Supongo también, que la edad no importa, y aunque
importase, estaría en la misma penumbra, en la misma zona borrosa donde los
detalles se hacen tan difusos que, el de los años cumplidos por el espectador
debutante no resultará significativo.
A fin de cuentas cuando comenzamos a
tener discernimiento de nuestra propia edad, es en ese momento, indefinido
también para cada uno, en el que toda la primera infancia queda atrás, en
conjunto, en el limbo de un tiempo
escasamente percibido por la consciencia, y por tanto inclasificable
cronológicamente. Supongo que tendría yo una edad cercana a la de los sujetos
anteriores, probablemente.
Sucede que durante muchos años, la sola mención de
la palabra cine, película, fila número siete, o pantalla, ha despertado, y lo
sigue haciendo, una imagen, una secuencia inconclusa, o quizás sincopada, entre
otros planos olvidados, de un circulo luminoso recorriendo las fachadas, o
quizás tejados, de una ciudad. Circulo similar al de una linterna, cuya blanca
proyección en las paredes, dirigida por mi mano, ha buscado muchas veces
inconscientemente el complemento, la silueta humana que intentaba huir del rayo
luminoso, la de un hombre intentando escapar de los proyectores policiales,
supongo, y que brevemente mostraba el rostro del sujeto, vuelto hacia el
espectador, la mirada dramática del que no puede escapar de un acoso, de una
cacería contada desde el punto de vista de la pieza antes de ser abatida.
Este ha sido el leit motiv, el macguffin, durante
toda mi vida consciente, la búsqueda del
título de aquella película, hasta ahora desconocido.
Claro que con esos datos cualquiera puede
adivinarla, cualquiera que bucee en la enciclopedia del cine, y pueda ver, una
por una, las cincuenta o cien mil películas que aparezcan en el listado de la
filmoteca de Alejandría, y encontrar la
secuencia en cuestión, encajándola en el hueco fetén que la memoria, sección
imágenes confusas, guarda para ella.
He optado, prudentemente, por dejar pasar el tiempo, con cierta dulzura y
algo de pesadumbre, y así permitir azarosamente que el hilo de Ariadna, o el de Obdulia, la
acercasen hasta mí.
Era en blanco y negro, los sueños lo son, y las
miles de horas transcurridas en la sala oscura, eso que llaman experiencia, me
han ido orientando hacia una imagen teatral, un rostro característico de la
tragedia, un actor clásico, escena dramática, bajo las luces de la iluminación
expresionista. Las luces, los fotógrafos que forjaron el cine de los años
cuarenta y cincuenta, la génesis del cine que conocemos.
Buscaba esa secuencia en los centenares de películas del cine negro, americano, francés, e incluso del neorrealismo italiano.
Me pareció encontrar el camino al evocar las escenas nocturnas, y las subterráneas, de “El tercer hombre”, y tuve que verla, volver a hacerlo, un par de veces con detenimiento, para comprobar que no, que allí no estaba y que, sin embargo juraría que…
No es fácil, no lo ha sido, debido a las
limitaciones que hasta hace bien poco, hemos tenido los interesados en asuntos
del séptimo arte, a la hora de revisar cualquiera de esos cien mil títulos. A
nuestra disposición los doscientos de rigor , los pequeños clásicos de las
reposiciones televisivas y la limitada videoteca del vhs casero. Una isla, casi
deshabitada en el océano del celuloide.
El actor, por antonomasia, del cine negro
expresionista, Peter Lorre, no encajaba en mi sueño, su papel de protagonista
perseguido entre las sombras de la noche, “M”, lo hacían candidato, pero su
rictus de malvado, perfecto en las ocasiones que así lo requerían, siempre me
pareció tan forzado como el de los payasos bajo la pintura, como el de las
máscaras del teatro griego que anulan a los actores cuya gesticulación
permanece tan inútil como invisible. No era Peter Lorre, no. Debía, debe ser,
el rostro de cierto actor con registros faciales suficientes para, en esa breve
mirada hacia el espectador, secuestrar su interés, y atraparlo entre el antes y
el después de la historia.
Pero la sospecha inicial, la del obeso incipiente,
el Welles semioculto tras las esquinas de Viena, me seguía rondando. Aquella
imagen soñada podría pertenecer a Carol Reed, a él o a su fotógrafo.
Y ha sido al conseguir ponerme en pie, bajo el
aluvión de películas que la web ha puesto a mi alcance, cuando he visto algo de
luz, en el túnel de este suspense que dura ya tanto tiempo. Carol Reed dirigió
poco antes que “The third man” o “El tercer hombre”, solo un par de años antes,
otra película de ambiente, y escenario similar, con el mismo fotógrafo, Robert
Krasker, y con título casi idéntico, “Odd man out” “El hombre en discordia” que, lógicamente se
tituló “Larga es la noche”- para hacer lo de siempre con la marrana- y con un actor protagonista, James Mason que
sí, que bien podría ser el sujeto en cuestión.
Y aquí aparecen dos epílogos que intentan cerrar el proceso investigador.
El primero hace referencia, bien merecida, a James
Mason.
Si alguien duda a estas alturas de sus méritos para estar en el olimpo de
los sueños, solo tiene que contemplar los primeros cinco minutos de “Lolita”.
En ese breve prólogo, tanto Mason como su antagonista Peter Sellers, y el
director que inventó la escena, Kubrick, han subido instantáneamente todos los peldaños que llevan hasta la gloria
cinematográfica. Dos actores,
británicos, como los Caine y Laurence Olivier de “La huella”, que vuelven a
mostrar la necesidad de reconocer el teatro como fuente imprescindible de ese
oficio.
El segundo, y termino, es el de tener ahora, guardada en el disco duro, y en DVD
como copia de seguridad, y no al revés,- paradojas de los nuevos tiempos- la
película en cuestión “ Odd Man out”, procedente de la edición Blue Ray de
“Criterion Collection”. El tenerla en mis manos y el no atreverme a buscar y, seguramente
encontrar, la primera escena
cinematográfica que recuerdo haber visto
y que hasta hora, ha permanecido como un misterio gozoso.
¿Qué haríais vosotros? ¿Atreveros a comprobar la
certeza de la sospecha, y con ello cerrar el círculo?
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