Arquitectura de bolsillo, y otra no tanto, esculturas
innumerables extraídas de un catalogo tan vasto que excede la capacidad de la
imaginación más exagerada, y senderos de piedra, caminos de hierba, musgo, árboles,
esqueletos arbóreos en una selecta variedad de caducifolios que , supongo,
invitan a los residentes a , de alguna manera,
repetir el anual ciclo vital de la naturaleza. En estas fechas toca
réquiem, evidentemente. Ramas altas y desnudas, cubriendo el horizonte visual
con una trama persuasiva, que nos obliga
a contemplar la ciudad viva, a través de un saco de arpillera con los nudos
separados lo justo para hacernos comprender que allá abajo existe otro mundo,
pero que es inaccesible.
Lo curioso es que ese adiós, no me resulta evocador de ese
tiempo finito, al que llamamos vida, que antecede a la muerte. Ese adiós es a
la vanidad humana, a la temeridad de creer que con un mausoleo lujoso se puede
desafiar, e incluso vencer, nuestro destino insignificante. Los barrios,
ciudades enteras de criptas, panteones, templos votivos dedicados a los semidioses
allí enterrados, están cubiertos de esa pátina inevitable que marcan el momento
indefinido en que las antigüedades – más de cien años según los comerciantes de
la cosa- dejan de serlo. El instante ese en que pasan de ser objeto de
admiración, y en mi caso de reflexión, a la más pura y estricta nada.
Templos individuales, o familiares, en piedra, con figuras
en mármol, en bronce, y abarcando todos los estilos recogidos en cualquier enciclopedia del arte
universal. Todos ellos, o casi todos, en estado semirruinoso, arrumbados sobre
el vecino, a punto de hundirse en un terreno blando bajo el que ningún
postulante de la eternidad, pensó la conveniencia de establecer una cimentación
mínima que soportase diligentemente el peso de la vanidad y el paso de los
siglos, de un par de ellos al menos.

Yo añadiría el corolario intuido ante el presente aspecto del
Pere Lachaise; mueres realmente cuando tus deudos, siguiendo la inevitable vía
del calatraveño, la de las estrellas, han seguido tu camino y, necesariamente
han dejado de cuidar estos templos de la memoria, estas muestras de la soberbia
humana que mas pronto que tarde terminaran confundiéndose con la superficie
natural del terreno, desapareciendo en esta colina del adiós, del más definitivo
de los adioses.
Figuraos hasta donde puede llegar la arrogancia, la
fachenda, como diría Pla, de nuestra
civilización ( y hablo de la ciudad que presta sentido a esa palabra durante
los tres, o cuatro últimos siglos, París) que todavía pueden leerse en gran
cantidad de estas construcciones en trance de dejar de serlo, el cartel, la
leyenda, a veces metálica, a veces tallada en piedra “Concession perpetuelle”,
es decir concesión a perpetuidad que, supongo, está relacionada exclusivamente
con el desembolso que los seres queridos – leed “The loved one” de Evelyn
Waugh, para mejor comprender, y disfrutar, que de todo tiene- aportaron a la
autoridad competente en el asunto este de la inmortalidad. Hay otra concesión
menos onerosa, que es prácticamente invisible, por rara, en este cementerio, la “Concessión perenne” que limita la
duración de la infinitud a treinta o a cincuenta años, según la generosidad de
los derechohabientes. Por más que el concepto que yo tengo, o tenia hasta
ahora, de eterno y de perpetuo era el de sinónimos, pero nunca es tarde para
aprender.
Por lo demás la impresión, que se viene conmigo, es la del
dolor de estómago, esa comezón gástrica propia de los cambios de estación
climática, aunque intente atribuirla al
resultado de los excesos del estilo remordimiento sobre el esquema estético
previsto para un lugar que, por otra parte, derramaba paz , en verdad infinita
esta vez, sobre los escasos caminantes que ejercitábamos las piernas -y el
corazón- a lo largo de esos senderos circulares que conducen irremediablemente
, y afortunadamente, a la puerta de entrada.
Si la vanidad y la soberbia, la fatuidad del ser humano es
la idea que me sugieren aquellos que se niegan a aceptar lo inevitable, no
resulta más caritativa la idea que me inspiran la mayoría de sus visitantes,
los grupos organizados, las visitas guiadas, o los mitómanos desenfrenados que
, en días propicios para ello, recogen en la entrada el listado de celebridades
allí alojadas, y hacen el protocolario recorrido en el que no falta el
bolígrafo en la mano, ni el aspa en cada nombre, en cada cuadro, en cada sala
de este museo de los horrores, donde el terror no está en las obras de arte, ni
en lo pacifico de sus habitantes, que algunos lo fueron, en vida, sino en la
interminable hilera de esa especie odiosa en la que, todos nos hemos
convertido, inmisericordes turistas.
Pensé en Simone Signoret (2), en sus ojos pequeños y
achinados, como los del Valderrama, y en
el esbozo de sonrisa que puede todavía - milagro del cine, mediante - hacer perder la cabeza, y el corazón, al
espectador.
Pensé en el macabro muro de los mártires, justo en la cima
de la colina, donde fusilaron a los centenares de supervivientes, de entre los millares
de ejecutados durante el epílogo de la comuna parisina. Héroes o terroristas,
da igual, no les faltan flores, supongo. Y la historia no les puede negar el
merito de intentar cambiar las condiciones de vida, el contrato social hecho
trizas por los responsables de mantenerlo. Podemos aprender, siempre podremos
aprender de la experiencia ajena.
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