aforismo que parecía harto sensato no
aclaraba su fundamento, que a poco que reflexionemos se desvela con
la luz cegadora de la sabiduría milenaria de sus inventores. El
pasado, el camposanto, dice mucho sobre cualquier comunidad, tanto en
su ornamentación más o menos florida, en la pluralidad de los
apellidos, descartando endogamias excluyentes, y en el estado de
conservación de sus instalaciones que refleja el buen gobierno
municipal, en el caso de que así sea.
La otra parte, el mercado, quizás sea
absolutamente definitoria de la realidad local, del presente
económico de sus ciudadanos. La variedad de productos y su nivel de
calidad son un reflejo certero sobre el grado de bienestar de la
población.
Hoy día, el viajero tiene poco o
ningún interés por conocer cualquier aspecto del lugar visitado,
aparte de aquellos imprescindibles reseñados en su guía de viajes.
Si bien hasta hace bien poco la información sobre un lugar concreto
de nuestro país –todavía país – solo podía encontrarse en El
Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y
sus posesiones de ultramar (1846-1850) de Pascual Madoz,
algo tan incierto como anacrónico, desfasado por la inexorable
realidad sometida al transcurso de los años, siglos. El tiempo otra
vez.
Y lo que ahora asumimos como
prescindible y falto de interés, resultaba vital para cualquier
funcionario nómada que tuviese que elegir destino, para cualquier aspirante
a sedentario que necesitase establecer su negocio o vivienda, o
incluso para los circos que fijaban las paradas de sus itinerarios
circulares basándose en la rentabilidad de sus etapas. De todo ha
habido en la vida de los transeúntes forzosos, y el tener ojeadores
analizando mercados y cementerios no resultaba en absoluto gratuito.
Hoy quedan totalmente obsoletas estas
referencias, los mercados, desaparecidos forzosamente, engullidos por
los centros comerciales y por las compras semanales o quincenales,
cuando no por las entregas a domicilio; los cementerios condenados a
la inanidad de quien ya no es necesario, pudiendo los dolientes tener
el muerto en casa, guardando sus cenizas en una discreta urna junto
al televisor.
Sin embargo –siempre hay un sin
embargo – podemos observar, a poco que prestemos atención a lo que
ven nuestros ojos, aunque sea de pasada, sin necesitar mucha
intencionalidad en ello, algunos indicios sobre la realidad de los
lugares por donde pasamos, y el como esos indicios, esos hologramas
semiocultos nos están presentando evidencias sobre el nivel
cultural y económico, y lo que es más importante, sobre su reciente
evolución. Si le añadimos su ubicuidad, la repetición de esos
fenómenos que denuncian la transformación, lamentablemente
negativa, de los hábitos sociales, en cualquier ciudad por la que
deambules, por muy alejadas que estén unas de otras, y sin
limitarlas a un país o continente, el reflejo que nos llega resulta
grotescamente aterrador.
Paso por ver en las calles comerciales,
la calle mayor de cualquier ciudad, la proliferación de los locales
que compran oro, la reaparición de los prestamistas que a lo largo
de la historia se han beneficiado de la pobreza colectiva, estando el
oficio historica e injustamente asociado a determinada etnia
religiosa, aunque hoy sea dogma de fe no aceptar la existencia de
etnias y menos religiosas. Supongo que eso fue en otra época y en
otra historia y que, incluso, realizaban una labor social, como la
elevada a nivel institucional en nuestros montes de piedad de
infausto final. Y también supongo que ese es uno de los oficios, el
de prestamista, más viejos del mundo, si no el que más, aunque..
Aunque no me asombra esta nueva versión
del oficio, ni su traslado desde las callejuelas oscuras de las
novelas hasta los mejorados locales, las esquinas de cualquier calle
mayor.
Lo que me ha sorprendido, por lo novedoso, y por el cambio moral en el colectivo que representa, es la externalización de otro viejo monstruo social, la puesta en evidencia sin reparos de tipo alguno, la ocupación masiva en cualquier ciudad de aquellos lugares privilegiados, locales enormes, antaño bancos de postín, o incluso palacios o templos culturales como el ejemplo de la foto que tomé la semana pasada en Palermo. El Gran Teatro Nazional, convertido en… un local de juego. Ni siquiera en la sala de un casino, que también tienen su historia, su corazoncito, y su hueco en la literatura dramática.
Sencillamente convertidos, todos ellos,
en locales representativos de franquicias dedicadas al vicio del
juego, la ludopatía, y en su forma actual, juegos deportivos. Les
falta el segundo apellido, el de benéfícos, como tenían las
quinielas y los montepíos de las cajas de ahorro, pero no han
prescindido del comodín, de la pantalla, del disfraz, deportivos.
Desconozco si el asunto deportivo hace referencia a los partidos de
fútbol, y sus resultados, sobre los que a menudo efectúan las
apuestas, o si realmente la actividad deportiva es el apostar en las
taquillas, parecidas a las de los hipódromos que salen en las
películas, que también los potros y los galgos han sido usados como
pretexto.
En todo caso no se han atrevido con la
etiqueta de benéfico y si han debido contar, miserablemente, con la
tolerancia de las instituciones responsables, que por algún sitio
andarán sus responsabilidades, a la hora de transformar un teatro
esplendido, o miles, en lugares de perdición, que nos muestran el
declive, la degeneración, la decadencia moral, no solo visual, de
los lugares que habitamos.
Vale, hemos desmitificado, y corregido,
el injusto error de nuestros conceptos sobre Sodoma, que falta hacia.
Ahora nos hemos quedado solos ante Gomorra, y solo nos queda esperar
el asunto de la sal, que no se si será como flor, escamas , o sal
maldon. Yo por si acaso no pienso mirar hacia atrás.
No estoy recreándome en la melancolía
de quien ve el paisaje deteriorándose ante sus ojos. Ni mucho menos
amparándome en las doctrinas morales, o en sus restos, para
recrearme en el vade retro del diabólico mal. Al menos no solo eso.
Mi irritación inicial ha sido producida al ver como una actividad
que no aporta absolutamente nada positivo al bien común, al PIB, o
al progreso social, va ocupando paulatinamente una porción cada vez
mayor de la tarta económica de nuestro país - ¿nuestro?-.
Loterías, casinos, casas de juego, están apartando para su
beneficio una parte significativa del capital humano y económico,
sin dejarnos otra cosa que la imagen de un negocio de manos muertas,
no productivas, dedicado a la distribución de otra droga legal,
además del alcohol y el tabaco, ahora el juego.
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