Una de las características, necesarias pero no suficientes,
de las obras maestras, es la de tener múltiples lecturas. No expresamente
diferentes para los distintos espectadores, pero si en tanto que, las
revisiones, las nuevas audiciones o lecturas, nos permiten descubrir ciertas
virtudes que habían pasado desapercibidas en las anteriores.
Me ha sucedido con
Stabat Mater, la de Pergolesi. Un
oratorio alegre y placentero, contradictorio con las lamentaciones esperadas en
cualquier misa de difuntos. Y no es que las de Corelli o Vivaldi sean más
tristes, que tampoco, pero es que la sencillez y el encanto de los dúos entre
la soprano y la mezzo y la brevedad de los doce temas que la componen, me
debieron resultar subconscientemente análogos al de los habituales doce cortes de cualquier disco, larga duración,
de los grupos vocales, especializados en armonías; como pudieran ser Turtles, The
Tremeloes, S & G, o incluso Crosby Stills, Nash and Young, los pata negra
de las voces celestiales. Mamas and the Papas merecen un aparte, supongo.
Solo cuando sonaba el final, el breve amén, me reencontraba
con la realidad de estar escuchando el consuelo para una madre dolorosa, en
versión de un músico barroco como Giovanni
Pergolesi, 1710-1736, y solo las delicias vocales del dúo femenino permanecían
en el recuerdo, sección despensa musical para tiempos de sordera,.
Ahora he vuelto a disfrutarla en la capilla del convento de
San Leandro, con una acústica y un escenario majestuosos, retablo rococó comme
il faut, y con la particularidad de que la orquesta queda reducida al armonium
en las manos del organista titular, y ahí me has dado, amigo mío.
Cada tema, cada corte, goza de un preludio instrumental,
igualito que en todas las coplas, en toditos los discos de mi vida, y en cada
uno de ellos he podido reconocer melodias que luego pasarían a convertirse,
teclado Farfisa mediante, en grandes éxitos
de la música popular italiana de los años sesenta y, por extensión, de la
nuestra.
Que cosas. Anonadado. Ni he preguntado a las monjitas por
las yemas del santo. He vuelto a casa con la misma faz rubicunda de los
angelitos, innumerables, del retablo, y una cara de bobo que, afortunadamente,
he podido mantener durante una semana. Droga dura.
Y la constatación de que todo está inventado desde siempre. Y
que a pesar de ello, otros vendrán que se creerán inmortales cuando los que lo
fuimos, ahora abominamos. Que cosas.
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