El combate entre el carnaval y la cuaresma. (Según Bruegel el viejo).
Un weekend gastronómico.(Títulos para elegir).
Aquí, en la bodega, hay que dejar la ironía a un lado para reconocer el lugar donde encuentra uno todas las cosa en su sitio, donde la comida se convierte en un placer verdadero, y donde el local, el servicio y la cocina brillan con tal nivel que solo debemos dejarnos llevar por la luz de lámpara aunque nos quememos las alas, que era de lo que se trataba, al fin y al cabo.
La ensalada de bacalao cumplía a rajatabla el canon, mucho aceite, poca sal y de vinagre nada. Volveré a culpar al aceite si es necesario, pero la combinación era soberbia.
El sorbete introdujo otra variedad que no podía quedar en el ostracismo, el ajoblanco, que era de los mejores que he probado, aunque tenga que culpar otra vez al componente excepcional.
Arroz con rabo de toro. Impecable, considerando que mi paladar asumió que poco de rabo y nada de toro había entre sus ingredientes, y quizás bastante carrillada ibérica, lo que habla del buen criterio del cocinero en excluir esa horterada tópica y más propia de los despachos de despojos cárnicos que de la ambrosía gastronómica con que suelen disfrazarlo. La carrillada tampoco es que ande muy lejos en la escala horteril coronada por el buey de Kobe que, como todos sabemos tampoco es buey ni de Kobe, pero reconozcamos que el plato estaba logrado.
Vamos a lo positivo. Os aseguro que es ciertamente difícil conseguir una ración de arroz en su punto, justo en ese instante imperceptible en que ha superado el estado de al dente para poder ser degustado “a la lingua”, en su justa cantidad para dejar satisfecho al comensal sin la sensación de quedarse corto no la de despreciar dos tercios de su volumen en el caldero, que eso si es pecado. La dosis justa en el plato individual, el más que correcto sofrito de verduras y su aditivo particular, las finísimas hebras de untuosa carne gelatinosa tan hábilmente entreveradas como la grasa nívea entre las vetas sonrosadas del mejor patanegra. Perfecto el pecado capital.
El vino rojo en esta ocasión como la sangre de la tinta fina de la Ribera, otro sorbete de ajoblanco y listos para el fin del capitulo, el helado, que no sorbete, de arbequina.
La bola más prodigiosa y exquisita, de descomunal tamaño, en una primera apreciación para un estomago ahíto, pero cuya adictiva composición me hizo llegar hasta su final, no sin ciertos suspiros contradictorios, entre placenteros y dolorosos, y encontrar tras la última cucharada de helado un crujiente lecho de algo que podrían ser frutos secos y que a esas alturas ya poco importaba, ciertamente, su composición.
Riquísimo broche para cualquier goloso postinero. Y ciertamente no abrochábamos ninguna sesión pecaminosa sin el correspondiente cordial de pedro jiménez.
Inevitable la reflexión de cómo y por qué nos hemos habituado a los helados basados en emulsiones lácteas, cuando no en esas abominables grasas sobrenadantes en el suelo de los mataderos, en lugar de usar cualquiera de las variedades vegetales de nuestros excelentes aceites que además, ya incluyen la fruta, personalizando y glorificando en este caso, su sabor. Quizás no sea tan fácil, desconozco el procedimiento intramuros del cocinero, aunque presumo que el nitrógeno líquido tampoco será imprescindible para lograrlo.
Desde allí, inolvidable bodega a la que pienso volver con prontitud, como promesa evocadora de la que hizo el general Mac Artur al abandonar Filipinas,- en bastante peor condiciones que las mías- al bar de copas, donde unos señores en la puerta de aspecto patibulario, nos hicieron desistir, al no querer acercarnos, ni mucho menos someternos al escrutinio de su presumible bondad respecto a nuestra supuesta capacidad de no ocasionar problemas y si algunos posibles.
Directamente al hotel, donde comenzó aquello que Adamo llamaba “Mi gran noche”, cuando decidí emanciparme. Lo de Adamo era evidentemente, también, una broma.
Aunque los efluvios alcohólicos iniciales fuesen beneficiosos a la hora de imaginar que podría perfectamente seguir los pasos de los personajes de Ferreri y, después de un merecido descanso, continuar con el intento de autolisis.
Pero sucedió, que ya no iba yo “con mi corazón en bandolera”, esa es otra, también de Salvatore. “Con mi ilusión, castillos levanté. Los vi caer, perdí la fe” cantaba el italiano. Pero a mí lo que me sucedió es que pasé toda la noche sentado en el trono sagrado, con las válvulas atascadas, igual que las de Ignatius, el prota de “La conjura de los necios”; con esa sensación de muerte inminente, ese desasosiego acrecentado por la inusual soledad nocturna, tan diferente del espíritu festivo de los Mastroianni, Tognazzi, Picolli y Noiret.
Pero sucedió, que ya no iba yo “con mi corazón en bandolera”, esa es otra, también de Salvatore. “Con mi ilusión, castillos levanté. Los vi caer, perdí la fe” cantaba el italiano. Pero a mí lo que me sucedió es que pasé toda la noche sentado en el trono sagrado, con las válvulas atascadas, igual que las de Ignatius, el prota de “La conjura de los necios”; con esa sensación de muerte inminente, ese desasosiego acrecentado por la inusual soledad nocturna, tan diferente del espíritu festivo de los Mastroianni, Tognazzi, Picolli y Noiret.
Son demasiado para mi. Inútil emular a aquellos que llevan toda una vida practicando el noble oficio de no hacer nada, los inútiles. Ese era Sordi, más cercano y más humano también, en tanto la lástima que te contagia es recíproca.
Somos pequeños burgueses, “Un Borghese Piccolo Piccolo” donde Sordi borda la parábola de Monicelli, desnudando el pequeño monstruo que todos llevamos dentro. Pequeños hasta el nivel de los escasos y esporádicos, a veces minúsculos e insignificantes placeres que llegamos a confundir con la culpa pecaminosa. En mi caso pecado venial, con penitencia impuesta por Ignatius y el firme propósito de la no enmienda, de volver a repetirlo las veces que pueda.
Somos pequeños burgueses, “Un Borghese Piccolo Piccolo” donde Sordi borda la parábola de Monicelli, desnudando el pequeño monstruo que todos llevamos dentro. Pequeños hasta el nivel de los escasos y esporádicos, a veces minúsculos e insignificantes placeres que llegamos a confundir con la culpa pecaminosa. En mi caso pecado venial, con penitencia impuesta por Ignatius y el firme propósito de la no enmienda, de volver a repetirlo las veces que pueda.
A lo mejor es que me estoy equivocando de película desde el principio y debería estar recreando “El festín de Babette” de Isak Dinesen, quien en realidad se llamaba Karen Blixen.
Resulta tan difícil encontrar el tono adecuado a los tiempos que nos han tocado en suerte, en los que hasta la incertidumbre deja de serlo, que uno acaba perdiéndose entre las tascas de su barrio. Va a ser eso.
Salud y buena mesa.
(1).- Si, sí, hay otra artesanía que no es manual. Casi todas las tiendas de artículos artesanos, se dedican exclusivamente al eterno menester de dar gato por liebre. Igual que las innumerables variedades de croquetas caseras, “de la casa” apellidadas, en ocasiones, no son otra cosa que el manojo de pelotillas congeladas procedentes del hiper más cercano. Tiempos.
P.D.- Mención honorífica merece el vermut rojo local. El manojo de hierbas, especias, raíces, frutas, y hasta flores que constituyen la base de su amargor, presididos todos por el ajenjo, tienen aquí la sorpresiva presencia de la canela. Y no es que su presencia en el vermut sea una sorpresa para nadie, es que en esta ocasión cobra un protagonismo absoluto. He guardado una botella para la mesa navideña. Lástima que no pueda daros su marca por aquello de que la propaganda es pecado también. Incongruencias.
P.D.- (2).
Mal llevo que La Mezquita de Córdoba haya dejado, transitoriamente, de ser la Gran Mezquita de Córdoba, para convertirse exclusivamente en Catedral. Pero hasta que no sufro en mis carnes el daño, sigo viéndolo como algo lejano, y ajeno.
Me hicieron quitar el turbante -la gorra- para dejarme entrar. Doloroso el que te obliguen a descubrir la cabeza en el templo de Alá. Doloroso y humillante despropósito. ¿No queda ni siquiera un cominito de tolerancia, de respeto ajeno, de sentido común?
Pienso que alguien debería controlar semejantes desmanes. Si al menos no sería necesaria la figura del inexistente defensor del turista, por defender a alguien. Ya que estamos tan vulnerables como desasistidos, en el momento previo a la única salida previsible, liarnos a tortas y, lo que es peor, castigando excesivamente la única fuente de ingresos que tiene el país, el turismo.
Vale, somos idiotas. Pero mi duda es si resulta saludable que nos lo recuerden tan a menudo.
El hacer extensivo el asunto de las croquetas o la artesanía industriales a la falsedad de los enunciados que mueven nuestra sociedad, ya lo dejo a criterio del lector.
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