Seres extraños de un planeta que se extingue… Destino, el
disco duro. Propósito, no volverá a hacerlo, no volver a pecar, no volver a ir
al cine.
Conste que uno es viajado y la semana anterior pudo leer que
la entrada de cine en Sidney anda ya por los 30 euros (45 dólares ), lo que en verdad me importaba un bledo. Ya que son las antípodas
, que aparte de significar lejanía , es un palabra fea donde las haya (En el
DRAE casi todas).
Pero ahora estoy en casa, tengo tiempo y ganas, y puedo
hacerlo, pecar intencionadamente, contra el onceavo: “No dejarás que te tomen
el pelo”.
Sobre el precio de la entrada no merece acumular más
blasfemias, figuran todas en una pizarra junto a la taquilla, para que el
espectador, se sienta dentro de una viñeta de Forges y lea un par de ellas al
recibir el cambio. - ¿Qué cambio? -Me responde la taquillera.
Ha debido ser tan definitiva la ayuda, IVA mediante, al
sector, que no les ha quedado más remedio que entregarte junto al ticket, un
cuadernillo con ofertas, a cual más estupefaciente.
Si vuelvo al cine antes de quince días – sin duda piensan
que soy de los corruptos, con billetes de 500 en el bolsillo- me prometen un
descuento del 30%, para mí y para mi acompañante – como si los tiempos estos
permitiesen disfrutar de acompañantes- Otra separata me induce, sin éxito, a
cenar el menú de la multinacional de comida rápida, en cadena de alta gama, Foster,
Rock, o similares, prácticamente por el precio incluido en el par de entradas.
Entro en la sala, ya sin porteros - total para los cuatro
espectadores que somos no es cosa de tenerlos aburridos- y encuentro otra novedad inesperada en la
pantalla. Los tráileres no son tales. Son un largo anuncio ponderando las
excelencias y los beneficios de nuestra asistencia, -que debería ser
constante presencia, según los patrocinadores- en los bares.
- ¿Tu quoque bar mío?
Sí. También los bares deben estar sufriendo, y temiendo, el
efecto evanescencia, inherente a la marca España. En este caso el videoclip
está firmado, pagado, por Coca-Cola.
… y ellos se juntan.
Dejando a un lado la habitual crítica anticlerical y centrándonos
en el sacramento (El de Silvio, el Pájaro, sigue haciéndome disfrutar, otra vez
este verano, con su mandolina sevillana), propio de la ceremonia religiosa de
la que me reconozco feligrés, conecto las antenas de insecto, de hormiga
temerosa ante el ensordecedor ruido producido por los millones de cigarras y la
escuálida reserva alimenticia para el invierno cercano. Conecto para contemplar
en pantalla, de las de verdad, “Hannah Arendt” (la película).
Pienso si el efecto de la publicidad, de las críticas, y de
los comentarios pedantes sobre su obra – todos los son, según se desprende del
mensaje- se traducirá en reediciones o en, al menos, la liberación del polvo
acumulado por sus libros en las estanterías y quizás, un acercamiento físico al
montón de los ilustres, los más vendidos, es decir los mejores para los
libreros – otros en la lista para la noche de San Bartolomé- y pienso que ni por esas. Que la filosofía
tiene su nicho entre los lectores, y que estos no buscan la comprensión, ni
mucho menos ejercitar el pensamiento, y que al fin y al cabo los nichos son
eso.
Comienza el libro- perdón, la película- y aparece una señora
fumando, cosa que no dejará de hacer en los siguientes 110 minutos. Supongo que
la ambientación en determinados medios intelectuales o docentes –que no
tienen necesariamente que ser coincidentes- de los años cincuenta, ha inducido
al escenógrafo a cargar las tintas sobre
el humo letal. O quizás sea un guiño a la industria en su camino hacia el óscar
que los dan justo allí, donde las tabacaleras. Lo cierto es que, aparte de hacer
irrespirable las salas de exhibición de medio mundo, no consiguió otra cosa que
tenerme en vilo durante la proyección, temiendo que los actores, todos,
estuviesen intentando dejarlo, y la Von Trotta, los hiciese fumar
obligatoriamente bajo contrato.
La Bárbara Sukova excelente, a pesar de las caladas. Con su
rictus de pensadora acérrima que busca, pero no encuentra, explicación a la
estupidez humana. De la crueldad, de los crímenes contra la humanidad- categoría que inventó- o de la banalidad del mal –también- ya prefiere ni
intentarlo.
Claro que no resulta tan fácil esto de transmitir
fundamentos filosóficos morales- son sinónimos- desde una pantalla.
De entrada está doblada al castellano, y no precisamente por
Constantino Romero, que bien podría
haber prestado su voz a todos y cada uno de los personajes, para que yo hubiese
podido entender, oír, la mitad de los diálogos. Comprendo que, voces poco
experimentadas en hablar mientras fuma el actor, y viceversa, no consigan hacer
inteligibles su discurso por un sordo militante, pero lo que no es de recibo es
que habituado a leer los labios de los actores, estos los muevan en alemán, y
me dejen sumido en la nada. En fin, gajes de no tener subtítulos a mano.
Aunque no figure en el reparto, entre los impostores que nos
acercan a esas figuras históricas que convierten en saludables nuestras
pesadillas morales, Heidegger, Hans Jonás, o la propia Arendt, aparece, en un
impagable cameo, el auténtico protagonista, el leit motiv, el macguffin de la
peli y de la parte inmortal, desgraciadamente, de la historia del siglo veinte,
Adolf Eichmann. El auténtico, en las
grabaciones originales de los noticiarios israelíes durante su juicio y
condena. Espeluznante su interpretación, las muecas constantes en su rostro y
las miradas de refilón hacia la nada, que inmediatamente identificamos con las
del chico de “las Quemadillas”, el incinerador cordobés de sus propios hijos,
en idéntica actitud hacia la acusación.
-¡Sin pruebas, no podéis nada contra alguien que solo fue un
burócrata obedeciendo órdenes superiores!
Ese fue el hilo de Ariadna que Hannah Arendt intentó recoger
en una madeja a lo largo de toda su vida. Solo que el ovillo no resultó
políticamente correcto en un mundo donde la Shoah estaba reciente, y el estado
de Israel permanecía en guerra constante por su supervivencia.
Le dijeron de todo a la pobre, por cuestionar que los malos
sean obligatoriamente aquellos que la
tele tiene por tales, y por insinuar que el ser humano debe ejercitar algo tan
extremadamente nocivo como es el pensamiento, si es que quiere algo mejor para
los de su categoría, los humanos.
No derrama lagrimas delante de los espectadores, porque es
muy suya, pero no deja de pedir tabaco.
Afortunadamente en el mundo real, aparecieron las pruebas, o
los indicios abrumadores, y el juicio, ambos juicios mediáticos, dictaron la
condena máxima en cada caso.
El de la película, comprensible estreno fuera de temporada,
para un público que en ningún caso es el de las salas de cine, es el
merecimiento de la etiqueta de docudrama excelente, y necesario revival de una
cuestión, como tantas otras, que la humanidad tiene pendiente.
Pueden hacer mucho más daño los tontos que los malos, dicen
en mi pueblo. Los imbéciles que los malvados, seguro.
Pero no sabemos qué hacer cuando los responsables, los
malvados, se hacen pasar por idiotas para evadir su responsabilidad, para
dejarnos cariacontecidos ante el dolor, ante el desastre colectivo que han
provocado.
Hannah Arendt tampoco lo supo, al parecer, aunque seguro que su lectura – si no sabemos griego,
aprendámoslo, dijo.- nos hará comprender ciertas cosas.
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