martes, 26 de marzo de 2013

La colina del adiós.- (El Pere Lachaise).- (2)




 

Arquitectura de bolsillo, y otra no tanto, esculturas innumerables extraídas de un catalogo tan vasto que excede la capacidad de la imaginación más exagerada, y senderos de piedra, caminos de hierba, musgo, árboles, esqueletos arbóreos en una selecta variedad de caducifolios que , supongo, invitan a los residentes a , de alguna manera,  repetir el anual ciclo vital de la naturaleza. En estas fechas toca réquiem, evidentemente. Ramas altas y desnudas, cubriendo el horizonte visual con una trama  persuasiva, que nos obliga a contemplar la ciudad viva, a través de un saco de arpillera con los nudos separados lo justo para hacernos comprender que allá abajo existe otro mundo, pero que es inaccesible.
 
Lo curioso es que ese adiós, no me resulta evocador de ese tiempo finito, al que llamamos vida, que antecede a la muerte. Ese adiós es a la vanidad humana, a la temeridad de creer que con un mausoleo lujoso se puede desafiar, e incluso vencer, nuestro destino insignificante. Los barrios, ciudades enteras de criptas, panteones, templos votivos dedicados a los semidioses allí enterrados, están cubiertos de esa pátina inevitable que marcan el momento indefinido en que las antigüedades – más de cien años según los comerciantes de la cosa- dejan de serlo. El instante ese en que pasan de ser objeto de admiración, y en mi caso de reflexión, a la más pura y estricta nada.

Templos individuales, o familiares, en piedra, con figuras en mármol, en bronce, y abarcando todos los estilos  recogidos en cualquier enciclopedia del arte universal. Todos ellos, o casi todos, en estado semirruinoso, arrumbados sobre el vecino, a punto de hundirse en un terreno blando bajo el que ningún postulante de la eternidad, pensó la conveniencia de establecer una cimentación mínima que soportase diligentemente el peso de la vanidad y el paso de los siglos, de un par de ellos al menos.

Recuerdo la sentencia que establece la duración de la vida justo en el tiempo que permanecen  sobre la tierra nuestros seres queridos, aquellos a los que precedimos, mientras nuestro recuerdo permanece en ellos, y ni un minuto más. Una vez desaparecidos los portadores de la memoria, del afecto, sobre el individuo, este se diluye entre las gotas de lluvia, por más que estos pretendan con costosos y faraónicos chalets en miniatura y sin adosar, pagar las deudas afectivas, y de las otras, con sus ancestros.  Ruinas inminentes, las de Itálica famosa, -Ay Fabio, que dolor-

Yo añadiría el corolario intuido ante el presente aspecto del Pere Lachaise; mueres realmente cuando tus deudos, siguiendo la inevitable vía del calatraveño, la de las estrellas, han seguido tu camino y, necesariamente han dejado de cuidar estos templos de la memoria, estas muestras de la soberbia humana que mas pronto que tarde terminaran confundiéndose con la superficie natural del terreno, desapareciendo en esta colina del adiós, del más definitivo de los adioses.

Figuraos hasta donde puede llegar la arrogancia, la fachenda, como diría  Pla, de nuestra civilización ( y hablo de la ciudad que presta sentido a esa palabra durante los tres, o cuatro últimos siglos, París) que todavía pueden leerse en gran cantidad de estas construcciones en trance de dejar de serlo, el cartel, la leyenda, a veces metálica, a veces tallada en piedra “Concession perpetuelle”, es decir concesión a perpetuidad que, supongo, está relacionada exclusivamente con el desembolso que los seres queridos – leed “The loved one” de Evelyn Waugh, para mejor comprender, y disfrutar, que de todo tiene- aportaron a la autoridad competente en el asunto este de la inmortalidad. Hay otra concesión menos onerosa, que es prácticamente invisible, por rara, en este cementerio,  la “Concessión perenne” que limita la duración de la infinitud a treinta o a cincuenta años, según la generosidad de los derechohabientes. Por más que el concepto que yo tengo, o tenia hasta ahora, de eterno y de perpetuo era el de sinónimos, pero nunca es tarde para aprender. 

Por lo demás la impresión, que se viene conmigo, es la del dolor de estómago, esa comezón gástrica propia de los cambios de estación climática, aunque intente atribuirla  al resultado de los excesos del estilo remordimiento sobre el esquema estético previsto para un lugar que, por otra parte, derramaba paz , en verdad infinita esta vez, sobre los escasos caminantes que ejercitábamos las piernas -y el corazón- a lo largo de esos senderos circulares que conducen irremediablemente , y afortunadamente, a la puerta de entrada.
 
Si la vanidad y la soberbia, la fatuidad del ser humano es la idea que me sugieren aquellos que se niegan a aceptar lo inevitable, no resulta más caritativa la idea que me inspiran la mayoría de sus visitantes, los grupos organizados, las visitas guiadas, o los mitómanos desenfrenados que , en días propicios para ello, recogen en la entrada el listado de celebridades allí alojadas, y hacen el protocolario recorrido en el que no falta el bolígrafo en la mano, ni el aspa en cada nombre, en cada cuadro, en cada sala de este museo de los horrores, donde el terror no está en las obras de arte, ni en lo pacifico de sus habitantes, que algunos lo fueron, en vida, sino en la interminable hilera de esa especie odiosa en la que, todos nos hemos convertido, inmisericordes turistas.

 

Pensé en Simone Signoret (2), en sus ojos pequeños y achinados, como los del Valderrama,  y en el esbozo de sonrisa que puede todavía - milagro del cine, mediante -  hacer perder la cabeza, y el corazón, al espectador.
Pensé en el macabro muro de los mártires, justo en la cima de la colina, donde fusilaron a los centenares de supervivientes, de entre los millares de ejecutados durante el epílogo de la comuna parisina. Héroes o terroristas, da igual, no les faltan flores, supongo. Y la historia no les puede negar el merito de intentar cambiar las condiciones de vida, el contrato social hecho trizas por los responsables de mantenerlo. Podemos aprender, siempre podremos aprender de la experiencia ajena.




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