No hay para mi, perdiz que los iguale. (Los nabos, según Quevedo).-
No tuvimos que esperar, afortunadamente, a que preparasen la
mesa desocupada pocos segundos antes. Y digo afortunadamente, porque veinte
minutos después continuábamos esperando la puesta en marcha del ritual. Mantel,
cubiertos, y carta.
El panorama visual
era tan extraordinario que hasta olvidamos el motivo de principal de nuestra
visita. Las sombras de las nubes bailando en la superficie del lago, y la banda
de patos desplazándose lentamente hacia el Sur, nos tuvo entretenidos
dilucidando si eran empujados por la brisa o si los palmípedos, ellos, ayudaban
y dirigían el trayecto con sus motorcitos subacuáticos.
Llegó el platillo de aceitunas, y transcurrió tiempo
suficiente para devorarlas sin esperar la bebida, un quinto de Cruzcampo que
hace siglos no he visto sobre la mesa de un restaurante.
La carta tan inútil como la que he escrito a los magos los
últimos cincuenta años – me dicen que son los padres, aunque mi sobrino
insiste, bien informado, que no, que son el ayuntamiento- mientras el resto de ausencias hacen rápidamente
presencia, por contradictorio que parezca.
La perdiz en escabeche, especialidad
de, solamente la tienen en temporada, y pone el camarero un gesto adusto cuando
pregunto por la fecha de la temporada. Para ayudarnos en la elección, nos
aclara que de pescados solo tiene trucha, del octeto que figura en la hoja
correspondiente, y viendo la ensalada que acaba de servir en la mesa de al
lado, dos hojas de lechuga coronadas por el contenido de una lata de atún que
conserva todavía la forma geométrica de su continente, abreviamos la agonía del
que ve rechazados sus deseos de modo sucesivo e inmisericorde, inquiriendo por
sus existencias reales. Nos confiesa, de buen grado que lo único que tienen son
huevos fritos con jamón o guiso de
venado, a elegir libremente por los comensales.
La verdad es que me hizo ilusión lo del guiso, y más de caza
mayor. Tengo la certidumbre de que no hay dos guisos iguales, y probar las
particularidades de cada artista ya merece correr el riesgo.
Pasó otra media hora en la que solo pude observar la cabeza
del camarero en una aparición fugaz tras el arco de entrada a la terraza, y no comprendí
su significado, ni la tardanza. Quizás mostraba su decepción porque todavía no
nos hubiésemos marchado, o quizás era una muestra de conmiseración y agradecimiento
a quienes disfrutábamos de la cualidad humana que mantenía aquel lugar con
vida, la paciencia.
Finalmente apareció el venado, casi frio, y semicubierto por una salsa
anodina, si bien en cantidad suficiente para permitirme realizar una selección
previa del, digamos 30% de los trozos de ciervo que aparentaban ser más considerados con el comensal.
Una vez
deglutidos sin mucha fiesta por mi parte, me dediqué a explorar las piezas que
había marginado antes, y observé la extraordinaria dureza, pétrea, de algunos
fragmentos, presuntos bocados que en
parte parecían digeribles, y que en ciertas zonas, marcadas por una línea
claramente nítida, se convertían en
piedras negras, absolutamente incomestibles.
Conste que uno es profano
en los fogones, hasta cierto punto, pero también habitual de la paranoica deducción sobre lo
absurdo de las motivaciones que tienen nuestros políticos para seguir buscando
infatigablemente un puesto en el infierno, soslayando el hecho de que lo tienen
asegurado tiempo ha, y que las indulgencias, más o menos plenarias, de sus
socios en la cosa, no les van a servir para nada.
Deduciendo una solución para aquel misterio, di en
pensar que, raciones aisladas de aquel
guiso, elaborado sin duda meses o años atrás, en los tiempos inciertos de la
temporada perdiguera, probablemente, fueron congelados con el suficiente
desprecio y la inevitable impericia, para dejar unos trozos sumergidos en la
salsa y otros sobrenadando, de modo que la parte expuesta a la oxidación y a la
desecación forzada, había adoptado aquel aspecto de carbunco invasor en la
carne del venado.
No podía dar crédito a semejante torpeza. Si hasta Walt, el trampero de “Doctor en Alaska”
extraía del hielo mamuts enteros y aprovechaba su carne, congelada miles de
años antes, para disfrutar del manjar durante todo un invierno, o dos. No podía comprender como un restaurante cuya
única herramienta culinaria era un microondas y una sartén, podía permitirse
semejante desliz.
Las patatas a lo pobre, que ahora confunden con las panaderas en
algunos sitios, completaron el festín.
Gracias a ellas, y a que la comida no tiene otro valor que
el de la costumbre, cuando no queda otro
remedio, di por buena la aventura.
Ni
postre ni café, si bien en hora avanzada abandonamos el local, donde la deducción no hizo falta para comprobar que
el camarero, el jefe de sala, el cocinero y el señor que atendía la barra
eran una única persona. Comprensible el
resultado. Y el televisor que, encendido,
coronaba el retablo barroco en el que oficiaba el buen hombre, mostraba unas imágenes
fantasmagóricas, con unos colores, pocos, mezclados en manchas abstractas, como
pidiendo un relevo a pantallas más jóvenes, y a la vez presumiendo de su categoría
aristocrática, era, creo, un Trinitron.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------