En Castelo da Vide no llegué a probar
la repostería kosher. Ni su aspecto ni los ingredientes me resultan
familiares o atractivos. Otra vez será.
Sin embargo la semana del cabrito y el
borrego me ofreció uno de esos momentos cumbres para un estómago
desagradecido.
Magnífico Marvao, en su emplazamiento celestial, con
sus murallas intactas y su castelo increíble, tanto que la subida a
la última torre puso de manifiesto un demonio que creí enterrado,
el vértigo, que me impidió arrastrarme por los los escalones mas
elevados, avergonzado de que alguien me viese en circunstancias tan
lamentables como las de James Stewart en “Vértigo” que volvimos
a ver la semana pasada, y sin que mi Kim Novak estuviese dispuesta a
cambiar el color de su pelo para rematar mis sentidos. Di por
excelente el paseo y , aconsejado por el guia que todo lo ve, desde
la pantalla del teléfono, acudí a la Pousada para degustar el plato
de la temporada, con el resultado ya referido, la alternativa de
esperar cuarenta minutos viendo comer asiáticas, jóvenes y guapas
por cierto, o buscar otro restaurante antes de que la hora tardía
nos dejase fuera de la ementa.
Allí al lado en “Casa do Povo” nos
estaban esperando en una sala con aspecto de antiguo granero
habilitado para colocar el mayor numero de comensales en el menor
espacio disponible, con un servicio, femenino portugués, tan eficaz
como invisible. Y al fin sucedió el milagro, el cabrito se les había
terminado, lo que no parecía buen augurio, cuando estábamos justo
en la mitad de la temporada publicitada, pero cuando escuché
afirmativamente la respuesta a mi alternativa -aconsejable llevarla
siempre preparada, la alternativa ante la hipotetica negativa, ya que
en su ausencia uno puede caer en las peores trampas- el ensopado de
borrego, que figuraba con letras cursivas en el catálogo de la casa,
ya quedé más esperanzado.
El vino de la casa, un tinto excelente
en jarras de cuartillo, y el pan bregado junto al queso de cabra en
el aperitivo, nos tuvo entretenidos hasta que sucedió lo que tenia
que suceder. La cazuela de barro con el guiso humeante y el aroma
inconfundible de la hierbabuena, o menta, o como quiera que la
llamen, marcando la diferencia con el perejil portugués, el
cilantro, imprescindible en su cocina, a la vez que abre la espita de
la memoria olfativa y gástrica de mi infancia. La hierbabuena y el
cordero, y los aditivos de la sabiduría encerrada en esas cocinas
centenarias, consiguieron casi hacerme llorar, cosa mal vista en un
idoso – sin s- y que solo el cine, en su oscuridad y presunta
soledad, me hace disfrutar.
Tres vuelcos di al puchero, tres platos
rebosantes de ambrosía, idéntica sin duda a la que disfrutaron
ocasionalmente Sancho y Alonso, bajo la reconvención a partir del
segundo, de que aquello iba a hacerme daño. Imposible que la
felicidad te resulte dañina, incluso cuando intentas prolongarla con
los medios a tu alcance, con el último barquito de pan en los restos
de la salsa. Tarde feliz y sensación de bienestar, de haber comido
otra vez en la mesa de mi madre, que me duró un par de días.
Con la ventaja añadida de escuchar las
noticias locales en un televisor cercano, al que prudentemente ubiqué
a mis espaldas: Un anciano -idoso- había sido maltratado en un
hospital lisboeta, mientras que otro – reformado, o sea jubilado-
desapareció misteriosamente en medio de la plaza del Rossio.
Noticias de alcance nacional que, a falta de otras, me hicieron
pensar en la conveniencia de vivir alejado de la capital. Menosprecio
de corte y alabanza de aldea o arte de marear de Fray Antonio de
Guevara.
Hasta que me hicieron volver a la
realidad en Coria, en el tradicional restaurante de la calle de las
monjas – se llama así porque “toda” la calle es de las monjas,
fachada del convento, sin otra justificación necesaria- donde
sirvieron unas lentejas apaelladas, grano seco y redondo, demasiado
oscuro para un arroz bomba y demasiado insípido para un guiso viudo,
sin tropezones. A pesar de lo desafortunado del primer plato, llegué
a vaciarlo en un sesenta por ciento y a enfrentarme con el secreto
ibérico, y ahí ya me negué a continuar sufriendo; seco, frio, y
con sabor a esos cadáveres que guardamos en la nevera hasta que
decidimos enviarlos a la basura, convencidos de que no vamos a darles
otra oportunidad. Ofrecieron calentarlo -léase recalentarlo-. Cosa
que decliné tan fríamente como sentí el bocado, y entonces escuché
la palabra mágica: “Duroc”, ya que al parecer se les había
terminado el bellotero fetén, el de las dehesas infinitas que rodean
la villa – aquí puede usarse villa sin riesgo-y lo habían
sustituido por su sucedáneo, universal en los fogones patrios,
donde lo venden como cruce ideal entre el ibérico y el
norteamericano duroc, que se venga de esta forma del daño que los
extremeños hicimos en el nuevo mundo, según dicen ellos.
Una
experiencia poco afortunada, salvada exclusivamente por la excelente
ración de boletus al ajillo y porque nos descontaron sin rechistar
los errores en la cuenta, a su favor, curiosamente, como casi
siempre. Dice Trapiello que los gitanos del rastro se
mienten, pero nunca se engañan. Y nosotros nos dejamos engañar
porque pensamos que nadie nos miente. De ahi la conveniencia de
revisar al factura, siempre.
Día aciago en Coria, a pesar de sus
murallas romanas y su castillo ducal; la catedral cerrada durante
las horas en que figuraba explícitamente su apertura, familias
sentadas frente a su puerta, en una tarde ventosa y gélida,
esperando que se acercase el momento del cierre imposible, para dar
por terminado el intento.
Para rematar, la amable y parlanchina
encargada del centro de interpretación local – media hora
cronometrada de explicaciones a cada grupo de visitantes, mientras
los privados de conocimientos, aplazábamos sucesivamente la premura
informativa para mejor ocasión, me atendió en la sesión vespertina
para aclararme que:
“La casa de ese señor -Rafael Sánchez Ferlosio, fallecido hace bien poco- estaba en ruinas frente a la catedral, como todo el mundo sabe y que no tenia conocimiento alguno de que tuviese otro domicilio en Coria, ni de que hubiese aparecido por allí durante los últimos veinte años”.
“La casa de ese señor -Rafael Sánchez Ferlosio, fallecido hace bien poco- estaba en ruinas frente a la catedral, como todo el mundo sabe y que no tenia conocimiento alguno de que tuviese otro domicilio en Coria, ni de que hubiese aparecido por allí durante los últimos veinte años”.
Ante mi insistencia,
y los datos cutres o cotillas que pude aportarle -del nivel de los
que algunos guiás turísticos suelen regalar a sus victimas- dijo
quedar intrigada y me prometió consultar con el director del museo
que, al parecer, era docto en el personaje. Rogó volver otro día,
y me confirmó el desprecio tan grande que casi todo el país,
incluidas instituciones culturales de la nación, o las del pueblo de
su infancia, han manifestado por nuestro premio nobel de literatura
“in pectore”, aquel que murió hace unos días, solo, en un
hospital madrileño y a quien tanto le debemos los que disfrutamos
con los textos y con la inteligencia ajena.
Inexplicable que haya pasado tan
desapercibida la desaparición de Sánchez Ferlosio, quien solo por
el pasaje de los babuinos mendicantes en El Testimonio de Yarfoz.
merecería figurar en los altares de las letras. Ingratos.
Por cierto que, las ruinas mas o menos
cercanas, del palacio de La Camisona, antaño del Duque de Alba, y la
cuantiosa herencia dilapidada por la familia Sánchez en tan solo dos
generaciones, solo acentúa la sensación de terminal abandono en que
se encuentra este territorio donde tengo las raíces.
La monja de la calle de las monjas,
quien nos enseño el patio del convento, e intentó vendernos sus
dulces monásticos, se mostró más preparada en relaciones publicas,
y en humanidad compartida, que la profesional del centro
interpretativo, y me explicó, franciscana terciaria ella, que el
santo solía ir con frecuencia a Garrovillas, y yo en la inopia del
conocimiento – indigencia,, pobreza, escasez, según DRAE-.
Aclaro que el santo, San Pedro de Alcántara, (nacido Juan Garabito) anduvo por allí a mediados del siglo XVI, y que su estancia en el convento más pequeño del mundo “El Palancar” ha convertido este en centro de peregrinación turística que no pudimos pasar por alto.
Aclaro que el santo, San Pedro de Alcántara, (nacido Juan Garabito) anduvo por allí a mediados del siglo XVI, y que su estancia en el convento más pequeño del mundo “El Palancar” ha convertido este en centro de peregrinación turística que no pudimos pasar por alto.
Un
jardín y una huerta preciosos, al lado del Puerto de los Castaños,
y donde un joven fraile, con aspecto de haber pasado una, o varias,
malas noches, nos indicó que volviésemos en otra ocasión, si
queríamos ver donde y como se mortificaba el santo, que esto del
morbo tiene sus seguidores, al parecer.
Una vida harto interesante
para cualquier interesado en la historia, hombre relacionado con
papas y emperadores, y consejero de Santa Teresa. A tener en cuenta,
y a “poner en valor” su relación con mi pueblo que, entonces era
ciudad. Lo que son las cosas.
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