El combate entre el carnaval y la cuaresma. (Según Bruegel
el viejo).
Un weekend gastronómico.(Títulos para elegir).
Viene siendo tradicional en los happenings fin de fiesta de
cada civilización moribunda. Los príncipes de la cosa, al ver que el negocio de
estar arriba -de los demás- se vuelve insostenible, deciden quemar sus últimos
cartuchos en frenéticas orgias a sabiendas de que el mundo se acaba justo después
de ellos.
La de Saló, la república de Pasolini, y la de los días finales
del fascismo italiano, que no he llegado a ver por aquello de que el gore me da
pesadillas. Sin ir más lejos las fotos de la momia de Prim me tienen desvelado
desde hace un mes, gracias a los
desgraciados de la prensa facinerosa que nos asuela.
Las del final del Imperio romano debieron ser buenas también,
después de siglos de perfeccionismo en el arte de los placeres, los conocidos y
los otros. Porque, parcos nosotros en dichos menesteres, debemos sospechar que
existen otros, aparte de los que nos tiene prohibido el bolsillo y la santa
madre. Seguro que hay otros.
Posiblemente la desaparición de los mayas, no sería tan
misteriosa ni tan críptica si consideramos que ellos sabían perfectamente
cuando y donde iba a ser el fin del mundo, al menos del suyo, y decidieron
llegar ellos antes por la vía satánica.
Otro pequeño salto temporo espacial, hacia delante, en los
disparates de la humanidad, y nos encontramos, hace bien poco, en la Guyana francesa, a miles de
fieles comulgando con un mortífero sacramento que hizo desaparecer a una
religión completa.
Pero no es de religiones, de disparates, o de invasiones,
sino de placeres de lo que vamos a tratar.
La de Ferreri, La gran comilona, me resultó disparatada, exagerada y, sobre
todo poco placentera, por lo que la tengo en el cajón de las barrabasadas de
nuestro buen Azcona, como uno de esos extraordinarios esperpentos cuya osadía
quedaba fuera del alcance de Berlanga, el otro beneficiario de los guiones de
Don Rafael.
El tema de los cuatro amigos que se encierran entre viandas
para morir comiendo, resultaría excesivo si no fuese considerado como una
parábola surrealista de cierto modo de decadencia en la que, querámoslo o no,
estamos inmersos.
Ahora bien, si consideramos que la situación en que nos
despertamos cada día tiende sospechosamente a parecerse a las de los tiempos de
irás y no volverás, no tiene nada de extraño que algunos, un servidor entre
ellos, decidan probar la experiencia de abandonarse a los placeres hasta
sucumbir si fuese preciso.
Dos incisos o excepciones confiscatorias. El primero es el
de los placeres ignotos que, como tales, quedan en el limbo que, tampoco es lo
que era. El segundo es el referido a los de la carne. La verdad es que la Andrea Ferreol del film tampoco
me sugiere la tentación de arrojarme de cabeza por el tobogán de eros, y conste
que no es cosa de clasismo ni de sexismo, es que no, y ya está.
Nos queda pues el único pausible, y además barato, el de la
comida.
Y ahí lo hemos intentado, la verdad. En grupo, como los
compis de Ferreri, y en una formula de non stop eating, habituales en los fines
de semana para funcionarios de clase media, aburridos y felices, como nosotros.
Lo cierto es que, como la vida, la primera parte suele ser
divertida. Probar sabores nuevos, comparar, y sujetar un bocado en la mano
mientras la vista se ocupa del siguiente y la boca con el anterior.
El estómago, agradecido en los compases iniciales transmite
una inequívoca euforia que se contagia fácilmente entre los comensales.
El catalogo, aparentemente interminable, de los
festivales-concursos de tapas, ofrece una manera asequible de iniciar lo que no es
otra cosa que un suicidio asistido, tolerado y alegal, aunque en realidad,
después de la sexta tapa –no confundir con el humilde pincho- suele aparecer
cierta sombra de monotonía.
Si bien sigues deglutiendo festivamente las premiadas en el
año, comienzas a encontrar semejanzas y componentes reiterados. El ubicuo queso
de cabra en su versión rodaja sobre loncha de baguette, la cebolla confitada y
el paté en sus múltiples formulaciones, incluso el foie con la inefable- a mi
me da risa, pero me sigue pareciendo rico- reducción del Pedro Jiménez.
Todas las golosinas se repiten en combinaciones de tres en
tres, permutaciones que no ocultan las limitaciones de sus “creadores”,
dulcificadas no obstante por sus buenas intenciones.
En nuestro caso hubo otro elemento, oriundo, que establecía
la línea territorial propia de los canidos-humanos, ahora llamados
nacionalistas, fue el salmorejo, del que tuve el gusto de probar cuatro o cinco
variedades diferentes que me parecieron excesivamente similares, por no decir
idénticas y sospechosamente procedentes de esa maquinita domestica que elabora
todo tipo de comida sofisticada y que se llama vaporetta . ¿O es thermomix?
Reconozco que uno de ellos, el último, tenia textura propia
de la artesania manual (1), si es que todavía eso existe, y cierto
recubrimiento oleoso, como si sudase la madre del cordero que en este caso es
el oliva cordobés prestando enjundia, la
mitad, a su gastronomía.
La otra mitad es obvia, el moriles, en sus escalas desde la
rama al sublime aclarado en veinte etapas, que no tiene que envidiar a las del
fino jerezano, en cuanto ambos son hermanos.
Claro que el salmorejo fue el equivalente a esos helados que
en las posadas de cierto prestigio nos suministran con el nombre de sorbete
para que el paladar no mezcle la carne con el pescado o viceversa. Sorbete de
salmorejo y rabo de toro, sorbete de salmorejo y flamenquín, y así hasta el
¡Ay! Que marcaba el final del primer asalto.
El segundo no se hizo esperar, la tarde se fue entre
gintonics que no fueron el ingrediente digestivo o carminativo que sería
presumible para sus componentes propios de refresco tánico, que para lo único que
sirvieron fue para abreviar el tiempo muerto entre abrevaderos.
Y reconozco que esa barbaridad a la que llamamos cena, y que yo había conseguido desplazar de mis hábitos cotidianos mediante el canje por un yogurt (125 gramos): 45 kcal, 5,8 gramos de proteínas, 5,4 gramos de hidratos de carbono preferiblemente natural, con la excepción del de sabor a fruta que lo reservo para los festivos, esa barbaridad me pareció un medio excelente de profundizar en el proceso de discreta eutanasia activa a que me estaba sometiendo.
Y reconozco que esa barbaridad a la que llamamos cena, y que yo había conseguido desplazar de mis hábitos cotidianos mediante el canje por un yogurt (125 gramos): 45 kcal, 5,8 gramos de proteínas, 5,4 gramos de hidratos de carbono preferiblemente natural, con la excepción del de sabor a fruta que lo reservo para los festivos, esa barbaridad me pareció un medio excelente de profundizar en el proceso de discreta eutanasia activa a que me estaba sometiendo.
(Continuará).
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