lunes, 23 de octubre de 2017

DI MÁS, BAGHEERA, DI MÁS.-


                                      

Hay sueños recurrentes, que aparecen periódicamente, sin frecuencia fija, que te hacen sentir como un personaje dentro de tu propia historia. Suelen estar compuestos de elementos que te resultan familiares y estar relacionados con algún aspecto de tu vida real. Aun sin cuidar ciertos detalles descriptivos con precisión, el decorado y la secuencia del episodio, te hacen ver que la situación es momentáneamente apacible o desapacible, según toque ese día en la cartelera, pero que, en todo caso, estás dentro de tu película.

Los desagradables, a pesar de que por su esencia de manifestaciones mentales en un durmiente, quedan difuminados como las nubes que se deshilachan y desaparecen antes de que consigas aclarar si son cirros o nimbos, son motivos esplendidos para guardar en una carpeta y ofrecérsela después al psiquiatra. En mi caso, entiendo que debo disponer de una cabeza borradora tan inadvertida como inconsciente cuya misión es anularlos antes de que queden grabados, en esa fuga hacia la consciencia que suelen efectuar ellos antes del despertar. Ello me priva del placer de las pesadillas, de alimentar el sadomaso que todos llevamos dentro, oculto sin duda, y que tanta inspiración ha generado a los autores románticos o góticos, o incluso del género de terror. 

Hay otros neutros, en tanto que las sensaciones quedan en un segundo plano y se limitan a llevarte por caminos trillados y ambientes cotidianos. Pertenecen estos a la categoría de despreciables por su falta de interés emocional, y te hacen reflexionar sobre la perdida de tiempo en que puede llegar a convertirse el tiempo perdido de los sueños. En todo caso no tienen suficiente entidad para guardarlos en carpeta alguna, ni mucho menos para llevarlos al psiquiatra, bajo riesgo de que este se predisponga instantáneamente contigo o, lo que es peor, te califique rápidamente como alguien tan simple que es incapaz de hacerse daño. Y de eso tratan en parte, los sueños y supongo, los psiquiatras.

El caso es que los míos, desde hace algún tiempo, han entrado en una fase de sesión continua de sábado por la tarde, en horario juvenil, calificación 1, aptos para todos los públicos, o quizás 2, tolerado jóvenes. Sueños amables, repetidos con tal insistencia que uno llega a confundirlos con la realidad cercana, quizás por venir, pero en todo caso posible y, afortunadamente, amable.

Este, que os cuento, es el de un cachorrillo que lleva tiempo dándome la alegría de acompañarme en las horas difusas de la fase REM del sueño. Un cachorro color canela, con pocas semanas de vida, quizás meses -que no se lo he preguntado- , y que no hace más que brincar a mi lado y dejarse acariciar mientras leo en los ratos que me permite su insaciable deseo de juego. 
Os lo puedo describir con todo detalle y lo único que voy a conseguir es que me digáis la marca y el modelo, incluso la seguridad del pedigrí por ciertos rasgos definitorios. Pero más allá de la suavidad de su pelo, corto, del color inequívoco de perro soñado, y del calorcito que desprende en mi mano su piel de bebé en ciernes de dejar de serlo, creo que no tiene sentido intentar retratar una sensación que, al fin y al cabo, es la que surge, tomando forma en las imágenes de mi perrito.

Obviamente, se ha repetido varias veces, quizás muchas, y al ser una experiencia benefactora, no he tenido en cuenta el numero de ellas, hasta el incidente de esta última vez, la semana pasada.

En la mitad del sueño, en pleno momento de satisfacción rascándole la tripa al animalito, o quizás intentando que suelte el mordisco del cordón de mi zapato, algo con lo que suele disfrutar y que tanto me cuesta después liberar, he tenido un instante de lucidez, un indicio de preocupación, de responsabilidad sobre el cachorro, y una duda me ha invadido, siempre dentro del sueño, una tremenda duda que me hace pensar si no estaré malcriandolo y, lo que es peor, si podré educarlo más tarde con la necesaria autoridad, después de los mimos prodigados durante tanto tiempo.

El despertar ha sido una doble revelación, por un lado el descubrir que los sueños pueden plantearte con nitidez cuestiones que en la vida real te pasan desapercibidas, y ciertamente cargadas de fundamento, como es el caso. Por otro, y esta es peor, rayando con lo terrorífico, la incapacidad que, presumo, voy a tener, para modificar el desarrollo de esta historia , absolutamente personal, en las sucesivas e inevitables proyecciones de esta secuencia. No puedo saber si seguiré repitiendo el apacible intercambio cariñoso, con la ausencia de disquisiciones de indole moral o filosófica, como figura irresponsable en la educación de un perro en crecimiento inevitable, o si esta progresión en su madurez me será ofrecida en el programa cinematográfico pre-despertar y llegaré a poder convertirlo en un perro de pro, un responsable y fiel amigo de su amo. Prometo contároslo si ha lugar.

Pobre perro, donde ha ido a caer.




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