sábado, 26 de diciembre de 2009

SOBRE EL LIBRO ALBEDRIO.-


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Ayer vi. en el salón, en el ángulo oscuro, silenciosa y triste el arpa.
Eso, salvo que aceptemos la sinceridad de D.Gustavo, casi nadie puede repetirlo, y menos imitando sus versos, sin faltar a la verdad.
Resulta que nadie, es el nombre que se puso Ulises, en la escena del monstruo ciego, que ya lo era, mental, antes de que le anulasen el ojo delantero. Por tanto, permítanme la licencia de usurparlo, el puesto de nadie. Puesto que yo lo vi.

Vi un anciano, solo y recostado entre el Pladur y su bastón, en el ángulo interior de la sala de actos del Fnac. Barba blanca estilo greco chipriota, con las mejillas y el belfo superior libres de vello impostor –la boca es el espejo del alma, y no los ojos que te retratan pero no te delatan- y con la misma trenka que lleva en sus apariciones en público. Curiosamente el perfil parecía pertenecer a otra persona, pero no hizo falta que me acercase, importunando su somnolencia, para comprobar que era el “autor” con nombre de cafetería. (Pombo).

Y es que, estamos tan acostumbrados a contemplar solamente de frente a los santos, tan satisfechos con verlos en las estampas de plasma que, una tercera dimensión, un perfil o siquiera un tres cuartos nos lleva al terreno de lo desconocido, de la confusión. Tampoco me apetecía saludarlo e iniciar una conversación en la que saliesen a relucir los armarios, con los de Ikea ando sobrado, así que me limité a contemplar el arpa en el ángulo oscuro, de sus dueños, promotores de la presentación de su centésima novela olvidado, y a reflexionar sobre lo dura que es la vida del artista. De como el brillo de la mente más sagaz y del escritor más certero no es nada sin un charlatán detrás.
Como esta figura, y la locuacidad del que nos obsequia con un peine y nos regala una manta si le compramos una estilográfica, sigue siendo imprescindible en el siglo XXI, viejo desde su nacimiento, y sigue apoyándose en el brillo de las palabras, en la persuasión del que nos deja con la boca abierta, incapaz de cerrar la suya, llevándonos a donde convenga al flautista de turno.

También me hizo reflexionar como, en medio de tanto viaje, tanta tertulia y tanto homenaje, sin tener en cuenta la ya mentada somnolencia, un escritor anciano está capacitado para redactar, pergeñar dicen los pedantes, una o cuatro novelas al año de mil páginas, capitulo arriba, capitulo abajo.
Sin ir mas lejos es lo que tiene la última de mi admirado Jose Antonio Muñoz Molina, obstinado en no buscarse un nombre artístico acorde con los tiempos,- máximo cuatro silabas, y sin eñes por dios- y en mantener la llama de la fidelidad del autor a “su” credo intelectual y moral, que también político, al parecer.
Y es que también tiene quinientas hojas, escritas por ambas caras, y dice que la escribió a ratos, en el bar de la esquina de su barrio, en niujorque claro está. Y a mi se me escapa la sonrisa que mas de una bofetada me ha costado, cuando la descarada exageración del ponente hace saltar la válvula de la fe, que como es sabido la tengo bastante floja.
Porque tantas resmas de papel las escribe cualquiera, yo mismo, sin decir nada y además haciéndolo de mala manera, siempre que no haga ninguna otra cosa durante, digamos, uno o dos eones. Pero con una vida pública absorbente y con otra privada que ni les cuento, buena es Dª Elvira, que sí, que supo lo de elegir nombre artístico fetén, además de los viajes interestelares y frecuentes entre Mongo y Trafalmador, no veo yo de donde saca pa tanto como destaca.
Que conste que son mis ídolos, et pourtant… (Aznavour).

Pero no me negarán que estos, al menos, se curran la farándula, en un terreno cada día más difícil, y luchando con alimañas digitales que, sin duda habrían impedido el regreso a Itaca a cualquier Ulises de tres al cuarto.
Aunque todo está escrito, y muchas veces, en el terreno de la creación artística y en el de su distribución, desde que nuestro paisano Marcial denunciase las copias fraudulentas de sus tablillas, epigramas en barro cocido, que privaban al autor de su sustento. Año 64 d.C.

Orwell no profetizaba la caída del totalitarismo soviético porque ya la había vivido en carne propia, y en carne próxima que es mas doloroso, pero si en 1984, que no es una fecha, (como tampoco lo es el 11 M, que fue una masacre y no hay que confundir, ¿o si? al espectador), donde nos hablaba de una pantalla que ocupaba toda la pared, y toda la mente, y donde podríamos vernos alguna vez en la vida, si éramos buenos, es decir mansos. Y es el anuncio, el aviso sobre el peligro del gran charlatán, el que anulará nuestros sentidos y solo permitirá la comunicación unidireccional. Escucha atento la canción del gran hermano… (Miguel Ríos con las notas de D.Leovigildo B.).
También lo escribió su adlátere, Ray Bradbury, cuando en Fahrenheit, anuncia a los poderosos que por mucho que nos prohíban el intercambio de archivos, por mucho que nos corten el Internet y por mucho que encarcelen a nuestros mesías, siempre quedará en la tierra un hombre que habrá memorizado un libro, al menos, - yo conozco a alguno que lo ha hecho con varios- y estará dispuesto a compartirlo con el resto, con los fieles.

Por tanto, nada nuevo. Seguirán intentando intentarlo. Y es que la mies es mucha, y su color, el del papel moneda, excelente. Pero la realidad es tozuda ella. Y la honestidad, la supuesta honradez de la actividad humana basada en la legalidad y en el respeto al derecho de los demás, cada día se aleja más del mundo en que nos movemos. Tanto que no nos queda otra alternativa que sumergirnos en la vida ficticia de los escritores, de los creadores de mundos felices, para convencernos de que la justicia existe, de que el final feliz es posible aislados, de la jauría de depredadores insaciables, por algo tan frágil y tan evanescente, cuando arde, como es una hoja de papel.

Otros autores, de mas enjundia que yo, discrepan sobre si la maldad es peor que la estupidez, que si puede la segunda llegar a hacer mas daño que la primera, o que si viceversa. No puedo ayudarles en el menester, no llego. Pero de lo que no me cabe ninguna duda es que llamar digital al “libro digital” es ante todo un fraude, lo que presume maldad, puesto que o bien es libro o bien es digital pero ambas cosas va a ser que no. Otra cosa, peor, es asumir la estupidez del lector como algo universal e indiscutible para hacerle creer que 350 Kbites de datos son lo mismo, igualito oiga, que medio kilo de madera triturada y prensada y que, además de sostenible, el nuevo formato es el que realmente anulará la diferencia entre continente y contenido porque el mensaje es el medio, como todo el mundo sabe, aunque Lacan se atribuya la paternidad y nadie se haya molestado en comprobarle el ADN.

Que la literatura, que viene de letra, seguirá existiendo a pesar del medio, o gracias a él, -aunque Gutemberg siga vivo-, no parece una profecía muy original. Y que los lectores continuarán siéndolo, tampoco. Otra cosa es que el tremendo aluvión de títulos, el infinito tsunami que la nueva biblioteca de Alejandría arroja sobre nuestras molleras sedientas de sabiduría, pueda ser mínimamente aprovechado por las limitaciones inherentes a los que solo poseemos un sola vida, una sola cabeza y, si me apuran, una sola neurona.
Parece mucha la carga para un pollino tan flaco. No dejemos que sobre ella se sienten además los impostores y los mercaderes que, no sé como todavía se atreven, después de ser expulsados del templo.
No recuerdo si era “expulsados” o “arrojados” que suena como más categórico, incluso puede que fuesen “defenestrados” y que el templo estuviera en el piso superior. Mejor.

En fin, que de ilusión también se vive, y uno tiene de esta para repartir, que es lo que intento.
El arpa sigue en el ángulo oscuro, esperando que, olvidada de su dueño, alguien se acerque a tocarla. Y sospecho que, ahora, esa es nuestra responsabilidad y a la vez nuestro placer.
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