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9ª Etapa:
- Epílogo nocturno en la Filmoteca.-
"O como Aníbal “El caníbal” me reconcilió con un vicio que cada vez merece con mayor propiedad el adjetivo de solitario".
Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que era necesario ir al cine para ver las películas, -las buenas y las menos buenas, que de las malas ya me libraba yo- y en el que esas películas tenían una disponibilidad limitada por ciertos factores que hoy resultan de lo mas obsoleto, pero que en cierto modo también pueden ser motivo de añoranza.
Estos limites infranqueables para la lista de títulos que estaban a nuestro alcance a pesar de su diversa procedencia, se superponían unos a otros, como la piel seca de la cebolla, dejando fuera, en cada ocasión, centenares de películas que pasaban a engrosar el mundo del nunca jamás.
El primero de ellos, que el tiempo se ha encargado de relativizar, era el de la censura.
Ya en los setenta, existían listas de cien o doscientos títulos, imprescindibles para la cosa del séptimo arte, que no se habían estrenado por este motivo; y que cuando pudimos verlos, salvo media docena salvables, lo único que quedó absolutamente claro es que no nos habíamos perdido nada. Nada aparte del morbo natural, la atracción irresistible hacia lo prohibido.
Leía el otro día en Aviñón, la carta al papa de una de las cortesanas mas influyentes de cierta época, suplicando que se prohibiese el consumo de helados, bajo el epígrafe de pecado mortal. Ya que de esa manera ella, que era consumidora compulsiva, pensaba disfrutarlos mucho mas.
Desconozco la respuesta, si es que la hubo. Pero queda claro que lo prohibido supone un valor añadido, que en el caso de la censura cinematográfica era, la mayoría de las veces el único valor de la película. Esa capa de la cebolla resultaba en todo caso intrascendente.
La que estaba debajo, de mayor espesor, era la de la distribución española del cine foráneo. Con la excusa del doblaje, costoso y obligatorio, se establecía un tamiz finísimo, liendro según la terminología agrícola, que dejaba fuera a la infinita mayoría, cuya rentabilidad estimada, inferior al tamaño de la liendre, desaconsejaba su explotación.
Pudimos ver el uno por ciento del total; en su mayoría norteamericano, con alguna excepción francesa o italiana. El resto, incluida la Mongolia Exterior que figuraba en nuestro pasaporte como país para los que este tampoco era válido, inexistente.
A ello hay que añadir otra lámina, mas fina, cercana a lo comestible, que había que superar. La licencia de explotación de la película estaba limitada a cinco años, transcurridos los cuales, las copias, o lo que quedaba de ellas, era destruido. Esto suponía en la práctica que solo podías ver cine de estreno o de semiestreno, también llamada reposición; ya que en cuanto se alejaba hacia atrás la fecha, se hacia mas empinada la posibilidad de ver aquella que quedó atrás.
¿Excepciones? Las menos.
La docena de sacos de yute – así viajaban – cuyo éxito de taquilla conseguía prorrogar otros cinco años su calvario, convirtiéndose en clásicos por la línea comercial; y las excepcionales reediciones de las dos o tres obras de arte, blanco y negro, a veces nunca estrenados en nuestro país, que tenían la fortuna de ser vistos en la capital con la ya habitual excelente crítica y ausencia de publico. La nada.
Quedaban un par de santuarios, donde los peregrinos lográbamos mantener viva la llama del amor eterno, a duras penas. Los cineclubs que, procedentes de Acción Católica o de las Jons – Si, si, existieron-- nutrían sus proyecciones en 16 milímetros de los fondos de distribuidoras religiosas como San Pablo Films – no me estoy inventando nada-.
Ellos, en provincias, la incipiente filmoteca, en la capital, y la selección maravillosa que nos proporcionaba Alfonso Sánchez, en la pequeña pantalla, cuando la hubo. (antigüedad establecida, para no perjudicar a la industria, 15 años mínimo), erán nuestro hilo de Ariadna.
“El video mató a la estrella de radio”, es el titulo de la canción de Buggles que tiene el honor de ser el primer video clip emitido por la MTV. El resto ya lo sabéis. Internet mató al CD y yo siempre he sostenido que la Disco mató al Guateque, y que eso fue mucho peor.
Son muchos los que se arrogan el merito de haber terminado con la proyección cinematográfica clásica , con su época de oro. Pantallas gigantes en salas que llegaban a superar el millar de asientos, en años que la producción nacional, sola o en compañía de otros, llegó romper la barrera anual de los cientosesenta títulos.
La televisión primero, el video después, y puede que la inexistencia del trato oficial que, como bien cultural, el cine se merecía, con la imposibilidad de acceso al cine universal, así como la persistente deseducación ciudadana en actividades artísticas alejadas de las seis canónicas. Todos ellos junto a la crisis económica de los sesenta –que la hubo- comenzaron a cerrar, a tumbar como fichas de dominó las decenas de miles de salas que se llamaban en los pueblos, "El cine" a secas.
Lo cierto es que las cadenas televisivas temáticas, es decir de pago y con programación exclusiva cinematográfica, incurren en el mismo error de la tercera capa de la cebolla, la que mas nos hace llorar – probadlo y veréis como hasta ahí la cebolla es solo una figura decorativa en la cocina- que es el de suministrar un numero limitadísimo de títulos, procedente de una o dos distribuidoras, y que repiten con el método matemático de las variaciones de siete en siete, que son las posibilidades a o largo de un día. No resuelve nada, nada del hambre y sed de justicia.
Las que emiten en abierto tienen un cinematoencefalograma plano, de palomitas y poco más.
El resto estaba solo en los libros. Leer cine, una gran paradoja.
Por ello cuando llegó la panacea, la filmoteca de Alejandría, nada virtual por cierto, de las descargas vía Web, se cubrieron no pocas carencias para los cinéfilos, que llevan diez años recuperando tiempo perdido y tapando huecos en la medida de lo posible.
Solo que ahora, pasada la euforia, nos damos cuenta de que hay algo que hemos perdido en el camino, algo que no pertenece únicamente al país ese de la nostalgia y de la remembranza, algo valioso que puede y debe conservarse como un bien cultural que fue y que sigue siendo, la proyección cinematográfica en pantalla grande y con la calidad visual y acústica que la tecnología actual pone a nuestra disposición.
¿Es posible?
- Si señor. Lo he visto yo-.
Las diez de la noche, mes de julio en el patio central, descubierto, de la filmoteca. Dentro de la programación “Al aire libre” ( Au plein air), entre un ciclo de Ford y otro de Tati - vacaciones mandan-.
Pantalla enorme – mucho mas grande cuanto mas te acercas, cosa curiosa – montada sobre un artilugio metálico tan sencillo como eficaz, y proyector dentro de una de una furgoneta en el pasillo central, con una sola bobina, tan mayestática para los habituados a los dos o tres proyectores – uno de repuesto – donde los cambios de rollo son imperceptibles por inexistentes, y la (no el) proyeccionista que me dice con la mirada :
¿De donde sales tu, que te asombras de lo cotidiano?.
Recojo una de las tumbonas, una hamaca de lona, de las de toda la vida, y la coloco delante de la primera fila, regulando su inclinación para que me permita emular esa posición, en el sofá, que sujeta tu cabeza en el grado exacto de inclinación para que ni los músculos del cuello te distraigan de la inefable adicción.
Hoy proyectan “The silence of the lambs”. Ayer lo hicieron con “Manhattan”.
Y luego, experimentar una vivencia que creí perdida para siempre. Solo que, además sin necesidad de alta definición o sonido home cinema, porque ya están incluidos, en su máxima expresión en el espectáculo.
Los susurros en versión original, en la voz de A. Hopkins, las minusculas pecas del rostro de la aspirante a detective Jodie Foster, o el prodigioso tema musical que acompaña la danza final de Buffalo Bill,"Goodbye Horses" by Q Lazzarus. Son momentos únicos en la revisión de una película que se quedan dando vueltas en la cabeza durante 19 días y 200 noches, como diría Sabina, y que te dejan tal regusto en la memoria como el mutis final de Lecter .
De manera que me he visto empujado a comprarme un panamá como el suyo, de esos que los decadentes fugitivos occidentales – no confundir con los inmaculados de ala ancha y mas de 2.ooo $, que llevan los del diente de oro, que son de otra película- terminamos incorporando a nuestra indumentaria – tipo lo llaman en el carnaval gaditano, con toda propiedad- para perdernos en la lejanía y la distancia.
Un clásico con tan “solo” veinte años. Poder verlo en las condiciones para las que fue realizado. Poder hacerlo en una sesión de “Cine de verano”.
¿Puede pedirse más?.
Se puede y se debe, y además no solo pedir, sino exigirlo.
¿Acaso no tenemos un clima que multiplica por tres la temporada optima para hacerlo?. (La vi en una ciudad 1.500 Km. al norte de donde escribo).
¿Acaso no tenemos suficiente afición? (record de descargas ilegales, es decir prohibidas, es decir expuestos al martirio por tan noble fin).
¿Acaso no presumimos de gastar ingentes cantidades de dinero, que adeudamos, para promocionar festivales de cine con apellidos tan peregrinos como la motivación de sus organizadores?.
Acaso Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos dañáis, ¿acaso no nos vengaremos?
Si en lo demás somos iguales, también seremos como vosotros en eso.
(Esto ya es de Shakespeare, y no conviene subir demasiado el listón, que me dan mareos).
P-D.- Pensaba instigar un partido politico - creo que mayormente se instigan, mas que otra cosa-:
CONTRA el Cambio Climático, CONTRA el paso del tiempo, y CONTRA la Crisis.
-Esto del contra tiene su audiencia, independientemente de lo absurdo del motivo-, pero modestamente me voy a limitar a pedir que vuelva , a reivindicar "El cine de verano".
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