Congelar el tiempo, recuperarlo cuando se ha perdido, o
intentar introducirse en aquel momento imposible, anterior o posterior a la proia existencia individual. Esas son algunas de la claves de su uso, la cuarta dimensión
omnipresente siempre para los artistas, a vueltas con ese imparable movimiento
continuo que escapa a cualquier intento de detenerlo, aunque sea únicamente por
un instante. ¿Cuánto dura un instante?.
Hay otros factores indirectos, más allá del reloj o el
calendario, que abundan sobre la necesidad de tomarlo en consideración como
parte de nuestra propia existencia, espejo imprescindible sobre el que se
proyectan el transcurso de los días y los años pasando sobre los otros, y también
sobre las cosas, ciudades, paisajes.
Me viene esa sensación, de innegable inicio de agostamiento,
justo a la entrada de la exposición, de esa y de todas. Desde hace poco,
indefinido el cuanto del poco, siento las piernas cansadas, incluso doloridas
al comenzar, incluso antes de hacerlo, cualquier visita a un museo o sala de
exposiciones. Asumo el subjetivismo de quien comienza fresco físicamente la
sesión, y presume que un par de horas después las piernas van a protestar al
permanecer erguido ante una deambulación prácticamente inexistente. Es una
anticipación tan psicológica como real que me hace incomoda la asistencia a
cualquier evento expositivo, sin llegar a convertirse en disuasoria,
afortunadamente.
En esta ocasión encuentro enseguida, justo después de las
dos primeras salas, las de los antipasti y los contorni, los rellenos
inevitables que justifican el apellido “antológica”, al llegar al espacio principal
tanto por sus dimensiones como por el fundamento de su contenido, un banco largo y mullido, quiero
recordar, justo enfrente del panel prodigioso.
Tampoco me atrevería a afirmar si la inmediata sedestación
fue debida al alien que se había adueñado de mis piernas desde la puerta de
entrada, o a aquel retrato multidimensional cuya contemplación me había
impelido a situarme frente a el para ignorar la duración de esta actividad
gozosa.
El caso es que permanecí así, sentado y absorto contemplando
el misterio que se desvelaba ante mis ojos. El paso del tiempo año tras año,
durante más de cuarenta, en los retratos de las hermanas Brown. De las cuñadas
en realidad, porque son las tres hermanas junto a la esposa del fotógrafo,
la que no cuenta, como tampoco lo hace el artista detrás de la cámara, a los
que ignoras a pesar de su obstinados autorretratos con objetivos macro,
intentando demostrar que un poro de la piel o un pelo del bigote pueden definir
un rostro, y que, en todo caso, solo sirven para reconducir nuestra mirada
hacia el de las cuñadas, desde 1975 hasta 2017, o lo que es igual, pero más
importante, desde los 17 años hasta los…
Terrible contemplar el transcurso de una vida entera, de múltiples
vidas, incluyendo la tuya, y de volver insistentemente diez o veinte años
atrás, fotos en una o dos hileras más altas de las que se acercan a la
actualidad. No son únicamente las arrugas, indefectibles, la transformación
facial cuando los músculos van debilitándose y la grasa de la piel va
rellenando oquedades y borrando pómulos y otras prominencias. También el
cabello perdiendo en parte su brillo primigenio, y su color, autentico o
impostado por los colorantes, nos permite verlo escasear y cobrar una fuerza
robusta, la del superviviente, generando la sensación de estar contemplando una
transformación temible a la vez que misteriosa, hipnotizado por esos ojos cuya
luz han dejado de reflejar las esperanzas que tenían delante hace cuarenta
años, y que van paulatina e inexorablemente transportándote hacia la placidez
de quienes vuelven de un largo festival, probablemente satisfechos y
ciertamente cansados, muy cansados.
Te ves en ellos, te ves en ellas, en su indumentaria, cuya
observación nos situaría en la fecha aproximada de cada instantánea, sin apenas
necesidad de fijarte en el año que fecha cada imagen. Y vuelves a retroceder, a
mirar los rostros juveniles de aquellas chicas, en un tiempo en que tu tenias
su misma edad, y luego avanzas hacia lo que te espera, sin temor, y sin la
certeza de que hayas llegado todavía a aparecer en la cercanía de sus últimos
retratos.
Realmente hace un rato que ha dejado de importarte, aun
sabiendo que estas allí, con ellas. Vuelves a mirar sus rostros, una por una,
tan parecidas y tan diferentes, y te resbalas por el tobogán de la vida sin
necesidad de comprar el billete en la estación de salida, y sin importarte lo
que vas a encontrar tras cada curva, sin saber si ellas vienen detrás o van
delante de ti, ahora solo importa sentir el movimiento de esa dimensión
inaprensible, el tiempo.
Magia absoluta la que exhibe ante nuestra mirada el fotógrafo
que probablemente se ha limitado a aprovechar el cumpleaños de alguna de ellas
para inmortalizar repetidamente el instante para el recuerdo, maravilloso
recuerdo.
Nicholas Nixon.
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En Fundación MAPFRE hasta el 7 de enero.
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