“El día que la mataron, Rosita
estaba de suerte, de tres tiros que le dieron nomás uno era
de muerte, nomás uno era de muerte"(Antonio Aguilar).
Suprimiendo el “nomás”,
encontramos otra oración donde la certeza no deja el menor lugar
para el sarcásmo. “ Rosita estaba de suerte, de tres tiros
que le dieron, uno era de muerte”, los demás sirvieron, en caso de
no ser postmortem, para prolongar su agonía.
No es exclusivo de las Rositas el
recibir heridas, tiros, hasta que una de ellas resulte mortal. Tan
solo las letras de los corridos establecen el castigo a la mujer,
accidental o merecido, como algo imprescindible en una cultura – no
unicamente mejicana- donde tanto la mujer como la muerte tienen unos
roles exagerados y anacrónicos, sustentados en prejuicios y en
tradiciones espurios. (Espurio: que en no teniendo padre conocido,
tiene muchos).
Resulta inevitable asociar la muerte de
Rosita a las innumerables victimas, al menos una por semana, que
ocupan nuestros noticiarios, y tanatorios, patrios. Algo realmente
horrible, mucho más que confundir cualquier ejemplo de muerte
violenta con las de esta índole, y con obviar que la muerte no
entiende de géneros, ni de latitudes, y que hay tantas formas de
sufrirla que, al menos, compasivamente, resulta deseable que lo
hagamos de una sola vez -cosa que no siempre sucede- y a ser posible
con la bala aquella, la primera.
Resulta inevitable extrapolar esta
tortura que precede al asesinato, estos innumerables, atroces e
injustos castigos, esta balacera interminable, con la sufrida por los
compañeros tatuados de Primo Levi, o por los encarcelados y
ejecutados durante los años treinta y cuarenta en nuestro país.
Considerando que
fueron muchos, infinitos disparos, los recibidos por ellos en las
cárceles-gulags-campos de la muerte durante la posguerra aquella.
Que la victoria trocó en genocidio -dicen algunos que aquí. 50.000
muertos- el ingenuo proyecto de los vencidos de las tres pes: paz,
piedad y perdón. Inevitable, si además compruebas que el transcurso
del tiempo, ese que todo lo cura, no impide que Primo se arroje por
la escalera cuarenta años después, ni que los nietos de las
victimas hayamos sufrido a lo largo de la vida las secuelas de la
catastrofe-shoah, y de portar el estigma de décadas de una dictadura
tan graciosamente transmutada en democracia por obra y gracia de la
parca que, en aquella ocasión, no necesitó bala alguna. Aquí paz y
después gloria.
Afortunadamente, quizás, la generación
actual, la tercera desde entonces, parece estar perdida en su propia
ubicación dentro de un presente tan incierto como su futuro, donde
la droga alimento, el greenlime multipantalla y el desinterés real
por su propia supervivencia, la mantienen alejada del menor interés
por la historia familiar, la suya, durante el pasado siglo, o sobre
las ideologías, el pensamiento que la humanidad ha ido atesorando
para su disfrute y mejora, desde tiempos inmemoriales.
Afortunadamente digo, los negros nubarrones de la injusticia preñada
de nostalgia probablemente no descargarán jamás, y transformados en
discreta neblina irán desvaneciéndose para mostrarnos un horizonte
sorprendente. Otra cosa será el tipo de sorpresa que nos desvelen.
Sucede que el testimonio no debe
quedarse dentro de uno, bien lo sabía Primo Levi, sobre todo porque
la memoria es fluctuante y está condicionada por los sentimientos,
generando películas heroicas, melodramáticas, o simplemente
trágicas, muy alejadas de la realidad que las generó, sin olvidar
que la finitud humana hace que, su irreversible perdida se convierta
en algo inevitable tras la última bala, la última muerte. Que
alguno conozco que murieron tres o cuatro veces, y siguen haciéndolo
desde su tumba.
- ¿Permesso?
- !Avanti!
Gracias por continuar hasta aquí. Esa
es de Billy Wilder, y han sido los censores-distribuidores de la
película, con varios cortes estúpidos por gratuitos, los que vienen
en mi ayuda para apoyar mi tesis. El título que ellos nos colocaron
fue: ¿Que ocurrió entre tu padre y mi madre? (1972). Si cambiamos
padres por abuelos comprenderemos la necesidad de encontrar
respuestas, al menos de intentar buscarlas.
En el altar del bien común hay una
inscripción eterna: “El fin justifica los medios”.No olvidemos
que ese presunto fin es supuestamente el bien común, y el como los
medios suelen terminar convirtiéndose en el fin, ni como el concepto
de común suele degenerar inevitablemente en “particular”, tan
solo de algunos.
Así los holocaustos no suelen gozar de
responsables legítimos, en tanto el bien común nos muestra con
insistencia la conveniencia de responsabilizar a los culpables con un
único nombre, uno solo a quien odiar, generalmente imposible de
castigar, para que pague, sin posibilidad alguna de hacerlo por
todos los culpables, cómplices necesarios e imprescindibles. Con un
cuarteto de malvados, cual jinetes celestiales del apocalipsis,
resumimos y acotamos ingenuamente el mal que asolase a la humanidad
durante el siglo pasado. Ni tan siquiera uno de ellos sería juzgado,
siendo su merecido castigo -de los otros se libraron- el aparecer
como monstruos en los libros de historia escritos, naturalmente, por
sus vencedores cuando los hubo; libros o vencedores.
Primo los/nos clasifica en “Los
salvados y los hundidos” en la tercera entrega, ignorando que su
rol personal de salvado terminaría como hundido, pero es que esa
disyuntiva, esa dicotomia entre el blanco y el negro podría
convertirse en interminable, “Los trepados (DeGaulle) y los
inútiles (Montgomery y la Platajunta)”, los protegidos y los
frustados, etc.
"La tregua” pertenece al intermedio,
el que te hace pensar, o acercarte al ambigú a por una gaseosa.
Es un intento de retratar el purgatorio
interminable en que se encontraron los liberados de los campos por el
ejercito sovietico, esos miles de kilometros recorridos con la
identica y aparentemente absurda, azarosa dirección que lleva la
salamanquesa en la blanca pared para conseguir el bocado que la
permitirá continuar con vida hasta volver a casa. Este anábasis se
convierte pronto para el lector en algo exasperante, tan
desesperante como pueda serlo el deambular sediento por el desierto
esperando el siguiente bar.
Me han recordado las vicisitudes del
Maestro Martínez, trascritas por Chaves Nogales, con similares
recorridos y penalidades a lo ancho y largo de Rusia justo después
de su revolución. Años perdidos y fastidiosos para sus
protagonistas y para sus lectores.
Recojo la agradable sorpresa de Primo
ante le exhibición en algún lugar perdido, de la película
norteamericana “The Hurricane” de 1937 John Ford, y su éxito
entre el público ruso, habituados a otro tipo de espectáculos y
argumentos. Y me recuerdo contemplando el Sigfrido de Los Nibelungos
del primer Fritz Lang, en la sesión de los sábados del internado.
También la música dominical a través de los altavoces en el patio,
Furtwangler y sus grabaciones de autores arios, aquellos cuya música no podía tocarse en los campos, para no cometer sacrilegio manchando
su estirpe. Interludios disciplinados donde no faltaban las
formaciones en fila de a uno donde se realizaba la selección semanal
para... el corte de pelo (En la historia de Primo era para elegir a
quienes iban a ser llevados a los hornos crematorios, los hundidos).
Comparo, exageradamente, la disciplina
sufrida en el internado con idénticos toques de silbato y
formaciones en las barracas de la muerte de Auschwitz, y deduzco que
aquellos frailes, abducidos por la liturgia política de alemanes e
italianos, no se habían dado por enterados, a mediados de los años
sesenta, de que la guerra, también la otra, había terminado; ni tan
siquiera de quienes la habían ganado. Tiempos de silencio, que no de
desmemoria.”El reglamento vale para hacer pasar de matute una
disciplina represiva”.(P.Levi).
Y es que, hasta el fatídico número en
el antebrazo, se transmutó en el que me adjudicaron, obligatorio
para toda la ropa, el 255 que me acompañaría durante años de
internados, residencias, colegios mayores y cuarteles como
conscripto, número ridículo en su tamaño comparado con aquellos de
seis cifras grabados en el antebrazo, a los que llegaron a anteponer
una vocal al sobrepasar los seis dígitos sus portadores. Sin llegar
a necesitar las consonantes, afortunadamente, aunque los cincuenta
millones de muertos durante la guerra las convirtiese en
supuestamente imprescindibles.
Y como en el cuento de Juan Pimiento,
el que nunca se acaba, más tarde llegaron Argelia, Vietnam,
Camboya, Chile y Argentina, Siria y Palestina, en continentes ajenos
e ignorados, abusando de un desconocimiento forzoso y premeditado,
siempre por aquello del bien común, sobre el infierno ruso, el
americano, y el propio. Con el beneplácito de los protagonistas,
los vencedores que, ignoraron el fascismo y la vida bajo los
Pirineos, para posteriormente limitarse a homenajear a las victimas,
cuando no a llorarlas con sus ojos de cocodrilo.
Algo totalmente injusto y cruel,
obviando el consuelo que la justicia puede aportar, el único para
las perdidas irreparables, además de generar lamentablemente “El
Victimato”, ese engendro definido por Sánchez Ferlosio como un
comodín infame del que algunos se valen, ciertos políticos, para
obtener ventajas del sufrimiento de otros, de las victimas, de los
hundidos.
Los cocodrilos tienen un reflejo tan
fuerte en sus glándulas salivares ante una presa cercana, que
extienden la secreción a sus lacrimales, llorando felices frente al
festín. Sus lagrimas no deben fomentar nuestra piedad o compasión,
más bien despertar la alerta ante el inminente peligro.
Y es que, no hay más que contemplar a
las autoridades posando frente a quien da las paladas o portando las
coronas de flores, y constatar el beneficio electoral que les va a
reportar, una vez más.
El victimato, incluye la nausea de
vivir bajo el silencio para comprobar que resulta igual de doloroso
el contemplar como los carroñeros disfrutan y se enriquecen con los
restos y la memoria de Auschwitz. ¿De Auschwitz?.
“Me sentía más cerca de los muertos
que de los vivos, y avergonzado de ser hombre, por ser los hombres
quienes habían edificado un lugar como Auschwitz.” (P.Levi)
P.D.- El Nobel de Chonichoni.
Alexandr Solzhenitsyn famoso televisivo en los sesenta a quien hoy no dudarían en mostrar en programas de telemiseria.
En su día, la propaganda lo usó como simbolo de algo que ya nos habían explicado repetidamente, lo malvados que eran los comunistas. Lo de los masones y los judios se daba por sabido.
Lástima que su figura humana y literaria acabase tan trivializada y olvidada como la de Primo Levi, dos actores, entre millones, dentro de la misma función, la tragedia interminable.
Si, en mi pueblo desde la barra del bar, me preguntarón alguna vez:
-¿Quien es ese Chonichoni?.
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