domingo, 10 de diciembre de 2017

LA MIRADA ATENTA.-


 

De alguna manera la relación del lector ante un texto que va a leer, o la del espectador ante una película, es muy parecida a la habitual relación entre los humanos. Esperamos hablar y  escuchar, ser escuchados cuando exponemos nuestra opinión o nuestros deseos.
En el instante en que se rompe la interactuación de ambos, incluyendo  a aquellos que exigen una comunicación bidireccional, reciproca, la relación desaparece. Al menos lo hace en el sentido fundamental de la misma, la que se entiende sucede entre iguales, humanos libres.
Esta ruptura es más frecuente, me temo, de lo que sería deseable, no solo para mantener las normas sociales, sino para el desarrollo mutuo de los individuos que hablan y escuchan, bien diferentes de aquellos que hablan o escuchan, y nunca ambas cosas alternativamente.
En el ambiente coloquial entre amigos, compañeros de trabajo, y por supuesto el familiar, esta regla no escrita resulta de vigencia fundamental. Aquellos que tienen tendencia a perorar indefinidamente, sin ofrecer la menor ocasión, ni interés, por la opinión del interlocutor, suelen tener un futuro social donde la auto marginación suele aliarse exclusivamente con las benzodiacepinas, a medio o a largo plazo.

Curiosa e inexplicablemente, ofrecemos nuestra servidumbre incondicional, como meros oyentes, mudos vasallos de quien expone ante nosotros su versión de la vida, siempre que lo veamos escrito en un texto o proyectado en una pantalla.
Este flujo unidireccional permanente no nos enriquece en absoluto, no fuerza nuestro intelecto más allá de la aceptación gozosa o del rechazo sobre la obra y la consecuente búsqueda o censura de la próxima del autor que nos haya satisfecho con su historia, que casi nunca es la nuestra.
Ese todo fluye ante nuestra retina se convierte en una perdida irremediable de nuestro preciado tiempo -que es finito- y lo que es peor, en un embotamiento intelectual, una renuncia a poner nuestras ideas a la altura de las del escritor o del cineasta.
Parece algo irremediable, el tu das y yo tomo, y además pago; pero existe la capacidad de discriminar la calidad y la cantidad -no menos importante a la hora de disponer de una meditada respuesta- de aquello que vamos a digerir día tras día.
Extrapolar la lectura o la cinefilia a las inevitables e interminables horas televisivas, y la exposición ante mensajes de ínfima categoría moral e intelectual, parece obvio. El que esa exposición , unidireccional, mantenga y perpetue la incapacidad de respuesta por parte del espectador, también.

Por ello, uno busca, infructuosamente casi siempre, el milagro que sabe oculto, entre centenares y millares de libros, de películas, aquel o aquella que necesita de su participación, de su reacción, imprescindible para establecer esta relación bidireccional de la que hablaba al principio.
Y a veces sucede, te hace creer en los prodigios cuyo eco proveniente de lugares insospechados y tiempos pretéritos, resuenan en tu cabeza, haciéndote ver con claridad algo que habías intuido pero que estaba semioculto esperando la ayuda de la linterna en mano ajena, para esclarecer ese concepto, esa idea que te hace más rico espiritualmente y que te va a acompañar desde ese día luminoso.

Everything is iluminated” 2005 de Liev Schreiber. Comedia dramática donde un joven judío americano intenta encontrar en Ucrania a una mujer que salvó a su abuelo durante la II Guerra mundial, ayudado por por un excéntrico local.

Las virtudes de la road movie son innegables, la historia de un periplo en el que la búsqueda de El Dorado se encuentra enriquecida por todos los paisajes y personajes que van apareciendo en el trayecto. Fluyen las imágenes, bellisimas a veces, bajo el humor, propio del choque entre dos mundos diferentes.
Pero sucede después algo especial, algo que hacía tiempo no había experimentado este espectador.
Hay películas que terminan al poco tiempo de comenzar, te invitan a mirar el reloj repetidamente buscando el consuelo de comprobar que el soportar esa banalidad tiene una duración decreciente.
Otras, la mayoría de las que pasaron el filtro de la crítica y gastaron en su promoción el doble o triple que en su producción, te dejan sentado esperando su final, sin más daño ni beneficio que el de las dos horas que les has dedicado.
Pero es que hay algunas, excepcionales, tanto como el contemplar el rayo verde en la puesta de sol sobre el horizonte marino, en las que la película comienza realmente cuando ha terminado la proyección.
Cuando al poco rato de acabar los títulos de crédito, me doy un manotazo en la frente, y me digo:

!Huy lo que me ha dicho! !Lo que me ha dicho!.

Y de pronto la comedia, que no lo es, la aventura del joven viajero y su colega ucraniano, el recorrido semi turístico por un país y un paisaje que nunca vas a visitar, se convierten en una carga de profundidad que, no llega a hundir el decrépito submarino donde guardas tus ideas adoptadas o compradas en los interminables mercadillos callejeros, en los rastros donde las antiguallas de toda índole han ido rellenando los cajones de los recuerdos. Pero la sacudida es tan terrible que muchos de esos cachivaches salen de sus escondrijos y se reubican en una nueva disposición, de la historia, de la moral, de la vida, y sobre todo del presente, de ese tiempo cuya actualidad reconoces que ya lo era en tiempo de tus abuelos, de los tuyos y de los ajenos. Ese es el descubrimiento de la realidad que nunca lo fue, de las creencias ficticias que te hacen sospechar de tu incapacidad como espectador, de tu escucha irreflexiva ante quien hablaba solo, de la necesidad de reflexionar sobre todo lo que te llega a través de los libros, de la imagen, de las noticias, y la revelación de que sin tu parte del dialogo, la que diriges a ti mismo, la historia que has contemplado va a quedar incompleta.

Diálogos terribles, cortos e inconexos entre dos jóvenes que desconocen el lenguaje ajeno, que relacionan con dificultad sus mundos tan diferentes, el primero que lleva camino de dejar de serlo, y el tercero que por momentos no lo es. Diálogos que horas después de escucharlos, retumban en tu cabeza con la precisión de un guión de Billy Wilder, donde nada sobra, donde nada falta.
Situaciones extrañas, solo en apariencia, y personajes esperpénticos, que no lo son en absoluto. Solo sirven para que medites por qué actúan así, tan diferente a como lo haríamos nosotros, y sobre todo que pienses sobre quien lo hace correctamente, si tu, el protagonista, o quizás ellos.

El asunto sugerido como principal, nunca dejará de serlo, el maldito holocausto, pero queda en un hábil y discreto segundo plano, haciendo de telón de fondo sobre lo que te quieren contar, lo que tienes que descubrir, la ignorancia de los hechos por aquellos que estaban allí, o al menos sus padres y abuelos. tan cercanos que, la inexistencia de ello en su memoria te hace sospechar sobre la capacidad del ser humano para ignorar involuntariamente situaciones tan terribles que se convierten en no sucedidas por la mera necesidad de supervivencia.

Y no trata de eso la película, o al menos solo de eso. Trata de la herencia de esas vicisitudes y de sus consecuencias, por tremendas que hayan sido. De la asunción por cualquier etapa en las generaciones familiares, de los pecados y virtudes de quienes les precedieron.
Tantas cosas más que no dejan de enriquecer las posibilidades de un modo de vida, el nuestro, sobre el que estamos empeñados en su artificial deterioro.
Tantas costumbres absurdas que hemos adoptado contagiados por la moda imperial, y por esa relación de oyente sumiso que nos impide cuestionarnos su sentido. Tanto es así que, no puedo ni citarlas por aquello de no acabar lapidado por los creyentes en esto o aquello, en cosas y hábitos que solo por pertenecer a ese todavía primer mundo, consideramos perfectamente razonables, o razonablemente perfectas, siempre y cuando no razonemos en absoluto.

Ciertamente puede verse, y disfrutarse, como una comedia amable que termina con su final habitual. En mi caso, agradezco que además haya resultado ser una película memorable.




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