¿Viene galerna?
Mediodía de un veraneo en Fuenterrabía. Playa pequeña y profunda, por aquello de las mareas
del Cantabrico, y atestada de familias ejerciendo su más que razonable
aspiración de recoger yodo y vitamina D para los meses oscuros. No se mueve
nada, ni las bolsas vacías que antes fueron de patatas fritas, ni la melena de
la rubia que tengo sentada en la visual más inmediata, y que tanto enriquece el
panorama canicular. El chapoteo de los alejados bañistas se vuelve inaudible en
la distancia y los cuatro chavales vestidos de neopreno que sujetan sus tablas
con evidente desdén, parecen puestos allí
por las autoridades turísticas para indicar a los visitantes que están en una
de las zonas surferas más importantes, la “mejor” del país.
Uno se adapta a la monotonía, a la repetición cotidiana de
la rutina estival que, dentro de una hora escasa lo conducirá a al chiringuito
de Arguiñano, a disfrutar de un par de croquetas y a continuar placidamente desconectado del reloj que
nos machaca el resto del año con su tic tac implacable.
En esas estaba, cuando una señora, de volumen y edad
discretamente avanzados, emerge de entre los cuerpos yacentes de las primeras filas, y
avanza veloz en dirección perpendicular al borde marino arrastrando sombrilla, bolsos y
demás adminículos playeros. Pero mi abotargada mente y mis ojos entrecerrados
por el sudor no la vieron así. Vieron más bien al
predicador de “Moby Dick”, al Orson Welles recitando las doctrinas que el Viejo
Testamento intenta inculcar a los hombres para su salvación.
Tal que así fue. La buena mujer solo dijo una frase de dos
palabras, con una voz tan poderosa y en un imperativo tan implícito en ellas,
que causó una inmediata deflagración en el público a quien iba dirigida, que no
era mi caso: !Viene galerna!.
Y como las fichas de dominó en esos juegos habilidosos en los
que la primera en caer arrastra la siguiente y las filas se bifurcan dos o tres
veces hasta que en pocos segundos no queda ninguna en pie, así quedó la playa
en menos de un minuto, mientras me preguntaba como aquella gente podía ser tan
obediente, o tan creyente, a la voz de una profecía aparentemente disparatada.
El cielo estaba esplendido y el horizonte sobre el mar ofrecía, a mi
inexperiencia, la promesa de una extraordinaria tarde, de una segura siesta
bajo el sol vasco.
Dicen los sabios que el pánico es contagioso y que las masas
obligan a sus integrantes a hacer cosas, a veces disparates, que jamás harían individualmente.
Ello es cierto. Y en este caso, aunque la apuesta era fácil de cubrir, y el arriesgarse
a desvelar el farol del oponente, parecía un riesgo llevadero, lo cierto es que
me dejé arrastrar por aquella multitud y justo al llegar al paseo marítimo -del
que luego descubriría las heridas producidas en él, por aquel fenómeno, insólito para mí, y más
que frecuente en aquella latitud- al llegar a la zona urbana, comencé a
sentir los efectos del aguacero sobre un veraneante, es decir sobre quien no
está `preparado para semejante eventualidad, el baño en ducha y no en
pediluvio, y con la ropa puesta. Afortunadamente la ropa veraniega es ligera,
de fácil y rápido secado, y más afortunadamente todavía resulta agradable el
frescor producido por ese amable remojón en la hora más cálida del día. La botella
medio llena, siempre.
Solo que la memoria me recuerda de vez en cuando a aquella
señora, y a su extraordinaria profecía: !Viene galerna!.
Y no pocas veces le he dado vueltas al asunto. El fiarnos de
las advertencias, de los consejos, que nos ofrecen los que saben más, los que
tienen esa cualidad extraordinaria llamada experiencia, que no se adquiere
gratuitamente con el transcurso del tiempo, sino que requiere además la
aplicación de un don, innato para algunos, al que llamamos sabiduría.
Evidentemente, aquella buena mujer estaba recibiendo señales celestes,
invisibles para los profanos, y estaba habituada a esquivar las consecuencias
en la demora de la integración activa de aquellas señales. Era sabia, sin duda,
pero además era buena. Podía haberse marchado discretamente dejándonos expuestos
a la tormenta, y no lo hizo. Parte del reflejo, de la alerta sobre su seguridad
propia, se volcó instantáneamente en la transmisión fehaciente de la necesidad
colectiva de protección frente al tsunami.
Otras veces pienso que, en el caso de que ella no hubiese
avisado, lo habrían hecho otros, al fin y al cabo esa experiencia y esa sabiduría,
incluso la generosidad, si no innata, es o debe ser, prefiero pensar, frecuente
entre los paisanos.
Lo cierto es que mi estupefacción ante la aparente estupidez,
basada en la ignorancia del observador -como casi todas las estupideces- se transformó
en admiración y también en agradecimiento en aquella ocasión, y como, no pocas
veces, he deseado que esta anécdota me volviese a suceder en la vida. En no
pocas ocasiones y en diversas facetas de esto que suelo llamar supervivencia,
me habría venido de maravilla.
Incluso ahora mismo, en el asunto que a todos nos agobia de modo inmisericorde, me debato
entre la duda de si debemos esperar, seguir esperando, el aviso de algún alma
caritativa que nos grite, a los sordos, aquello de “Viene galerna”, o si bien ya lo ha dicho, lo
ha gritado un montón de veces, hasta quedar afónica la pobre mujer, y nosotros seguimos
negándonos ante la evidencia, ante el color del cielo que, no es que ya no
presagie nada bueno, es que su súbita descomposición , la repentina
metamorfosis del aire en agua torrencial, no nos va a dejar otra escapatoria
que la de arrepentirnos de nuestra inacción, bajo la ropa empapada, a sabiendas
de que la ropa en invierno suele acumular mucha más agua, y que ese otro
eufemismo, la sensación térmica, con el que intentamos ocultar el frio que
llega a los huesos, que suele anteceder -otro
profeta- a la neumonía, no nos va a dejar
escapatoria.
De la sanidad, de los
antibióticos gratuitos, urbi et orbe, mejor me callo.
Claro que tampoco me preocupa acertar o equivocarme. Al
parecer el resultado es intrascendente, cuando nadie está dispuesto a abandonar
la playa.
Solo me queda la duda :
¿Viene galerna?
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