(Visita al Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, en su
versión CAAC. Siglas que,
sorpresivamente, no encierran ningún significado relativo a las comunidades autónomas, o quizás si. Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Aunque uno es más de museos y lo de
centro lo deja mejor para las ciudades y para la cosa de la gravedad que, también
la tenemos perdida).
La película de “Dustin Hoffman” de 1971, aunque la dirigiese
Ulu Grosbar, es una auténtica y aborrecible piltrafa, de las que de vez en
cuando nos colocan para hacernos ver lo excelentes que son las demás, es decir
las discretamente normales. Aquí, obviamente la titularon “¿Quién es Harry
Kellerman? Y, por una vez el titulo estaba ajustado al original, la única lástima
es que detrás de las preguntas, a veces, se despierta el interés del espectador
que intenta descubrir la respuesta y… cae en la trampa.
Ai Weiwei, de quien yo conocía su imagen de disidente chino,
de activista tocapelotas, y poco más, expone en Sevilla. Y allí me planto, en las instalaciones de la Cartuja, que por si
sola merecen una tarde de febrero, y cuyo planteamiento cultural es comparable
al de cualquier gran museo “moderno”, sinónimo de “no rectangular” “no tabicado”
no basado en “la excelente marquetería de nuestros artesanos de la cosa”. Totalmente
a ras del suelo, sin escalera alguna, y con añadidos propios y exclusivos
del barroco andaluz. No desmerece en
absoluto de los estuches que los arquitectos Pritzker suelen elaborar para los museos
de las ciudades pudientes, verbigratia, las nuestras hasta antesdeayer.
Como en el cartel encontré el nombre de una vieja amiga “Agnés
Varda”, junto al del chino, y al de otros artistas de apellidos sospechosamente
parecidos a los de algún cargo político, no dudé en aprovechar la ocasión para
aprender, para quizás deslumbrar la mente adormecida por las carencias luminicas
invernales, y en todo caso descubrir quién es AI Weiwei.
Y hay que reconocer al artista, que lo es, por encima de la
hojarasca mediática, que interesadamente, o no, rodea su figura.
Cuatro pinceladas sobre su obra, finas o gruesas, como ella,
es lo que nos ofrecen allí. Una extraordinaria lámpara caída en el suelo que
simboliza, que evoca, que insinúa aquello que el artista nos quiere revelar,
(Duchamp dixit) mucho más allá de la figura de un farol abatido que, sin embargo
sigue funcionando, a tenor de las innumerables halógenas que alumbran su
interior. Otras salas, otros temas. Porcelana china en su versión gigantesca.
Piezas enormes en tamaño y sencillez que .no obstante recogen los rasgos de la
tradición vernácula en su forma y sobre todo en su color. Otras de cerámica vidriada tradicionales, y algunas “ex
novo” que en lenguaje de comisario artístico quiere decir que no tienen
utilidad alguna, salvo la de ser expuestas, y que contrastan con los
recipientes domésticos, procedentes de hallazgos arqueológicos de la dinastía
tal o cual, y vidriados de nuevo por el artista con colores primarios y siempre
con solo uno de ellos (como el parchís).
Quizás la parte más espectacular de la muestra sean las
docenas de vasos de porcelana alineados en formación, sobre el suelo, como los
guerreros de terracota, y que están parcialmente decorados con dibujos alusivos
a cierta figura legendaria de su país. El componente Ai Weiwei es la especial
distribución de las piezas, ya que la ubicación espacial de cada una respecto al
conjunto logra dar identidad y movimiento al grupo de vasijas, en tanto que al
desplazarse el espectador alrededor de la muestra observa cómo cambia su
aspecto, y no solo el color, y como este
cambio está dirigido por el tiempo, el ritmo en los pasos del observador.
Curioso y espectacular, el resultado.
Evidentemente el arte moderno exige a los artistas algo más,
algo nuevo, que no estaba presente en sus predecesores, y en ese aspecto Weiwei
merece el adjetivo.
Otra de sus obras características, las tres toneladas de pipas
de girasol esparcidas en el suelo de la Tate Gallery, y ahora parcialmente
recogidas en el de una de las capillas de la cartuja, comienzan a dejar de ser
una broma para el visitante, cuando nos explica el significado, otra vez el
simbolismo, de las flores del girasol girando alrededor del astro rey, Mao, y
cuando nos muestra , y demuestra, que cada una de ellas es una preciosa pieza
de porcelana china elaborada por expertos artesanos, por sus familias , por un pueblo entero que ha podido
mejorar sus condiciones vitales, mediante el trabajo proporcionado por este
moderno faraón que en lugar de pirámides, ordena la producción de millones de
pipas de porcelana que van a cubrir el suelo de los museos occidentales. Una
chica, pintora de las líneas grises verticales que caracterizan las pipas de
girasol, refiere muy contenta, haber recibido tres mil yuanes a cambio de su
trabajo, mientras Weiwei medita, en voz alta, la posibilidad de iniciar otra
obra similar en el sentido de generar trabajo para su gente.
Y aquí, en la palabra, comienza la otra cara, el auténtico
rostro de Ai Weiwei, los documentales expuestos, sobre la realización de estos
trabajos - excesivo el de casi tres horas de duración- sobre su presencia en la
Documenta de Kassel, en la que trasladó, o más bien creó, un pueblo chino de
mil y pico habitantes dentro del recinto de la documenta, logrando que durante
una semana estos viviesen lo más parecido a un cuento de hadas, salir
viajar, conocer... O la entrevista
realizada por la televisión americana en la que , ausentes las preguntas, solo
el rostro y la voz del autor, nos hace ver, en treinta minutos , la distancia
sideral que puede existir entre lo que podemos apreciar como piezas artísticas,
solidas, de una exposición, y la tremenda figura, la enorme capacidad
intelectual, es decir moral, del artista.
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