miércoles, 29 de junio de 2011
LA ÚLTIMA DE JOHN LECARRÉ.-
La última de John Lecarré.-
La comienzo con la misma sensación de culpabilidad que aparece cada vez que me planteo algo placentero. Una buena (¿?) educación es lo que tiene, a unos les marcan a fuego en el lomo, el hierro con el pecado original para que no olviden jamás que son culpables ya desde antes de nacer, y a otros de ganadería mas modesta nos rajan una oreja de las dos, y no voy a especificar cual para no entrar en el tema de siempre, y además con un corte determinado, ora vertical, ora transversal, en el lóbulo superior o en el inferior, para que, mediante este económico y ancestral lenguaje de signos, recordemos nuestro origen impuro, allá en el jardín del bien y del mal; a la vez que puedan así distinguir nuestra procedencia y lo que es peor, nuestra pertenencia.
Me toco la oreja pues, y me dispongo a disfrutar de las cuatrocientas y muchas páginas del maestro, asumiendo que es una actitud de adolescencia tardía, eso de leer novelas de espías, y lo que es peor otra vez, ser fiel a la lectura de “todo” lo que escriba el autor que tengo en el pedestal, compartido, de los dioses menores. Sospechando además que esa fidelidad pueda tener algo de hábito religioso, lo que confirmaría que, además de perder el tiempo (en lugar de dedicarlo a los enjundiosos ensayos filosóficos, que suelo leer de atrás hacia delante por aquello de andar sobrado) me convierte en: pecador. Hasta leyendo, peco. ¡Que poderío!. Lo bien que me han programado la conciencia. Para que luego hablen del perro de Pavlov.
Solo que, a veces, algunas veces, el cantor tiene razón , no es solo su corazón lo que sale por su boca –la cantaba María Ostiz- y cuando iba leyendo alguna página marcada con un solo dígito – algún día hablaremos sobre la estupidez de llamar dígitos a las cifras que componen un número- ya conocía perfectamente quienes eran los buenos y quienes los malos, y como circunstancialmente suspendí la lectura en ese punto, escuché la reflexión inoportuna que me culpabilizaba, otra vez, de andar todavía con las historias de buenos y malos, como si fuese un chiquillo o, algo peor, convertido en un lector inane de sagas nórdicas o de novelas históricas. Hasta ahí podíamos llegar.
Es más, que ya estaba bien el leer siempre la misma novela, por mas que haga la numero 23, que ya conozco de sobra el planteamiento y el final, idénticos en todas ellas. Me prometí que, esta iba a ser la última. Confiando en que la edad del autor, octogenario si contabilizo los meses dentro de su madre, no le va a permitir escribir muchas más.
Bien se que, como sus ambiguos personajes, en los que tras la eterna y épica pugna entre el deber y los sentimientos, la victoria se va a decantar siempre hacia el mismo lado y, por tanto, poco importa que cumpla escribiendo otros veinte años mas, a sabiendas de que quizás tenga media docena de negros para tal menester (perdón por lo de negro, ahora lo llaman escritor fantasma, ghost writer, por aquello de no molestar) y que al fin y al cabo no debe importarnos quien lo hizo, sino por qué lo hizo, como suele suceder con sus personajes.
La hubiese dejado caer de mis manos, como tantas otras, de no haber sido por el numero fatídico, el 23, el día de mi cumple, y uno se descubre también supersticioso, añadiendo otra religión a las de la mochila que lleva en la espalda.
Total solo eran cuatrocientas cincuenta paginas, y las descripciones que hace son tan buenas, los decorados tan realistas, y el elenco tan selecto, de todas ellas, que decidí sumergirme por enésima vez en un mundo nuevo, cualquiera, que tan fielmente retratase el espía sentimental, que lo fue, no sin antes deleitarme con la página final, con el capitulo que siempre titula “Agradecimientos” y en el que cita a todos aquellos que le han puesto en bandeja la descripción de aquel oficio, de aquel deporte, de aquel lugar, sin cuyo puente temporo espacial los lectores jamás habríamos sentido que estuvimos allí realmente, aquella vez, con todos ellos.
Como será el asunto. Como será el papel de fumar que usan los ingleses para cogérsela que, hasta llega a pedir disculpas al hotel de Berna donde llega a situar un episodio violento de la historia, quizás solo un poco violento para los tiempos que corren, y quizás ahorrándo con tan parco contenido en excesos, para insinuarnos, al final, el mensaje que los hombres sabios y generosos suelen repetir al final de sus días. Cuando pueden libremente decir lo que piensan, lo que han madurado bajo el sol de la experiencia y cuando ya no temen, en absoluto, el juicio de los simples, de los crédulos que tiene alrededor.
No temáis que no pienso contarlo. De hecho tampoco lo hace el autor. Es el puñetazo que recibes en el plexo solar, como en los tebeos infantiles, el que recibo de improviso a los diez o quince minutos de haber cerrado el libro, que me deja sin aliento otros diez, y me hace pronunciar en silencio, todas aquellas palabrotas – blasfemias no, por favor, el autor no se lo perdonaría jamás- que nunca he pronunciado en mi vida.
Tampoco pienso citar el título, son todos similares, y puestos para olvidar cuanto antes. Ni siquiera el asunto, la vida misma, el dinero, los políticos, los intermediarios de unos y de otros, y finalmente las victimas, los de siempre, todos nosotros. Y eso que es una, otra, de espías.
El susodicho John Lecarré, que aunque se llama John, no Lecarré, ha rechazado todos los premios, todas las medallas, todos los honores con que han pretendido vilipendiar su trabajo. Sabe que esa es otra ciénaga inmunda de batracios malolientes que hay que evitar, también.
El como la última se convertirá en la penúltima, igual que la interminable ronda en la barra del bar, no es mas que la confirmación de la debilidad sentimental de este lector, y de la poca credibilidad que tenemos los pecadores, algunos.
sábado, 25 de junio de 2011
ME DIERON A ELEGIR.-
O guapo y bobo (2)
(1). Fusch. Físico teórico, asociado al proyecto Manhattan, que es un eufemismo para no decir Hiroshima y Nagasaki. Posteriormente se "redimió" como espia convicto a favor de la URSS, que es otro eufemismo. De donde se desprende que la inteligencia, sin ayuda externa, no conduce a nada bueno.
(2).- Esos dos guaperas no pudieron ser mas bobos. Fijaos que el Perkins lleva la jarra vacia, y el Hunter no sabe que hacer con las manos. Los detesto solo por celos, todo hay que decirlo. El primero me levantó a Audrey y el segundo a Nathalie. Aunque afortunadamente solo fue de mentirijillas.
(3).- Albert Dekker , unos de los malos mas buenos que he visto. Con sus gafitas progresivas, como las mias, y su afán de dominar el mundo. Al fin y al cabo si tienes poder, ya no te hace falta el cariño. Todo el mundo te quiere espontaneamente.
miércoles, 22 de junio de 2011
UN FINDE EN CAI. Y 3.-
El sordo, y la santa cueva.-
Los sordos, como Goya, Buñuel, o un servidor, tenemos que sufrir con las limitaciones propia de nuestra condición, desde el momento aquel tan intrascendente que pudo haber cambiado nuestras vidas, cuando la imposibilidad de escuchar las palabras mágicas que nos dirigían las sirenas de Ulises, nos privó de haber aceptado la dulce tentación, o de haberla rechazado, fortaleciendo el carácter y la personalidad honesta del que jamás ha escuchado las propuestas del pecado. Aunque somos conscientes de que nuestra integridad estará basada en parte en la condición humana que nos ha tocado en suerte, no lo dudo. Pero también en la imposiblidad de haber elegido el camino equivocado, cuando pasamos la vida ignorando que exista semejante camino. Eso, y no otra cosa es lo que hace de los sordos, personas de mal carácter, creedme. Algo así como el ciego que pasa junto a un billete de cien y no se molesta en cogerlo. Criatura.
Luego, existen otras impertinencias menores, como el que todo el mundo se empecine en hablar bajito para que no los oigas, o que griten mensajes desde lejos y te acusen de forzar su repetición, una o diez veces, o incluso que no hayas hecho caso del encargo aquel que te dieron al oido. Sin contar aquellos que te hablan de frente y a una distancia adecuada, pero como ventrílocuos profesionales, sin mover la boca ni un milímetro, y lo hacen adrede para que no te enteres; tu que eres capaz de escuchar conversaciones completas a diez metros de distancia, con solo atisbar el vaivén de los labios, igual que algunos son capaces de leer los misterios del universo en la cadencia de las olas del mar. Es mas, esta situación de las esfinges parlanchinas, se repite últimamente con mayor frecuencia desde que han descubierto la complicidad del botox y la silicona en los labios. Pueden hablar en silencio total, para mí. Y estoy seguro de que lo hacen adrede, lo del botox y la silicona quiero decir. Con lo útil que ha sido siempre el truco de la ventriloquia para castigar a los sordos. Solo que para eso habria que estudiar, supongo.
Lo cierto es que, las tertulias entre amigos, o la charla durante el paseo suelen ir acompañadas de un evidente incremento en el volumen vocal, cuando hay un sordo en medio, y ello condiciona el hecho de que los que están cerca, y a veces no tan cerca, escuchen parte de la conversación, e incluso participen en ella. Esto suele aparejar otra dimensión que, igual que el leer en los labios, es privativa de los que consideramos las orejas como un adorno facial.
Íbamos dando un paseo, el mismo de antes, de dos paginas atrás, rememorando los riberas – que no son vinos - y los zurbaranes, los murillos y los sarcófagos milenarios que habíamos visto, tres veces todo hay que decirlo, en el museo local, cuando se nos acerca una señora, una escucha vocacional sin duda, y nos espeta a bocajarro:
-¿Pero no habéis visto la cueva sagrada?- caminando a nuestro lado como si nos conociese de toda la vida y no estuviese dispuesta a permitir que semejante ausencia figurase en nuestro bagaje cultural ni un minuto mas.
-“La tenéis en la segunda esquina de la tercera calle –en Cádiz todo son calles llenas de esquinas, y se lo que me digo- y no podéis marchar sin haber visto semejante maravilla”.
El que estuviese cerrada la entrada, que abrían a horas fijas y concretas, nos obligó a intentarlo a través de una iglesia adyacente, en plena boda, en las que la moda ha cambiado el arroz por los pétalos de rosa, lujo oriental, y donde una chica portadora de una bandeja repleta me ofreció un puñado de buenos augurios florales a la vez que indicó que la cueva era otra cosa diferente y ajena.
Volvemos a lo de siempre, el mcguffin que tan bien dominaba Don Alfredo. El hilo de Ariadna que se te enreda entre los pies y te obliga a seguirlo hasta encontrar la madeja. Al dia siguiente volvimos, a una hora comercial, y previo abono del estipendio completo, accedimos a resolver el misterio. No sin antes recibir un sucinto y precipitado resumen de aquello que nos esperaba, por parte del portero, que también era el guarda, el taquillero y, al parecer, el guía turístico del monumento.
“Los caballeros, hacían sus rezos y mortificaciones , “se flagelaban” -creí escuchar al experto- en la oscura intimidad de la cueva, casi desnuda, antes de subir al templo, construido en la planta superior con los planos de otro romano, y allí disfrutar del lujo, de los placeres que las pinturas de Goya y la música de Haydn, que compuso para ellos por encargo, a la vez que dar las gracias al Señor”.
Algo así en veinte segundos, no mas, mientras se iluminaban las escaleras y comenzaba a sonar, ciertamente, la orquesta de cuerda con la partitura sobre las siete –últimas- palabras que nos acompañaría el resto de la breve jornada.
Abajo la cueva, el sótano más bien, evidentemente austero, espartano y en el que la simbología religiosa se centra en una talla valiosa de una escena del calvario, del que la madera acusa lo mal que se ha llevado siempre con la humedad, y un tablero oscuro en un lateral, donde destacaban en letras doradas los apellidos de la familia benefactora y creo recordar que, mas bien en su aspecto testimonial de quien puso los maravedíes, que en el habitual de la tumba y el reposo.
Medio minuto para presagiar que habíamos sido victimas de la venganza de Moctezuma, de la diarrea del turista, de la que, afortunadamente, ya hemos sido vacunados con anterioridad, en innumerables ocasiones.
Subimos al piso superior, con la idea de terminar cuanto antes con la broma, y lo hacemos por escalones de mármol rosa, con laterales incrustados en lapislázuli y taraceas sencillas paro a todas luces valiosas, giramos en el primer rellano y .. voilá, el templo de las maravillas.
Realmente una capilla renacentista, una muestra del lujo italiano, a las puertas del Atlántico y rigurosamente oculta, intencionadamente escondida en el altillo de una fachada anodina.
Planta oval, coronada por una lucerna central que no desentona con la de cualquier catedral de la zona, carente del mínimo hueco o nicho que ubique al altar mayor, y adoptando este la forma de custodia gigantesca, de sagrario o caja fuerte cubierta de materiales nobles y de figuras alegóricas a su contenido. Y rodeada de las habituales columnas corintias de jaspe y plata. Así como otra media docena periféricas, jónicas y ya mas sencillitas, aunque tambien jaspeadas, como de andar por casa, si es que vives en el Vaticano. Abrumadora ornamentación que sirve como imagen perfecta de la imaginación dotada de medios ilimitados a la hora de componer una capillita intima en una casa privada.
Oratorio de la santa cueva, que muestra, enfrente del sagrario los Goya, los tres que anunciaban en el programa de mano, y que bien merecen por si solos una vista a Cádiz, si es que no hubiese otra docena, al menos que aportasen semejantes razones.
La multiplicación de los panes, El convite real, y La santa cena.
Goya en toda su madurez, composiciones familiares donde aparecen ecos de la pradera madrileña, y donde por primera vez encuentro a los comensales sentados en el suelo, como probablemente correspondía a los usos y costumbres de la época retratada.
Restaurados hace bien poco, y con acceso permitido a “las mujeres” desde 1981, para que luego digan algunos que no ha cambiado nada, o para que otros nos asombremos que desde su construcción, y durante doscientos años, las mujeres tuviesen proscrita su entrada.
La primera impresión, una vez que abandonamos el lugar, era la de haber visitado un centro de reuniones clandestinas de señores adinerados y de una variante religiosa olvidada. La conclusión casi unánime de nuestra logia turistica, lo asociaba con la masonería. Cádiz a finales de mil setecientos, solo varones, y ahítos de simbología mística, señores cultos, viajados y adinerados que no dudaban en importar el arte, probablemente hicieran lo mismo con las ideas, tan de moda en ese tiempo, olía a logia. Solo que la planta oval no me cuadraba, y el encargo al sordo – en gerundio: estaba perdiendo la audición, secuela de la sífilis que intentaba curar en Sanlucar- sobre esos motivos tan queridos al nuevo testamento, me hizo dudar de la propuesta.
Luego estudié que la cueva en cuestión era solo la modificación de antiguo aljibe, y me pareció algo natural y carente del menor interés. Pero sigo tirando del hilo y encuentro un nudo magnifico. Resulta que allí terminaba la ciudad hace tres mil años, y que en la entrada del puerto existió un santuario dedicado a Astarté y ubicado en una cueva, y que los restos encontrados en los alrededores confirman la idea de oráculos griegos, dioses fenicios y hasta alguno egipcio, insistiendo en el mismo lugar, la misma cueva, lugar de ritos milenarios que bien merece el adjetivo de santa.
Si la próxima vez que vuelva a visitarla, la encuentro convertida en la sede de una peña madridista, no me extrañará en absoluto, tiene poderío para ello.
Y mientras siga siendo más fácil creer que aprender, seguiremos siendo humanos. A Dios gracias.
P.D.- De verdad que lo he probado todo, solo que cuando me dieron a elegir entre la prótesis auditiva y la otra…
“Total para las ….. que hay que oir” como respondía D. Luis a los ….. que insistían en preguntarle que se siente cuando hay que lidiar con ese déficit que, ahora, algunos políticos han convertido en virtud.
La última parte del FINDE EN CAI, es el relato del aniversario del PAY PAY. Os adjunto alguna imagen, pero os ahorro la historia. Supongo que no os gustan las frivolidades. Ni el gintonic.
domingo, 19 de junio de 2011
UN FINDE EN CAI.- (2).
Vidas paralelas en el Puerto de Santa María.-
Era uno de esos sencillos deseos, tan fácil de realizar y tan libre de pecado, que lo he ido postergando una y otra vez, situándolo siempre en la cola de las prioridades, aunque sin olvidar la deuda que, como alcalde de Villa del Rio, tenía conmigo. Atravesar la bahía en el vaporcito. Desde Cádiz al Puerto, o a Rota, y viceversa; experimentando el transporte marítimo, antes de que desaparezca por completo, y a la vez identificándome con todas esos relatos innumerables con tintes de vuelo gallináceo, como Pla asociaba al viajar en autobús, y con pátina romántica, sugerida por las novelas costumbristas, propia del color del cielo sobre el horizonte marino y las brisas de la primera hora y la última del día, cuando comienza y termina la aventura cotidiana, aderezada por el graznido de esos cuervos blancos llamados gaviotas y el aroma inconfundible e inseparable del puerto pesquero.
En el Cantábrico los llaman golondrinas, a pesar de que estas naves vuelen mas bien poco, y al ras. Por eso no me extrañó que el barco no fuese propiamente un vapor; catamarán de plástico a la ida y barquito de madera en las penúltimas a la vuelta, que me hizo recordar al heroico Tram Steamer de Álvaro Mutis y su auto desguace intentando escalar por última vez el rio tropical, al que había dedicado su existencia. Por cierto que en Cádiz tenían otro Mutis, Celestino, pero este era botánico.
De momento sigue cumpliendo. Y después del reconocimiento oficial como bien de interés cultural, espero que siga haciéndolo por muchos años más. Dejando al lado esos condicionantes incómodos y prescindibles relativos al confort, la eficiencia, o... la seguridad.
Tengamos fe, confiemos en los responsables de nuestro bienestar, y disfrutemos mientras tanto.
El viajero, como el vaporcito, reniega de su condición, de su falsa apariencia, e intenta pasar desapercibido, huyendo de los tópicos de cada lugar, que es la única forma de apartarse, algo, de los turistas de su calaña. Por eso cambio a primera persona y me sumerjo en las calles secundarias, si es que alguna merece tal categoría. Pueblo blanco, cuadriculado, desierto durante la hora del mediodía y que transmite a la vuelta de cada esquina, la sensación de decadencia, del pasado esplendor que los beneficios de su colaboración en la construcción de un nuevo mundo, -es una forma de verlo- junto a los efluvios que ese néctar llamado manzanilla, dejaron en sus calles y en sus gentes.
Y como en todas partes ahora, casas en semi ruina con el cartel fatídico, casa señoriales, que lo fueron, con el cartón medio roto y semi borrado por el sol, con el numero de un teléfono móvil, dando a entender que no es pieza apetecida por agencia inmobiliaria alguna, o que el vendedor vive fuera, y posiblemente lejos, y ha lanzado un mensaje desesperado en la última botella que quedaba en la bodega.
Solo que tiene una placa de mármol junto a la puerta de entrada, lápida que supongo también entregarán con la casa, y que hace referencia al niño que allí nació, y que con el tiempo se convirtió en D. Pedro Muñoz Seca (y Pérez Fernández, como firmaba todas sus comedias, en una época en que los apellidos no pasaban de dos y por tanto siempre creí, que eran de otro señor, de un colaborador, y creí bien). La miro con curiosidad, como el que acaba de realizar un descubrimiento modesto, pero apreciable, y con la simpatía que el recuerdo de Don Mendo me inspira. Agradecido y un tanto apesadumbrado por este bien de indudable interés cultural, aunque evidentemente no esté catalogado como tal, a punto de derrumbe.
Sigo paseando, con el obligado via crucis en las estaciones de la caña y la tapa, el catavinos y la tapa, y otra vez la caña y la tapa, por el calor, maravillándome que cuando pido una manzanilla, me dan a elegir entre cinco, y cuando pido una botella me la niegan. Las copas de una en una, y todas fresquitas.
En una de estas me topo con la iglesia principal, con sus cigüeñas en celo en los tejados – pienso como me engañaban cuando decían que estaban haciendo el gazpacho, la trola de Paris quedaba pequeña a su lado- y con un interior que confirmaba la existencia de tiempos mejores y la evidencia del poderío y del buen gusto de sus promotores. Más que nada me resultaba familiar su estilo, propio de la época final de la reconquista cuando hubo que construir tantos templos y tan deprisa que una vez conseguido el modelo idóneo solo era cuestión de repetir la fórmula. De Castilla la Vieja abajo, todos. Gótico tardío, obras inconclusas, y restos recuperados de alguna desamortización. (De la próxima, que está al caer, ya hablaremos más despacio).
Estaba yo cumpliendo con el rito del visitante molesto, durante la misa mayor, y aunque me descubrí la cabeza al entrar, intentando ocultar el panamá arrugado en mi mano, como he visto que hacen en las películas, di una vuelta discreta intentando valorar el asunto artístico, y no pude menos que escuchar el sermón, el responso o la homilía, como la llaman desde el concilio –uno sufre el concilio, como al cometa Halley, una sola vez en su vida, y no tiene sentido de hablar de este o aquel- sin poder dejar de seguir el discurso que me pareció fantasmagórico. Tocaba el tiempo de pentecostés, y oía frases entrecortadas sobre “ella” y sobre el espíritu, bajo aquel lienzo enorme y oscuro que coronaba el retablo y donde solo se distinguían lucecitas que bajaban del cielo sobre unas siluetas inmóviles. Miraba yo de reojo, para molestar lo menos posible a los fieles y al orador en su casulla festiva, continuando el paseo, y aun aceptando la evidente dificultad fonética que sufría aquel hombre, el esfuerzo que debió suponerle aprobar la asignatura de oratoria, me vi siguiendo su plática y me asombré de la magnífica, contemporánea a la vez que intemporal, traslación de los valores ocultos, de la sabiduría que una religión milenaria ha disfrazado tan eficientemente a lo largo de los años que la conozco. Coherente y sensato, hablando desde la tierra para los que están en ella, y confortando con sus palabras a más de cuatro de los que allí estaban sentados, y a un servidor, que se alejaba con la vergüenza del que no ha dejado una propina, es decir de haberlo felicitado. Solo que el escenario y el público me desaconsejaron esa opción. Además que quedaban estaciones, cruces sin visitar. Pero a pesar del aspecto de cantárida verde (o quizás roja, no me atreví a mirarlo de frente) del orador, reconozco que el mensaje era estupendo. Y es que las apariencias me siguen engañando.
También es verdad que el paseo, forzado en tierra extraña, después del café y el pastel, aceptables, me hace ver las cosas con el agrio estado de ánimo propio del que está añorando su siesta cotidiana y llora por su ausencia. Pero es que cuando veo el monumento a Rafael Alberti, cerca de la calle o plaza, no recuerdo, de Rafael Alberti, junto a la casa natal y fundación del ínclito, me doy cuenta del paralelismo, de la coincidencia, de cómo en un mismo pueblo nacen, con pocos años de diferencia, dos literatos ilustres, dos lumbreras de las letras hispanas, y como, y de qué manera, el paralelismo se queda en la nada. Uno aclamado por el público y denostado por la crítica, comete la osadía de cultivar uno de los valores más entrañables de nuestra cultura escrita, el humor. Y digo comete porque no se priva de la ironía e incluso el abierto sarcasmo a la hora de tratar la realidad política de los años que le tocaron. Comete el error de minusvalorar la falta de sutileza y la ausencia de complicidad de los destinatarios de sus puyas, y termina ejecutado a manos de unos fanáticos, en un lugar innombrable, Paracuellos. Este es el vencedor, o pertenece al bando de los vencedores según la memoria histórica de los que pretenden tener la patente.
El otro cultiva la poesía, y la cultiva con primor, aunque hace de ella un oficio y luego un pretexto para medrar en el bando de los perdedores, según la otra memoria histórica.. Paradojas. Premios sin fin, incluyendo el máximo, el Lenin de poesía, y un lugar para siempre en el olimpo de los consagrados, aunque después de penar un largo exilio que creo que es la peor condena que en vida puede sufrir nadie. Casi llega a los cien años, el perdedor, sesenta de los cuales recibiendo los desagravios correspondientes a su estatus, y si en ellos logró hacer algo coherente, y simpático, a mi entender, fue el renunciar al Príncipe de Asturias. –aunque el despropósito carroñero de los promotores, quedase en evidencia, otra vez-
Los dos nacieron en calles cercanas, fueron posiblemente al mismo colegio, de jesuitas, e incluso podrían haber coincidido en alguna checa de Madrid, que no es sinónimo de bar de copas o de señoritas, aunque en roles bastante distintos.
Y esta es la lección que la memoria y la historia, que son dos cosas distintas y, generalmente, mal avenidas, me sugieren.
Otra cosa es que la simpatía personal se incline siempre por los más débiles, por los que perdieron todo, y olvidándome de del color del dedo que aprieta el gatillo, me cieguen los ojos el color de la vida que se escapa tras el disparo. E incluso intente olvidar las crónicas más fidedignas, según pasan los años y van apareciendo documentos ocultos y testimonios silenciados, como los que nos descubre Trapiello en cada batalla de su cruzada por aquello tan confuso que seguimos llamando la verdad.
Por eso cuando escucho algo sobre leyes de memoria histórica o muerte digna, me tiro de los pelos – de los que me quedan el bigote- y pienso si un título más o menos estúpido corresponde por lo general a una idea banal o más bien al adjetivo preciso para los receptores de la misma -moi meme- presuntamente idiotas.
Que la memoria no puede ser histórica, ni la historia basarse solo en la memoria, oiga. Que la memoria cuanto mas cercana, es menos histórica, como bien sabemos lo que vamos cambiando la propia según las necesidades que nos impone la supervivencia. Y que la muerte no es digna, jamás, para el que no quiere morirse, y mire usted, deje de llamar a los que gritan pidiendo “democracia ya”, pacíficos no violentos. O son una cosa o la otra, pero tanta insistencia es dañina y, probablemente, malintencionada.
Ahora bien, si lo único que pretenden nuestros legisladores de todo a cien, con la facilidad del que tiene mayoría absoluta para refrendar todas sus ocurrencias, es añadir capítulos a los libros de leyes, con la firme convicción de que nadie va a cumplirlas, por la sencilla razón de que no hay quien les obligue a ello, y porque el ejemplo de los propios legisladores y sus cuates es bastante preclaro en ese sentido. Si lo único que pretenden es que parezca que pretenden algo, creo que actúan en consecuencia. A lo mejor es de lo que se trata, solo que sigo sin comprenderlo. Como tantas otras cosas.
P.D.- Ojo a los ojos de Paloma Valdés. No se han vuelto a ver.
P.D.- El"Vaporcito" se hundio ayer 30 de Agosto, al chocar con una roca junto al muelle de Cadiz. 80 pasajeros, todos, rescatados sin daño, y la sensación de que la nostalgia es necesariamente cosa del pasado. Y pensar que dudaba yo sobre su seguridad, el 19 de junio. Tonto de mi.
Descanse en paz.
lunes, 13 de junio de 2011
UN FINDE EN CAI.-
-Un claro en el bosque de la España profunda.
-Murillo, Zurbarán y Goya , además de la Tia Norica.
-Turiferario, al fin.
-El Pay-Pay estaba de cumple. Y nos invitaron.
-Un bien de interés cultural ¿?.
-Paradojas de la memoria histórica.
-Envoltorio anacrónico para un discurso civilizado.
-La cocina popular y la modernidad.
Comenzaré por el final, por el postre, que es ese buen sabor de boca que prolonga un ratito el placer de la buena mesa. Pescaito frito y lo que encarte.
Soy consciente de los resabios, del impulso indómito de una educación insuficiente –solo alcanza el grado de apta cuando, al final, ya no te sirve para nada – de la actitud frenética y compulsiva, del que quiere algo y lo quiere en ese momento, sin detenerse en las necesidades o apetencias de sus acompañantes, o de la falta de tacto y madurez que semejantes modales pueden transmitir a los de alrededor. Ese soy yo, como el escorpión del cuento. Como cada noche, cuando desaparece la luz, evocando el iris de tus ojos, y no puedo hacer otra cosa que sumergirme en ellos, cuando estan a mi alcance. Claro que, no solo de amor vive el hombre, aunque este sea un bien necesario y fundamental para la supervivencia propia y ajena. En este caso estaba buscando algo igualmente imprescindible, una tortillita de camarones.
Un plato que pertenece a la leyenda, a los cuentos de dragones y princesas, donde la imaginación pone casi todo lo que hay que poner sobre una estructura básica, unos ingredientes tan sencillos como previsibles, y no obstante.. se produce el milagro, a veces. El final feliz, el caballero y la doncella acaban comiendo perdices.
Aquí sucedió algo parecido. Uno estaba harto de roer unas galletas saladas mas o menos blandurrias o crujientes según la mano que el artista tenga con la freidora, y con ese sabor odioso, estrictamente vinculado a los anteriores ocupantes del aceite de marras, generalmente promiscuos y reiterados, durante días o semanas de fritanga. Por eso, cuando uno alcanza los muros de la roma de la cosa, insiste en olvidar el pasado y en volver al amor, en seguir buscando.
Y sucedió. En el templo de Afrodita.
Pedimos, en aquella lejana ocasión, un plato de tortillitas, junto a otras especialidades como ortiguillas o acedías y .. cuando dí el primer mordisco a la oblea calentita.. comprendí que la cuarta dimensión, el viaje a través del tiempo y el espacio , no eran solo el fruto de la fantasía científica – la fantasía es a la ciencia lo que el huevo a la gallina, o al revés – y comprendí que el delirio no es exclusivo de la mente enferma. Yo estaba comiendo, lejos de allí, decenas de años antes y también a la vez, el mismo rebozado que mi madre incorporaba a los platos de sartén, a casi todos. La harina, entonces recordé que era de garbanzos, el perejil, la pizca de sal y el ajo o sus indicios, bañados en algo cuyo nombre también recuerdo ahora, el aceite cruda.
No mentiría si dijese que alguna lagrima intentó escapar de mis ojos, aunque el placer consecutivo a cada bocado y la posible querencia del liquido salino por unirse a la saliva que mas abajo estaba disfrutando, en su papel de complice necesario para el orgasmo gustativo, hicieron el resto, lagrimas que siguen su conducto natural, para unirse al festín.
Lo que hice a continuación, pertenece a esos episodios que temes contar a los demás, al sospechar que van a pensar que hay algo que, tampoco, te funciona bien, la cabeza.
Indulté la segunda tortillitas de camarones.
No quise saber nada más de los manjares que seguían apareciendo. Quedé traspuesto un buen rato, y no dejé que nadie se acercase a ella. Hasta que no comprobé como se la llevaban, integra, para dejar hueco a otra bandeja, hasta que no la perdí de vista, estuve flotando entre dos luces, en un lugar donde estoy seguro, muy pocos han estado antes. O al menos no han realizado el viaje con medios tan naturales como una tortillita de camarones.
El que alguien honre al plato mas extraordinario que haya probado, dejándolo marchar , ya pertenece a esos mecanismos que el subconsciente usa para no romper nunca la distancia entre el deseo, motor de la vida, y la posesión del bien amado. Temor al momento sin retorno, cuando el ciclo comienza a cerrarse y empieza otra etapa donde la esperanza tiene un papel muy pequeño, demasiado pequeño. La esperanza , y la seguridad de que no debía, no podía renunciar a ella. La ilusión, al fin y al cabo, que suele ser la parte mas noble de todos los cuentos, y de la vida. De algunas vidas.
Por eso, cuando llegué el sábado a Cádiz, arrastré sin miramientos a la compañía, hasta volver a repetir, o al menos intentarlo, la experiencia. No fue posible. Estaban ricas, en su punto de sartén, pero el factor estupefaciente había desaparecido.
Supongo que no todos los días puede uno andar sobrado de experiencias extrasensoriales. Aunque aquella seguirá durante mucho tiempo rondando por el jardín de los recuerdos queridos. Me conformo.
Los salmonetes y las acedías, extraordinarios; si no irrepetibles -espero seguir renovando los votos- al menos dejaron el listón en la altura justa que te provoca volver a intentar el salto. Que es de lo que se trata.
P.D.- En la imagen, "Turiferario" de Zurbarán, en el Museo de Cadiz. Siempre creí, erroneamente, que turiferarios eran los pelotas de los póliticos que se creen dioses. Los autenticos, al menos tienen alas, además de incienso.
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jueves, 9 de junio de 2011
PEQUEÑAS MENTIRAS SIN IMPORTANCIA. O NO.
Les petits mouchoirs 2010 Guillaume Canet
“Los pequeños moqueros”.
Moquero. Pañuelo para limpiarse los mocos. Por eufemismo se usa el término general de pañuelo o pañuelo de bolsillo. (Word Reference).
Para darnos facilidades han traducido el titulo con la misma tergiversada intencionalidad que nos facilita ¿? las noticias en los informativos. Es decir “Pequeñas mentiras sin importancia”. Por una vez no han traicionado del todo el original, ya que conservan el termino “pequeñas”, a la vez que hacen gala del antifeminismo latente, por mas que prediquen lo contrario. Asociar pequeñas con mentiras ya es una declaración de intenciones, de malas intenciones. Lo de añadir “sin importancia” no es mas que un viejo truco de los responsables del marketing. -Oyes, que se llevan los títulos largos, las oraciones subordinadas larguísimas, incluso tan largas que llegan a resumir el argumento de la novela-.
No hay mas que ver la trilogía nórdica o cualquiera de la docena de sagas literarias de altísimo nivel que repartían casi gratis en la feria del libro; más que nunca del único libro, en singular, doscientas casetas y un solo tomo verdadero. Y luego se quejan de que se publica mucho, se vende poco y se lee menos.
Hombre de dios, se vende mucho de poco, mayormente del libro ese que “hay que leer” o al menos que hay que tener. Yo por si acaso lo tengo siempre – el tocho de referencia- sobre la mesa del salón, para que las visitas vean no solo que estoy en la onda, sino que soy uno de ellos, o sea que soy de fiar.
Esa es la cosa, la comunión en la novedad prescindible, supongo, la que mueve la cultura de masas, que por cierto es la única cultura real. Porque la exquisita de los cuatro fanáticos que adoran a un maldito en particular y celebran misas negras con los arcanos ocultos en su ultima obra, no pasa de ser una molestia, afortunadamente intrascendente, para nosotros los cristianos. Y me refiero a la penúltima de Jean Luc Godard, “Socialisme”, sobre cuyo sentido argumental y significado metafisico todavía me estan solicitando interpretaciones, esperanzados en la clarividencia infalible del que no la ha visto, y no solo incompleta como los que se han salido en la mitad, mas bien que no la he visto en absoluto. Ni pienso.
Y eso que el cine francés, es mucho cine. Sin ir mas lejos, ahora que estoy en la fase inicialmente regresiva, tan querida por los poetas, no hago mas que despertarme a media noche, sudando por lo general, y escuchandome decir “Je suis Antoine Doinel”, y al mirarme en el espejo veo al cara bobo de Jean Pierre Leaud (que en gloria esté) antes de despertar del segundo sueño, y quedar con la duda si había un tercero encerrado en la nebulosa nocturna. Que, por cierto, me he enterado en los documentales de la dos, que las nebulosas son en realidad galaxias, y que vivimos ciertamente en una nebulosa, lo que aclara bastante algunas cosas.
La pandilla de la foto, son los personajes de la historia, , una pandilla de amigos muy francesa, mas o menos vividores, mas o menos despreocupados, reunidos alrededor del amigo rico que paga las pastas a cambio de que aguanten sus impertinencias. Un comienzo escasamente prometedor para una situación típica de del habitual cuadro de sitcom, a que nos tienen acostumbrados las series americanas. Los franceses, que son muy suyos, derrochan buen gusto, el lujo ese imperceptible en los que no tienen necesidad de ostentarlo, que no es nuestro caso, a la vez que mantienen un estándar inicial tan parecido al usual reclamo de caca culo pedo pis, que por un momento crees estar ante una comedia casera, de pijos y para pijos, cuando, imperceptiblemente, pasan los minutos, y hasta las horas, y te encuentras identificado con las vicisitudes de los personajes, sin distinción de genero, y comienzas a asombrarte de la humanidad que encierra cada uno de los pequeños detalles del drama coral. Pero lo mas asombroso es cuando te das cuenta de que hay diez actores deambulando por la pantalla, y uno detrás de otro te van mostrando un oficio que creíamos perdido fuera del área anglosajona y de los clásicos de la tercera edad, los del sonotone y el bisoñé que daban tanta grima al tuerto y calvo John Ford (se refería a James Stewart- otro dia os cuento sobre cuando me lo presentaron-. y Henry Fonda). Y los tienen por docenas, los vecinos, a los que debe resultar más fácil seleccionar un grupo de doce en el que ninguno desentone, que a nosotros encontrar una pareja, para hacer un esperpento, una vez desaparecidos Lina Morgan y Juanito Navarro. En fin, un cóctel de envidia, sana, rabia por la impotencia, y desesperación al ver que, como siempre, ellos tanto y otros tan poco.
Francois Cluzet, Marion Cotillard y Benoit Magimel, entre el grupo de nuevas caras, por aquí nuevas, que espero nos den grandes alegrías desde el pequeño cielo cuadrado que nos consuela de la insignificancia cotidiana.
Por cierto que no hay mejor moquero que un buen amigo, y no es fastidiarle el final a nadie, ese era el titulo inicial. Lo de las patatas a la importancia…Psé.
Mais oui, je me apelle Doinel. Antoine Doinel.
sábado, 4 de junio de 2011
HISTORIAS DE UN TIEMPO OSCURO.-
¿Leyenda medieval?
Todo el medioevo es una gran leyenda.
Leyendas que se funden en la memoria de la infancia: La profana Lady Godiva y la divina Genoveva, “Santa Genoveva de Brabante” para los que no podíamos tener acceso a la primera. ¿Qué otro nexo hay entre ellas?
El único, el que prestaba un interés “especial” a las dos historias. En ambas, la protagonista aparece desnuda.
En épocas en que eso era imposible, la imaginación del espectador colaboraba ciegamente con el atrezo, por cutre que este fuera, para convertir un argumento edificante, en la versión soñada e imposible de una revista musical erótica.
A mí me tocó, por la cosa de la edad y la procedencia, enfrentarme a Genoveva, que era la primera actriz del teatro, y a la vez la señora del dueño, y por si fuese poco, la madre de mi amigo Pepín, una señora redonda de mediana edad, enfundada en un holgado pijama de color carne y escasamente visible a través de la peluca más exuberante que imaginarse uno pueda. Mitad miedo, mitad respeto, y un pelín de cariño recíproco al que prestaba en la hora de la merienda al amigo del hijo pequeño.
El argumento, poco importa, estaba proscrito a los menores de edad. Aunque incluía una acusación injusta de adulterio –pecado y a la vez reclamo- y un final redentor para la heroína/mártir, o sea santa.
La otra, la pagana, era otro tipo de mujer, fuerte, y su culpa la obstinación, la defensa de los débiles, su Gólgota, un caballo blanco y un paseo sin ropa – de nuevo la cosa- por las calles de su ciudad, mientras los paisanos miran para otro lado en solidaridad, en actitud cómplice con la presunta. La extensión capilar y exagerada que lleva en el cogote, impide ver toda su piel, además de la del caballo. Pelirrojo total.
El único que se niega a ignorar la realidad, Tom el sastre, pasa a la historia como “el mirón”, desacreditándose por siempre jamás, el voyeur, el “Pepping Tom”, el niño, el loco, el que siempre renegó del traje invisible del emperador. No en vano era la negación de su oficio, de su existencia.
Esta, también estaba vedada a los adultos. La censura no podía permitir un “no desnudo” en una película donde la protagonista no representaba la virtud del santoral y además, lo que era mucho peor, pretendía bajar los impuestos a los más necesitados. Prohibida.
Las dos me sugieren analogías divertidas con lo nuestro, si es que lo nuestro tuviese algo de diversión..
La fe en la ignorancia, la delegación de la virtud y la salvación colectiva entregados incondicionalmente a un/a líder, aunque su imagen sea tan ficticia como la de las innumerables versiones que intentan vendernos -y lo consiguen- de las cuatro situaciones básicas sobre las que los humanos nos empecinamos desde la última glaciación. El sexo, la muerte, la trascendencia y la justicia, a pesar de que solo tengamos certeza de las dos primeras.
Y mientras, seguimos jugando a buenos y malos, y al juego de la fantasía, que engaña a nuestros ojos para que la razón no tenga que molestarse demasiado en convencer a nuestra alma de que la realidad siempre hay que verla desde el otro lado de la pantalla, el del simple espectador.
No vaya a ser que pretendamos participar en la historia e, incluso, osadía feliz, incorporarnos al devenir del argumento, de nuestro argumento. Hasta ahí podíamos llegar.
P.D.- La propaganda -siempre- engaña. Si os fiais de lo que aparece en el poster, vais listos.
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