miércoles, 4 de marzo de 2009

CRÓNICA DE UN VIAJE




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Se ha escrito mucho sobre la necesidad, sobre la compulsión de hacerse a la mar para el marinero. Aparte de la ventaja de no incurrir en un jodido pleonasmo, no existe el marino sin mar, se apunta la idea de que algo mueve al navegante a preparar una nueva singladura cada vez que aterriza. Como si una fuerza oculta le obligase a encadenar destinos, uno tras otro, y sean estos destinos y no el medio de transporte, los que lo convierten en viajero.
Para unos el agua seria el bálsamo que al alejar al hombre de su reciente pasado telúrico, lo devuelve al líquido amniótico de sus primeros días aquí, en la cosa. Para otros, entre los que me incluyo, el agua, la tierra o el aire, igual da, es solo el medio imprescindible para ir de un sitio a otro.
Y el por que sentimos esa querencia por la dispersión geográfica, y no caer en el jodido oxímoron, la querencia es enemiga de la dispersión pero no puede vivir sin ella, es por la misma razón irracional del subconsciente, la de volver a casa, que es la del anfibio al volver al charco. Porque para poder regresar a un lugar, siempre hay que alejarse antes. Ese es el secreto. O uno de ellos.
Sucede que hay expertos en el tema, que cobran oigan, que han decidido que las cosas no son tan fáciles, no, si pueden complicarlas, y cobrar por ello oigan, y por tanto el origen de esta humana y patológica actividad, si es una enfermedad mucho mejor, llamada “búsqueda de novedad” (los traductores del inglés no se han esforzado en buscar otro termino mas vendible, allá ellos) que está localizada en el gen D24R que como todo el mundo sabe tiene unos alelos mas largos en los pueblos nómadas que en los sedentarios (del asunto de la longitud de unos y otros ya hablaremos mas adelante), y es la responsable de la hiperactividad de los niños (otra redundancia) y por tanto sujeta a terapias farmacológicas y/conductuales. Eso dicen, y pueden demostrarlo con tremenda letanía de nombres extranjeros que ellos llaman bibliografía.

Todo esto, como habrán sospechado, es para contarles que he estado de viaje, y de paso mostrarles lo cerca que puede estar la ilustración de la pedantería. Porque hay que aprovechar todo lo que se dice, y todo lo que se calla.
La postal lo primero. Aunque es otra costumbre de cuando antes, de cuando los que viajaban eran los viajeros y no los turistas; y de cuando la imagen reflejaba el exotismo de las culturas lejanas y no inducían al lector a pensar en objetivos cafres y pecaminosos, al intentar descifrar el sexo o la edad de los artistas o las motivaciones inconfesables del garbeo, del que esto suscribe.
Decía Josep Pla que el viaje en autobús era lo más parecido al vuelo de una gallina. Y tengo que usurpar el brillo y la pertinencia de tan acertada analogía para apoderarme de ella y hacerla extensiva a los trayectos en los aviones de ahora. Quizás te llevan algo más lejos, y un poco mas rápido que un autobús, pero la sensación de querer y no poder es la misma.
Colas, cargado con tu muda y con tu hato, en las que el tiempo perdido antes, durante y después del trayecto eólico, te da para pensar en que las colas no han sido uno de los inventos dignos de perdurar, uno de esos logros imprescincibles para el genero humano, y que por ello, por su inveterada y molesta estupidez, por la infinita perdida de tiempo que supone para la humanidad, tiene su permanencia asegurada hasta el fin de los tiempos. Esperad hasta entonces y lo comprobareis.
Promiscuidad en una cercanía próxima (ahora no lo es, la redundancia, digo) a la obscenidad, que los patricios nunca han aceptado como asumible para su dignidad, ni mucho menos saludable para su físico. Aunque históricamente no llegue a estar mal visto que la plebe se aglomere o se aglutine, para eso es plebe, y por eso tiene tanta similitud con las aves de corral. Tenemos.
Uno sigue viajando, con la mente, hay que entretenerse en la cola, viajando mas allá, y se da cuenta de que llevamos mucho tiempo creyéndonos, inducidos por intereses espurios con toda seguridad, que somos pájaros de alcurnia, animales esbeltos, dotados de grandes alas, habituados a las alturas, a movernos a velocidades vertiginosas aprovechando las térmicas de nuestros cielos y dotados con el instinto del cazador infalible, propio del símbolo imperial, de cualquier imperio, águila, halcón, o cóndor.
Resulta tan fácil y rentable colocar un símbolo hermoso en un escudo o en una bandera, que a lo largo de la historia los poderosos han recurrido siempre a la imagen de un animal, que así se convierte en mitológico, y a otras procedentes de la naturaleza, como árboles robustos, lunas o estrellas, de tal modo que a ningún gobernante se le ocurrirá jamás, me temo, asociar la identidad de un país con un símbolo mas cercano, mas humilde, mas del corral.
Por eso estamos en el momento sublime del corto y escandaloso vuelo de la gallina, animal no volador por definición, y porque aparte de la definición tiene poco desarrollado el esternón y carece de la musculatura apropiada para mover unas alas que, tampoco le sirven para el tema. En el momento crítico en el que la inminencia de la caída queda reflejada en el pánico de los ojos que se vuelven mas divergentes, todavía, buscando con desesperación un asidero cercano, o al menos una orientación mínima en la deriva que permita que el brutal choque con la realidad, con ese suelo cubierto de mierda, no produzca daños irreversibles en los huevos que lleva dentro, que son el futuro de su especie, entre otras cosas dignas de mención.
Ya se que un buen estafador, un charlatan de primera, nunca a va intentar convencernos de que somos una gallina, salvo que sea un mago del hipnotismo al que pagamos precisamente por ello, y le sea mucho mas rentable convencer a los incautos como nosotros de que si, que podemos volar, de que descendemos de Ícaro y que, aprendiendo de sus errores, de los de Ícaro, nosotros nunca cometemos errores, podremos cual ave Fénix remontar el vuelo infinito después, detrás de cada barrigazo en el corral.
Es absolutamente comprensible.

Éramos los mejores, lo éramos hasta ese instante fatídico en el que la trayectoria de subida se torna en bajada repentina y catastrófica. Y es conveniente aceptar la idea que si bien la imagen del águila no es la mas apropiada para la técnica impartida en nuestra modesta escuela de vuelo sin motor, tampoco la mas próxima al gallinero, cercana o certera, del faisán o de la perdiz (y buenos bocados se han llevado algunos) nos habría evitado la perdigonada en el culo a la que, ahora mas que nunca, estamos expuestos.

P.D.- Del viaje, del otro, ya hablaremos.
Pistas: Brueghel el Viejo y Rubens.
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