martes, 14 de mayo de 2019

VIAJANDO POR LA RAYA (2).-


En Castelo da Vide no llegué a probar la repostería kosher. Ni su aspecto ni los ingredientes me resultan familiares o atractivos. Otra vez será.

  Sin embargo la semana del cabrito y el borrego me ofreció uno de esos momentos cumbres para un estómago desagradecido. 

Magnífico Marvao, en su emplazamiento celestial, con sus murallas intactas y su castelo increíble, tanto que la subida a la última torre puso de manifiesto un demonio que creí enterrado, el vértigo, que me impidió arrastrarme por los los escalones mas elevados, avergonzado de que alguien me viese en circunstancias tan lamentables como las de James Stewart en “Vértigo” que volvimos a ver la semana pasada, y sin que mi Kim Novak estuviese dispuesta a cambiar el color de su pelo para rematar mis sentidos. Di por excelente el paseo y , aconsejado por el guia que todo lo ve, desde la pantalla del teléfono, acudí a la Pousada para degustar el plato de la temporada, con el resultado ya referido, la alternativa de esperar cuarenta minutos viendo comer asiáticas, jóvenes y guapas por cierto, o buscar otro restaurante antes de que la hora tardía nos dejase fuera de la ementa.


Allí al lado en “Casa do Povo” nos estaban esperando en una sala con aspecto de antiguo granero habilitado para colocar el mayor numero de comensales en el menor espacio disponible, con un servicio, femenino portugués, tan eficaz como invisible. Y al fin sucedió el milagro, el cabrito se les había terminado, lo que no parecía buen augurio, cuando estábamos justo en la mitad de la temporada publicitada, pero cuando escuché afirmativamente la respuesta a mi alternativa -aconsejable llevarla siempre preparada, la alternativa ante la hipotetica negativa, ya que en su ausencia uno puede caer en las peores trampas- el ensopado de borrego, que figuraba con letras cursivas en el catálogo de la casa, ya quedé más esperanzado.
El vino de la casa, un tinto excelente en jarras de cuartillo, y el pan bregado junto al queso de cabra en el aperitivo, nos tuvo entretenidos hasta que sucedió lo que tenia que suceder. La cazuela de barro con el guiso humeante y el aroma inconfundible de la hierbabuena, o menta, o como quiera que la llamen, marcando la diferencia con el perejil portugués, el cilantro, imprescindible en su cocina, a la vez que abre la espita de la memoria olfativa y gástrica de mi infancia. La hierbabuena y el cordero, y los aditivos de la sabiduría encerrada en esas cocinas centenarias, consiguieron casi hacerme llorar, cosa mal vista en un idoso – sin s- y que solo el cine, en su oscuridad y presunta soledad, me hace disfrutar. 
Tres vuelcos di al puchero, tres platos rebosantes de ambrosía, idéntica sin duda a la que disfrutaron ocasionalmente Sancho y Alonso, bajo la reconvención a partir del segundo, de que aquello iba a hacerme daño. Imposible que la felicidad te resulte dañina, incluso cuando intentas prolongarla con los medios a tu alcance, con el último barquito de pan en los restos de la salsa. Tarde feliz y sensación de bienestar, de haber comido otra vez en la mesa de mi madre, que me duró un par de días.

Con la ventaja añadida de escuchar las noticias locales en un televisor cercano, al que prudentemente ubiqué a mis espaldas: Un anciano -idoso- había sido maltratado en un hospital lisboeta, mientras que otro – reformado, o sea jubilado- desapareció misteriosamente en medio de la plaza del Rossio. Noticias de alcance nacional que, a falta de otras, me hicieron pensar en la conveniencia de vivir alejado de la capital. Menosprecio de corte y alabanza de aldea o arte de marear de Fray Antonio de Guevara.

Hasta que me hicieron volver a la realidad en Coria, en el tradicional restaurante de la calle de las monjas – se llama así porque “toda” la calle es de las monjas, fachada del convento, sin otra justificación necesaria- donde sirvieron unas lentejas apaelladas, grano seco y redondo, demasiado oscuro para un arroz bomba y demasiado insípido para un guiso viudo, sin tropezones. A pesar de lo desafortunado del primer plato, llegué a vaciarlo en un sesenta por ciento y a enfrentarme con el secreto ibérico, y ahí ya me negué a continuar sufriendo; seco, frio, y con sabor a esos cadáveres que guardamos en la nevera hasta que decidimos enviarlos a la basura, convencidos de que no vamos a darles otra oportunidad. Ofrecieron calentarlo -léase recalentarlo-. Cosa que decliné tan fríamente como sentí el bocado, y entonces escuché la palabra mágica: “Duroc”, ya que al parecer se les había terminado el bellotero fetén, el de las dehesas infinitas que rodean la villa – aquí puede usarse villa sin riesgo-y lo habían sustituido por su sucedáneo, universal en los fogones patrios, donde lo venden como cruce ideal entre el ibérico y el norteamericano duroc, que se venga de esta forma del daño que los extremeños hicimos en el nuevo mundo, según dicen ellos.
Una experiencia poco afortunada, salvada exclusivamente por la excelente ración de boletus al ajillo y porque nos descontaron sin rechistar los errores en la cuenta, a su favor, curiosamente, como casi siempre. Dice Trapiello que los gitanos del rastro se mienten, pero nunca se engañan. Y nosotros nos dejamos engañar porque pensamos que nadie nos miente. De ahi la conveniencia de revisar al factura, siempre.

Día aciago en Coria, a pesar de sus murallas romanas y su castillo ducal; la catedral cerrada durante las horas en que figuraba explícitamente su apertura, familias sentadas frente a su puerta, en una tarde ventosa y gélida, esperando que se acercase el momento del cierre imposible, para dar por terminado el intento.

Para rematar, la amable y parlanchina encargada del centro de interpretación local – media hora cronometrada de explicaciones a cada grupo de visitantes, mientras los privados de conocimientos, aplazábamos sucesivamente la premura informativa para mejor ocasión, me atendió en la sesión vespertina para aclararme que: 

“La casa de ese señor -Rafael Sánchez Ferlosio, fallecido hace bien poco- estaba en ruinas frente a la catedral, como todo el mundo sabe y que no tenia conocimiento alguno de que tuviese otro domicilio en Coria, ni de que hubiese aparecido por allí durante los últimos veinte años”.
Ante mi insistencia, y los datos cutres o cotillas que pude aportarle -del nivel de los que algunos guiás turísticos suelen regalar a sus victimas- dijo quedar intrigada y me prometió consultar con el director del museo que, al parecer, era docto en el personaje. Rogó volver otro día, y me confirmó el desprecio tan grande que casi todo el país, incluidas instituciones culturales de la nación, o las del pueblo de su infancia, han manifestado por nuestro premio nobel de literatura “in pectore”, aquel que murió hace unos días, solo, en un  hospital madrileño y a quien tanto le debemos los que disfrutamos con los textos y con la inteligencia ajena.
Inexplicable que haya pasado tan desapercibida la desaparición de Sánchez Ferlosio, quien solo por el pasaje de los babuinos mendicantes en El Testimonio de Yarfoz. merecería figurar en los altares de las letras. Ingratos.

Por cierto que, las ruinas mas o menos cercanas, del palacio de La Camisona, antaño del Duque de Alba, y la cuantiosa herencia dilapidada por la familia Sánchez en tan solo dos generaciones, solo acentúa la sensación de terminal abandono en que se encuentra este territorio donde tengo las raíces.
La monja de la calle de las monjas, quien nos enseño el patio del convento, e intentó vendernos sus dulces monásticos, se mostró más preparada en relaciones publicas, y en humanidad compartida, que la profesional del centro interpretativo, y me explicó, franciscana terciaria ella, que el santo solía ir con frecuencia a Garrovillas, y yo en la inopia del conocimiento – indigencia,, pobreza, escasez, según DRAE-.
Aclaro que el santo, San Pedro de Alcántara, (nacido Juan Garabito) anduvo por allí a mediados del siglo XVI, y que su estancia en el convento más pequeño del mundo “El Palancar” ha convertido este en centro de peregrinación turística que no pudimos pasar por alto.
Un jardín y una huerta preciosos, al lado del Puerto de los Castaños, y donde un joven fraile, con aspecto de haber pasado una, o varias, malas noches, nos indicó que volviésemos en otra ocasión, si queríamos ver donde y como se mortificaba el santo, que esto del morbo tiene sus seguidores, al parecer. 

Una vida harto interesante para cualquier interesado en la historia, hombre relacionado con papas y emperadores, y consejero de Santa Teresa. A tener en cuenta, y a “poner en valor” su relación con mi pueblo que, entonces era ciudad. Lo que son las cosas.



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