martes, 27 de abril de 2010

KUROSAWA Y MADADAYO. CINE Y PEDAGOGÍA II


--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- ¿ESTAIS PREPARADOS?
!MADADAYO!
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No es fácil ver buen cine, ni siquiera seleccionando mucho entre autores, premios o recomendaciones de presuntos expertos. Hay que tragar mucha comida rápida o mucho guiso atrasado e insípido antes de poder pillar un bocado sustancioso. Pero de vez en cuando alguno aparece y el estómago lo agradece.
Más extraordinario es que, después de haber disfrutado con la saga francesa, caiga ante los ojos del espectador una obra maestra, y más aun, que esta no figure en las habituales listas para cinéfilos inexpertos.

Y ello sucedió con Madadayo, 1993, punto y final de la época gloriosa del maestro Kurosawa, quien no solo recrea en la pantalla la figura del profesor perfecto, las virtudes que hemos podido apreciar en todos los que nos han enseñado algo, reunidas en uno solo, en Madadayo que no es un nombre, ya que significa “Todavía no” en japonés y que nos refleja algo que en cierto modo está motivando estas líneas, el agradecimiento de los alumnos, la deuda impagable con el mentor que, además de textos, de formulas, o de saber enciclopédico, enseña a vivir a sus discípulos.
Solo los cinco primeros minutos, o los cinco últimos, sobrarían para justificar la maestría de Kurosawa, la sabiduría para contar, para presentar la historia de una generación que comienza aprendiendo alemán y dejándose crecer el bigotillo chaplinesco y que termina, cantando jingles y bebiendo martinis, cuarenta años después. Y lo hace mezclando realismo y poesía en unas proporciones que únicamente el cine oriental es capaz de precisar, a la vez que nos deslumbra con la sabiduría y sobre todo con la excepcional alegría de vivir del viejo profesor, que nos hace impacientarnos con sus mutis, a la espera de su inmediata y siempre brillante reaparición.
Aquí, el tiempo del espectador, horas, se convierte en minutos, y la figura del filósofo que todo profesor encierra, lo reconcilia con el cine, con todos esos intentos fallidos a la hora de enriquecer el alma, de alegrar el espíritu sentado frente a la pantalla.

Quizás la fidelidad de sus alumnos nos parezca desproporcionada, quizás las penurias de posguerra sean familiares para otros, pero al final nos queda el poso, el fundamento de la historia, la necesidad de sobrevivir, de disfrutar hasta el ultimo instante que nos sea permitido, y la de compartirlo con los demás.

Supongo que el cine japonés perdió su exotismo hace tiempo. Y aunque la vivienda, el vestuario o la bebida que interminablemente sirve la esposa al profesor sigan pareciéndonos extraños –no digo nada del rol femenino, tan diferente al occidental- son sus historia sin maniqueísmos, sin violencia, sin sexo, prácticamente desnudos sus personajes de otra cosa que no sean sentimientos , reflexiones en voz alta sobre la condición humana, o la presentación de episodios cíclicos, como lo son el dia y la noche o la vida y la muerte, lo que hacen intemporales a muchas de sus películas. No resultan anacrónicas por mas que estén rodadas en 1932 o ambientadas en los años cuarenta, como en este caso, y nos hacen sentirnos dentro del lugar, gozosos de compartir sus pequeñas y grandes anécdotas, con la misma emoción, con el mismo estremecimiento de los espectadores que vieron por primera vez la “Llegada de un tren a la estación” de los Hermanos Lumière.
En cierto modo esta es una lección que Kurosawa nos presta, sin que nos apercibamos de ello, cuando nos está contando otras lecciones, las de ficción del profesor Uchida. Y es que la letra también con alegría entra, con el placer de haber pasado un buen rato y la sensación de haber aprendido algo, positivo esta vez, sobre el ser humano. Imprescindible.

Lástima que los expertos en escribir sobre cine sigan asociando el nombre de Akira Kurosawa con películas de samuráis, y solo con esas. O hay mucho ignorante suelto en las redacciones de los periódicos, o yo me estoy perdiendo algo.
Tiene muchas más, pero solo con IKiru y con esta, y agarradito de la mano de Yasuhiro Ozu, ya ha entrado por derecho propio en el olimpo.
Poned a cualquiera de ellos en el centro de vuestro fin de semana y observad la diferencia. Y si no podéis observarla, la notareis enseguida, os habréis convertido en mejores personas. Si cabe.




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