Comenzó igualito que en algunas películas de misterio, o de aventuras. La coincidencia azarosa de dos pasajeros en el vagón del tren, en nuestro caso del automotor que hacía el trayecto radial Plasencia-Madrid, únicos recorridos posibles en aquellos tiempos, los radiales, añorados por Muñoz Molina a efectos melancólicos nada más, y que ahora ni eso, ya que supongo que también habrán desaparecido, debido a la optimización en la gestión de la red ferroviaria, a la vez que el tren se ha convertido en un articulo innecesario en su función primordial, la de ser el espectáculo obligado para llevar al niño inapetente a comer el yogur viéndolo pasar –Mira hijo ¡El tren!, ¡El tren! –
Afortunadamente los índices de obesidad infantil de nuestro país
ya han alcanzado el nivel suficiente para eximirnos de semejantes suplicios. Además
siempre nos quedará “La
Viajera”, el autobús, igual que a otros, en la película, les
quedaba Paris. Por no retrotraernos al lujo, a la exclusividad de los viajes en
“La rubia” de Sandalio, con su característico aroma interior a gasolina derramada en el surtidor en los
instantes previos a que la cerilla sin apagar fuese arrojada al suelo. Si bien
esa es de Hitchcock y aquella en la que sale “La rubia” es de Kubrick, “The
killing” para que la revisen los nostálgicos. Además tampoco hay ya cerillas.
Coincido entonces con otro viajero de parecida edad, y condición, que
suele hacer el mismo trayecto, los fines de semana, solo que mientras yo voy a
ver a la novia, él va a…recibir clases de batería con el profesor que más sabe
del asunto, titular en el Conservatorio de Madrid, en uno de ellos, y en la Orquesta Nacional.
Lo cierto es que su cara me sonaba vagamente, y cuando me
aclaró que era el batería del conjunto Fredy y sus castúos, recordé haberlo
visto, y escuchado en más de una ocasión en las fiestas de los pueblos de la
zona. Vamos que era uno de los castúos del Fredy en cuestión, y aunque a mi
Luis Chamizo me sonaba mas al proceloso sur extremeño, y yo estaba mas en consonancia con el autóctono Gabriel y Galán,
por cierto, otro heterónimo apócrifo del autor del desasosiego, estuve a punto
de preguntarle por que no se habían puesto mejor el mas ajustado nombre de
Fredy y los chinatos, pero me contuve.
En su lugar me estuvo explicando lo realmente difícil que le
fue encontrar alguien que le enseñase los fundamentos y la practica de un
instrumento realmente exótico en nuestro país hasta bien avanzados los años
sesenta, en una cultura basada en el bombo. aka “Tambora”, o en el tamboril del
hombre orquesta, junto a la flauta y la bota de vino, característicos de nuestra
música vernacular. (El tamboril, en el arroz portugués, es otra cosa,
evidentemente).
Le hice ver que una de sus canciones, ampliamente coreada en
las citadas fiestas, la seguía teniendo yo en mi cabeza en la sección de
“silbables para días venturosos” y que me parecía estupenda, era “El twist de
la patatera”.
Ensombreció su rostro, como suele acontecer en los relatos
costumbristas, y chasqueó la boca como hace repetidamente Marcelo en “Divorcio
a la italiana”, aunque sin conseguir idéntico, inimitable, efecto.
Al parecer el tal Alfredo, ahora se llamaba Freddo, se encontraba
haciendo bolos por la costa mediterránea con un nuevo conjunto que denominaba
“Freddo e il suo ragazzi” al que había asimilado las excelentes canciones de
antaño, huérfanas de de padre, apócrifas o mostrencas, al carecer sus autores
del correspondiente carné que los incluía en el ghetto de los silbadores. Pensé
en decirle que sería por eso que yo la silbaba, pero me contuve también.
No solo había expropiado el combo y sus canciones, sino que,
al parecer estaba cambiando el texto, incluso el nombre a muchas de ellas, la
que yo recordaba ahora se llamaba “El twist de la cafetera” y la iban a promocionar
en Italia según había escuchado.
Para mi fue una sorpresa agradable el comprobar que los
músicos de verano, de algún fin de semana y fiestas de guardar, también tenían
su orgullo profesional y querían progresar en aquello tan realmente original
como era el arte de tocar la batería. Estuve por contarle que me encantaba el
solo de Ginger Baker, los diez minutos del “Toad” de los Cream, versión en
directo, pero afortunadamente, me volví a contener.
No he vuelto a ver a aquel compañero de viaje, tan
instructivo para esta afición que me corroe el tímpano, el único que me queda,
tantos años después.
Pero no he olvidado aquel twist, igual que el hermano que está
en Alemania, ganando grandes caudales,
no olvida a su mare ni olvida el nombre de España. (Copla).
Y ahora tengo el disco en mis manos, “Caffettiera twist” de
Marino Marini, y me vuelvo a sorprender con las vueltas que da la vida, con la
de los sufridos compositores anónimos que, efectivamente, comenzaban y
terminaban silbando sus canciones, para acabar siendo el tema musical, el
jingle de algún anuncio de cafeteras en la televisión americana, según los
expertos musicólogos dicen del twist de
la cafetera. Otros establecen su origen allí, en una corta frase musical que después fue un éxito en el billboard en su
versión rock, pasando el charco después.
Como comprenderéis, yo sostengo lo contrario, en este
asunto, y en casi todos, y no obstante, reconociendo los esfuerzos en los
arreglos del señor Marini y la excelencia en las grabaciones italianas de
aquella época, me siento obligado a incluirlo este año como obertura festiva de
nuestro Opus 13 (Aquí lo de opus significa otra cosa, no seáis así).
Aunque debo aclarar las erratas, ya que donde dice
“Caffettiera” debería decir “Patatera” y donde dice “Twist”, debería decir eso
mismo, “Twist”. (Este es de los Luthiers).
Estoy intentando recordar el resto de la letra original, en castúo,
de la que tengo alguna estrofa casi completa, pero hasta que no termine con
ella, no os la voy a dar.
Otra carátula, que tampoco:
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