miércoles, 4 de octubre de 2017

EL TUNEL DEL TIEMPO EXISTE. YO HE ESTADO ALLÍ .-




Congelar el tiempo, recuperarlo cuando se ha perdido, o intentar introducirse en aquel momento imposible, anterior o posterior a la proia existencia individual. Esas son algunas de la claves de su uso, la cuarta dimensión omnipresente siempre para los artistas, a vueltas con ese imparable movimiento continuo que escapa a cualquier intento de detenerlo, aunque sea únicamente por un instante. ¿Cuánto dura un instante?.



Hay otros factores indirectos, más allá del reloj o el calendario, que abundan sobre la necesidad de tomarlo en consideración como parte de nuestra propia existencia, espejo imprescindible sobre el que se proyectan el transcurso de los días y los años pasando sobre los otros, y también sobre las cosas, ciudades, paisajes.



Me viene esa sensación, de innegable inicio de agostamiento, justo a la entrada de la exposición, de esa y de todas. Desde hace poco, indefinido el cuanto del poco, siento las piernas cansadas, incluso doloridas al comenzar, incluso antes de hacerlo, cualquier visita a un museo o sala de exposiciones. Asumo el subjetivismo de quien comienza fresco físicamente la sesión, y presume que un par de horas después las piernas van a protestar al permanecer erguido ante una deambulación prácticamente inexistente. Es una anticipación tan psicológica como real que me hace incomoda la asistencia a cualquier evento expositivo, sin llegar a convertirse en disuasoria, afortunadamente.



En esta ocasión encuentro enseguida, justo después de las dos primeras salas, las de los antipasti y los contorni, los rellenos inevitables que justifican el apellido “antológica”, al llegar al espacio principal tanto por sus dimensiones como por el fundamento de su  contenido, un banco largo y mullido, quiero recordar, justo enfrente del panel prodigioso.



Tampoco me atrevería a afirmar si la inmediata sedestación fue debida al alien que se había adueñado de mis piernas desde la puerta de entrada, o a aquel retrato multidimensional cuya contemplación me había impelido a situarme frente a el para ignorar la duración de esta actividad gozosa.


El caso es que permanecí así, sentado y absorto contemplando el misterio que se desvelaba ante mis ojos. El paso del tiempo año tras año, durante más de cuarenta, en los retratos de las hermanas Brown. De las cuñadas en realidad, porque son las tres hermanas junto a la esposa del fotógrafo, la que no cuenta, como tampoco lo hace el artista detrás de la cámara, a los que ignoras a pesar de su obstinados autorretratos con objetivos macro, intentando demostrar que un poro de la piel o un pelo del bigote pueden definir un rostro, y que, en todo caso, solo sirven para reconducir nuestra mirada hacia el de las cuñadas, desde 1975 hasta 2017, o lo que es igual, pero más importante, desde los 17 años hasta los…



Terrible contemplar el transcurso de una vida entera, de múltiples vidas, incluyendo la tuya, y de volver insistentemente diez o veinte años atrás, fotos en una o dos hileras más altas de las que se acercan a la actualidad. No son únicamente las arrugas, indefectibles, la transformación facial cuando los músculos van debilitándose y la grasa de la piel va rellenando oquedades y borrando pómulos y otras prominencias. También el cabello perdiendo en parte su brillo primigenio, y su color, autentico o impostado por los colorantes, nos permite verlo escasear y cobrar una fuerza robusta, la del superviviente, generando la sensación de estar contemplando una transformación temible a la vez que misteriosa, hipnotizado por esos ojos cuya luz han dejado de reflejar las esperanzas que tenían delante hace cuarenta años, y que van paulatina e inexorablemente transportándote hacia la placidez de quienes vuelven de un largo festival, probablemente satisfechos y ciertamente cansados, muy cansados.



Te ves en ellos, te ves en ellas, en su indumentaria, cuya observación nos situaría en la fecha aproximada de cada instantánea, sin apenas necesidad de fijarte en el año que fecha cada imagen. Y vuelves a retroceder, a mirar los rostros juveniles de aquellas chicas, en un tiempo en que tu tenias su misma edad, y luego avanzas hacia lo que te espera, sin temor, y sin la certeza de que hayas llegado todavía a aparecer en la cercanía de sus últimos retratos.



Realmente hace un rato que ha dejado de importarte, aun sabiendo que estas allí, con ellas. Vuelves a mirar sus rostros, una por una, tan parecidas y tan diferentes, y te resbalas por el tobogán de la vida sin necesidad de comprar el billete en la estación de salida, y sin importarte lo que vas a encontrar tras cada curva, sin saber si ellas vienen detrás o van delante de ti, ahora solo importa sentir el movimiento de esa dimensión inaprensible, el tiempo.



Magia absoluta la que exhibe ante nuestra mirada el fotógrafo que probablemente se ha limitado a aprovechar el cumpleaños de alguna de ellas para inmortalizar repetidamente el instante para el recuerdo, maravilloso recuerdo.



Nicholas Nixon.




  
 

  
  


 

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En Fundación MAPFRE hasta el 7 de enero. 

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